Homilía del padre Carlos Padilla - 5 de septiembre de 2021

Domingo 5 de septiembre de 2021 | Carlos Padilla

XXIII Domingo Tiempo ordinario

Isaías 35, 4-7a; Santiago 2, 1-5; Marcos 7, 31-37

«Él, apartándolo de la gente a un lado, le metió los dedos en los oídos y con la saliva le tocó la lengua. Y, mirando al cielo, suspiró y le dijo: - Effetá, esto es Ábrete »

5 septiembre 2021    P. Carlos Padilla Esteban

«En medio de mis pasos va Jesús caminando. Pasa por mi vida, porque su misión está junto a mí y eso me basta para comprender que puedo ir en silencio, hablando o cantando a su lado»

Dicen que cuanto más conozco algo más puedo amarlo. Un conocimiento que logro con el corazón. No sólo con los ojos que se apegan a la superficie de las cosas, de las personas. O tal vez es amando a alguien o algo que llego a conocerlo en profundidad. La cercanía que me da el conocimiento me ayuda a crear una intimidad nueva, antes desconocida. De cerca veo mejor la humanidad de la persona amada. Y conociéndola hasta en lo más pequeño puedo amarla más. Conocer los defectos y límites puede lograr que mi amor sea más grande, eso siempre me sorprende. Amando conozco más. Conociendo más, amo más. No es un amor verdadero el que siento por un desconocido al que sólo admiro. La admiración no conlleva necesariamente el amor. Pero eso sí, cuando amo es necesario que admire a la persona amada. Amar tapando lo que no me gusta de mi amado empobrece mi amor. Es como si no supiera integrar en el amor los defectos y los límites. Queriendo que la fascinación del enamoramiento tape o disimule las manchas y pecados. ¿Cómo puedo llegar a sentir que amo incluso lo que me incomoda? Es un paso más en ese amor que me engrandece como persona. El que ama así ama a un nivel superior. Amar mientras no me decepcionan es hasta sencillo. Porque la persona amada responde a todas mis expectativas, a todo lo que espero de ella. Y cuando me falla o no logra hacer todo lo que yo deseo, me frustro y siento que no es igual mi amor que antes, cuando todo fluía y era sencillo. Pensar que mi amor depende del sentimiento es limitarlo a un aspecto del amor que pretende ser más grande. El sentimiento faltará en ocasiones. Sentiré poco o no sentiré como antes. ¿Ha muerto el amor? Entonces descubro que el amor es una elección continua. Elijo a quien amo, pero no la primera vez, sino todos los días. Incluso cuando los defectos me han herido, o las expectativas se han visto frustradas. Incluso cuando lo que sentía, pasión, o deseo, ya no es tan grande, es menor y parece estar dormido. Me siento culpable y pienso que ha muerto el amor, que todo es pasajero. Pero no es así necesariamente. El amor es más grande que un sentimiento. Más profundo que la admiración. Más fuerte que la fuerza de la pasión primera. Llamado a ser eterno el amor no conoce límites, conviviendo con ellos. Mi capacidad de amar es limitada. No puedo amar como Jesús me ama. No logro amar renunciando a mi deseo. No consigo amar entregando el cien por cien y sabiendo de antemano que no me importa lo que reciba a cambio. Ese amor generoso, imposible, es el amor que desea vivir mi corazón pequeño y eterno. Es el amor que puede hacer que mi vida sea diferente y merezca la pena. Me levanto de nuevo cada mañana pidiéndole a Dios que renueve mi amor. Vuelvo a elegir, como un niño, siempre en presente, a la persona amada. Elijo el camino previamente elegido. Elijo los sueños ya antes soñados. Y no tengo miedo. Dios lo puede hacer posible en mí. Quiero amar más, conociendo más en profundidad lo que Dios ha puesto en mí, como un amor que me saca de mis egoísmos y mis miedos. Porque sufre menos quien no ama. Y también goza menos. Porque amando más se sufre siempre. La pérdida en la vida es el mayor desgarro. No por eso dejo de pensar que quiero conocer más a quien amo. No dejo de sorprenderme y admirarme de su belleza escondida. No dejo de amar también aquello que no es virtud, sino defecto. El límite que me confronta con mis propios límites. Y entonces tiene sentido todo lo que vivo, todo lo que amo. Y la vida florece a mi alrededor al sentir los dedos de quien me ama y me describe en sus sueños. El amor humano es sólo el reflejo pálido del amor del cielo. Amar y ser amado el sentido último de mi vida plena. Y sé que he nacido para amar de muchas maneras y a muchos. Y no por amar a más mi corazón ama menos. Es más grande su poder, no sé como lo logra Dios, pero lo hace. No por no amar  a alguien en exclusividad es mi amor más pobre. Porque lo personal es lo que hace que el amor sea grande. Un amor que ama conociendo y cuanto más conoce a quien ama, con más fuerza lo ama.

Vivir entre el miedo y la confianza es la forma habitual de vivir. Confrontado con mis límites, consciente de mis posibilidades. Alarmado por los peligros circundantes. Acariciando la seguridad de mis raíces seguras en un hogar donde soy amado. El vértigo que me plantea la vida, con cada día que se desploma delante de mis ojos. El paso traicionero del tiempo que se escapa sin darme cuenta por debajo de mi puerta. El frío que se hace fuerte en mi alma provocado por ese miedo que tengo a perderlo todo. Que el presente estalle en mil pedazos convirtiendo mi vida en un relámpago fugaz perdido entre las sombras. ¡Cómo no gritar de miedo ante tanto dolor y tanta muerte! El corazón se aferra tembloroso firme en medio de los vientos que amenazan con arrasar mis seguridades. ¿No puedo repetir cada vez que lo desee todo aquello que me da felicidad y me alegra el alma? ¿Quién decide hasta cuándo podré repetir el gesto de amor que levanta mi alma a la altura del cielo? ¿Cómo y por qué es posible que lo que hoy me da vida deje un día de ser fuente de gozo? No tengo respuestas a preguntas inquietantes. Lo que he vivido antes no tiene por qué volver a repetirse. Puede ocurrir algo inesperado que lo cambie todo. Sin yo pretenderlo ni desearlo. Algo que tuerza mi camino por un sendero nuevo apenas perceptible entre las sombras de mil arbustos. Y el viento, sí ese viento ingrato que me mueve por dentro. Vivir entre el miedo y la confianza es el ejercicio diario que practico. Aferrado con una mano al cielo y con la otra sujeto a mis entrañas, donde se desarrolla la batalla más verdadera, entre mis sueños y la fuerza violenta de la realidad. Confiar y temer como dos acciones separadas que alimentan mi propio corazón. Temo perder la vida al tiempo que confío en un desenlace inesperado cuando se esté acabando el tiempo. No dejo de creer cuando todo parece perdido. No dejo de esperar cuando nada merece ser esperado. Temer y confiar. ¿Quién puede despertar en mí la confianza? Sólo un amor más grande que el mío puede levantarme en tiempos inquietos de pandemia, de inseguridad, de violencia. El alma quiere repetir rutinas cargadas de paz y de esperanza. Y reniega de las novedades que llenan el alma de oscuridad y miedo. Levanto los ojos al cielo confiado. ¿No me dijo acaso Jesús un día que no me iba a dejar nunca en medio de mi vida? ¿No me pidió con vehemencia que no me agobiara por el mañana porque cada día tiene su propio afán? Sí, así lo hizo, así lo hago hoy. No quiero agobiarme como hoy escucho: «Decid cobardes de corazón: - Sed fuertes, no temáis. Mirad a vuestro Dios que trae el desquite, viene en persona, resarcirá y os salvará. Se despegarán los ojos del ciego, los oídos del sordo se abrirán, saltará como un ciervo el cojo, la lengua del mudo cantará. Porque han brotado aguas en el desierto, torrentes en la estepa; el páramo será un estanque, lo reseco un manantial». Me gusta mirar a Dios en medio de la tormenta del alma y ver su sonrisa al otro lado de los vientos que me arrasan. Convierte lo reseco en manantial. Y calma la sed de mi alma. No puedo temer, mientras estoy temiendo. No quiero dejar de confiar, aún con ciertas dudas dentro del alma. Quiero aprender a confiar en medio de mi presente. Es lo único que puedo controlar. Mi actitud interior ante el futuro inquietante. La paz en el alma como un don que Dios me regala cuando todo a mi alrededor pretende llevarse con fuerza la quietud de mi corazón. Alzo la mirada y confío. «No temas». Me grita Dios en mi interior. Y yo escucho su voz suplicante. «No tengas miedo ni te agobies». Y sonrío, caminando sobre esa cuerda sostenida sobre el vacío, entre el miedo y la confianza, sigo adelante. La vida son dos días, me repito. Y las tormentas pasan. Y los tiempos inquietos mudarán, trayendo paz y de nuevo inquietudes. Y yo no podré controlarlo todo, como me pasa ahora, siempre será lo mismo. Pero para eso fui creado, para caminar sobre un alambre. Sin dejar la mano que me ha creado y amado hasta el extremo. No vivo con miedo al castigo, al rechazo de Dios, eso nunca lo he sentido. Creo mucho más en su misericordia y en su abrazo eterno mirando mi belleza, mi pureza interior, esa que Él mismo ha sembrado. Y no desconfío porque sé que el Dios de mi historia es siempre fiel a sus promesas. A su manera, está claro, no a la mía. En sus términos, no escuchando mis expectativas. El Dios de mi camino me construye desde la pobreza que hay en mi corazón. Sabe de mis miedos y me da fuerza, para que viva el presente con pasión, sin angustia, sin miedo. Porque sólo Él sabe que no puedo hacerlo todo bien, no puedo alcanzar las estrellas por mucho que me atraigan y no puedo vivir con plenitud lo que en mí es sólo un deseo hondo y verdadero. Y me dejaré llevar por mis debilidades no siendo fiel a lo que he elegido. No haciendo el bien que deseo hacer y dejándome tentar por el mal que me promete felicidades definitivas que luego solo son pasajeras. En medio de temores fundados e infundados. En medio de angustias que no puedo controlar porque la vida es así, está llena de incertidumbres. Y me abrazo al Dios de mi historia, a Aquel que me ha amado. No tengo motivos para temer porque no estoy solo y me ama Él como nadie antes me había amado.

Me gusta recorrer en el rosario los misterios de mi vida. Porque mi historia, reciente y lejana, está llena de misterios. Los misterios son esos momentos en los que Dios se hace presente en mi camino, en mi vida, revelándome sus deseos, sus sueños, su amor hacia mí. Son esos momentos sagrados en los que en medio de la noche rompe la luz de la esperanza que brota de su corazón de Padre, del corazón de María. En esos momentos duros comprendo que la cruz bendice el mundo aunque no lo entienda, sigo buscando respuestas, sabiendo que no vendrán. Pero comprendo que sólo Dios sabe lo está pasando en la oscuridad que vivo cuando sufro. Recorro también esos misterios alegres, momentos llenos de luz en los que el cielo se hace presente en medio de la tierra. ¡Cómo olvidarlos si en ellos toqué la piel de Dios en piel humana! Momentos de Tabor donde el misterio se me revela y veo a Dios sonriéndome. Acaricio en las cuentas también esos instantes en los que las decisiones tomadas se hacen vida. Misterios sagrados en los que comprendo que Dios pasa de forma silenciosa en medio de mis dificultades, en medio de mis cruces y alegrías y me muestra el camino a seguir, a veces con dudas. Acaricio también esos misterios de esperanza en medio de este mundo tan desesperanzado. La verdad es que recorrer los misterios de mi vida me confronta con el Dios de mi camino. Él va caminando conmigo siempre y va tejiendo un tapiz, una obra de arte. Él y yo los dos en el mismo camino, en la misma barca. Por eso me gusta acariciar las cuentas del rosario alabando a Dios y alegrándome con María. Sin ellos mi vida se queda vacía y el camino deja de contar con su presencia. Al repetir esas alabanzas cadenciosas del rosario el alma se llena de gratitud y brota súbitamente el silencio. ¡Cuánto me cuesta callar para poder tocar a Dios en el silencio! No sé bien cómo sucede, pero acariciando las cuentas de mi rosario, Dios me acaba susurrando no sé bien que cosas. Quizás no son muchas, sólo las importantes. Me dice que me quiere, que me ha elegido, que en cada cosa que me pasa Él está conmigo y no me va a dejar nunca. Y así me lleno de alegría, de una paz inmensa mientras acaricio las cuentas de mi rosario. No pienso en nada, no lo necesito. No busco soluciones ni espero sabias respuestas. No quiero solucionar mis dudas ni pretendo tenerlo todo claro. Sólo sé que en ese silencio con Dios recupero la paz y me quedo tranquilo. Dios sabe mejor lo que me conviene más allá de las peticiones concretas que le grito al oído. Sabe lo que necesito y sufre conmigo en todo lo que me pasa, mientras desgrano las cuentas de mi rosario. Lo único que me promete es que estará conmigo cada día, ya sea malo o bueno, soleado o lleno de nubes. Camina a mi lado sin soltarme la mano, así como yo mismo no suelto las cuentas de mi rosario. Y entonces percibo su mano en la mía y me tranquilizo. Seguiré sin tenerlo todo claro, pero al menos se me habrá colado en el alma la paz al pensar en esos misterios de mi historia, en todo lo que ha pasado en mi vida. Son esos momentos sagrados en los que Dios sale a mi encuentro para decirme que me ama. Por eso me gusta caminar mientras acaricio las cuentas de mi rosario. Y le doy gracias a Dios por ser peregrino y por ser capaz no sé bien cómo de echar raíces en esa tierra que piso. Rezar el rosario con María, en su corazón de Madre, calma mi sed, sacia mi hambre y me da una luz para la vida cuando me desanimo y pierdo la esperanza. Renuevo mi alianza de amor con Ella y la vuelvo a elegir. Sin Ella estaría perdido. Ella sostiene mis pasos, levanta mi mirada y me hace confiar dejando a un lado mis miedos. Camino y paso las cuentas de mi rosario. Y renuevo mi sí, me alegro por ese Dios que camina conmigo. Y no dejo de esperar su abrazo cada día. Esa presencia de María en mi camino me va haciendo más dócil a Dios. Va despertando en mi corazón del deseo de entregarme totalmente a sus planes. Decía el P. Kentenich: «La palabra entrega total. ¿Qué significa? Es la disponibilidad del corazón para consentir a Dios, incluso atendiendo a sus más mínimos deseos»[1]. Para que ello sea posible es necesario aprender a confiar en el silencio de mi oración, en ese diálogo callado con Dios mientras camino. En ese encuentro personal con María cuando recorro mi vida y Ella va cambiándome por dentro y me va haciendo dócil a los más leves deseos de Dios. Creo que a veces me puedo enamorar de ciertos ideales que me encienden, de proyectos que despiertan mi deseo de cambiar el mundo. Puede fascinarme esa gran misión que se abre ante mis ojos, pero mientras no esté profundamente enamorados de Dios, de un Dios personal, todo será muy frágil. Si la oración no me ata a Dios en lo más íntimo mis propósitos y elecciones no serán tan firmes. Es el amor a la persona lo que me cambia por dentro. Al amor a Jesús hombre, a María hecha carne en mi vida. Es ese amor único que Dios me hace recordar cada vez que recorro como un niño los misterios de mi vida. Y así me enciendo en ese amor siempre de nuevo. Un amor cálido y profundo, un amor que me transforma por dentro para siempre. Un amor personal que me salva.

Jesús es quien llega a mi vida, no soy yo el que logro atravesar distancias para tocar su piel. Es Él quien está en camino continuamente buscándome. Hoy lo describe así el evangelista: «En aquel tiempo, dejó Jesús el territorio de Tiro, pasó por Sidón, camino del lago de Galilea, atravesando la Decápolis». Jesús no permanece quieto, esperando a que alguien llegue hasta Él. Me gusta este Jesús inquieto, caminante, peregrino. No le basta con lo que ya ha conquistado. No son suficientes sus amigos, sus discípulos. Ha venido a llegar a todos los pueblos, sin limitar sus fronteras. No no pone barreras a su vida, a su redil, allí donde está seguro con los suyos. Se abre, se ofrece, se acerca al que está lejos porque tiene mucho que decir, mucho que escuchar, mucho que sanar. Me gusta esa forma de mirar las cosas, nunca es suficiente para Él. Es así cómo Jesús llega a mi vida en la tierra, y se acerca a ese lugar donde yo me encuentro, en medio de la cotidianeidad de mis días. Comenta el P. Kentenich: «Tengo que caminar con Dios a través del quehacer cotidiano. Y por mi quehacer cotidiano, no por el quehacer cotidiano del religioso o de la religiosa. Ellos tienen otro quehacer cotidiano. Por tanto, por así decirlo, tengo que ir con Dios a la olla de cocina. Pero tengo que ir con él. Es decir, no veo sólo la olla sino que veo en ella a Dios. O bien, tengo que ir con Dios al trabajo»[2]. En mi quehacer diario, en mi trabajo, en lo más mundano está presente Jesús. A menudo pienso que los grandes encuentros con Él se darán cuando participe en una actividad religiosa, o esté en silencio rezando en una capilla. Como si ese fuera el lugar por excelencia para que me hable Dios. No es así. Jesús aparece caminando en mi vida cuando menos lo espero. Tal vez por eso me gusta tanto caminar y llegar a lugares nuevos, desconocidos. Y allí me encuentro con Dios oculto en lo cotidiano. En medio de mis pasos, del cansancio, de los miedos y de las dudas. El camino fascina y a la vez puede confundirme. Creía que estaba cerca de la meta, era sólo apariencia, súbitamente veo que todo se alarga. Me encuentro con un desvío, comienzo una subida, llego a una nueva bajada, me adentro en un bosque inmenso, atravieso un campo de girasoles; cruzo un río sobre un puente antiguo, camino junto al cauce contemplando sus aguas, asciendo un monte que no me dejaba ver el pueblo que sueño; me adentro en un camino lleno de barro, descubro ante mí un cielo que amenaza tormenta, siento el agua cayendo sobre mí sin encontrar un lugar cubierto donde secarme. El camino está siempre lleno de imprevistos, de sorpresas, de desvíos, de atajos. En el camino suceden tantas cosas al mismo tiempo. Se despierta el hambre en mi corazón y encuentro el alimento. Me detengo abrumado por el cansancio y el descanso me anima a seguir caminando. Disfruto de la misma manera la pausa y la prisa. Habitan en mí a la vez las ganas de llegar a la meta marcada para ese día y el deseo de vivir el presente. En el camino sucede la vida. Sé que no es la meta lo importante, aunque la desee. Y asumo que tampoco es fundamental el lugar que abandono para ponerme en camino. Meta y lugar presente son partes de una misma vida. Cada cosa es importante en el momento en el que sucede. Y yo intento retener el presente en una foto que me recuerde lo vivido, vagamente al menos. Y acaricio cada foto porque tiene un significado, asociado al momento, con sus olores, sonidos y silencios. Y en medio de ese camino variopinto por el que me apresuro, Jesús que sale a mi encuentro allí donde me encuentro. Allí donde camino sin agobios ni prisas. El camino vale la pena en sí mismo. Es el lugar de descanso en el que me detengo y el lugar de paz en el que me recupero de todas mis prisas pasadas. Soy caminante y peregrino, pero asumo que no estoy de paso en esta vida, aunque es verdad, lo quiera o no, todo pasa y se vuelve pasado, historia, recuerdos y fotos llenas de olores y luces que la cámara torpemente guarda. En mi camino el cansancio halla su descanso. Y la lluvia cesa dejando peso al calor del sol que todo lo seca. Me gusta caminar con un sentido, con una meta, con un fin. Me gusta querer llegar a mi final sin demasiadas prisas. No hace falta que me apresure demasiado para ser peregrino. Tal vez nadie me espere y no tengo nada que hacer cuando llegue. Vale la pena vivir cada segundo, no tengo agenda. Aprendo así a apurar la copa de la vida soñando alto, con los pies en la tierra y la mirada vuelta al cielo. No me inquieto, no me angustio. En medio de mis pasos va Jesús caminando, lo veo de cerca y de lejos. Pasa por mi vida, se detiene a mi lado, porque su misión está junto a mí y eso me basta para entenderme, para comprender que puedo ir en silencio, hablando o cantando. Todo vale porque Él me busca, rompe mis barreras, me sigue y no me deja solo. Nunca voy a estar solo, eso me queda claro. Incluso cuando intente huir de su presencia por cualquier motivo. Él no se apartará y no lograré alejarlo. Recorre toda la tierra hasta ponerse a mi altura. Hoy escucho: «El Señor guarda a los peregrinos». Me guarda a mí que busco la meta de mi camino, que quiero hallar la paz en todo lo que hago. Jesús es el peregrino de mi camino.

El protagonista hoy es un sordo que apenas puede hablar: «Y le presentaron un sordo que, además, apenas podía hablar; y le piden que le imponga las manos». Un sordo que llega hasta Jesús con ese bloqueo del cuerpo, del alma. No oye, casi no habla. Un sordo de nacimiento. Nunca ha oído los gritos ni los ruidos, no conoce las pisadas de sus seres queridos, no aprendió a hablar escuchando la voz de su madre. Vive aislado en su sordera, escondido en su cueva, sin poder comunicarse. Sin oír y sin hablar es difícil entrar en comunicación con otros. Vive aislado en un silencio aterrador. Jesús ve su sufrimiento y hace algo: «Él, apartándolo de la gente a un lado, le metió los dedos en los oídos y con la saliva le tocó la lengua. Y, mirando al cielo, suspiró y le dijo: - Effetá, esto es Ábrete. Y al momento se le abrieron los oídos, se le soltó la traba de la lengua y hablaba sin dificultad». Aparta a un lado al que ya está solo y aislado. No quiere que el milagro suceda rodeado de personas. En la intimidad Jesús se acerca a su vida para abrir sus oídos. En la celebración del sacramento del bautismo hay una parte del rito en la que el sacerdote pronuncia esta misma palabra: Effetá, tocando los oídos y la boca del bebé. Este niño recién nacido tampoco habla y no entiende aún la Palabra de Dios. En el sacramento pido que se le abra el oído del alma para escuchar la voz de Dios. Y le pido a Dios que suelte su lengua para alabar al Creador por todas las maravillas que hace en su vida. Toco sus oídos y su lengua. Es un momento de intimidad en el que Jesús me toca, apartándome de la gente. En la intimidad del encuentro. Jesús quiere que abra mi lengua y mis oídos. Quiere que comience a oír su voz y la de los hombres. Que no me quede pensando en otras cosas sino que aprenda a percibir el paso de Dios por mi vida. Quiero escuchar ese paso ligero. Ese caminar tranquilo dándome la paz que necesito. Jesús me mira y quiere curarme, abrir mis oídos, soltar mi lengua. Creo que yo tampoco sé escuchar a Dios, ni a los hombres. Me cuesta centrarme en el que me está contando algo. Hacer caso a sus súplicas. Escuchar la historia que me relata. No es fácil estar atento a lo que me cuentan. Leía el otro día: «El primer problema en el trato con las personas es que no escuchamos. Escuchar a alguien significa no solo oír las palabras, sino acoger la preocupación del interlocutor. Poner los cinco sentidos en cuanto le preocupa, para que se sienta completamente comprendido y aceptado. En el trato normal sólo escuchamos hasta que consideramos que hemos entendido más o menos lo que nuestro interlocutor quiere decir. Luego seguimos nuestros pensamientos o intereses»[3]. Escuchar es un arte y no siempre lo practico. Hablo sin escuchar, sin poner todos los sentidos. Callo sin hacer caso a lo que me cuentan. Mis oídos se cierran a la voz de los hombres que se va perdiendo en la distancia. Me aburro, pienso en mi interior, mientras mis pensamientos vagan por tierras lejanas. Pienso que no me interesa y huyo a descansar en mis propios pensamientos. Así me siento mejor. En mi interior, dentro de mi alma, ahí no molestan. Tiene que ver esta actitud con este mundo moderno que habito. Comenta el Papa Francisco: «Lo frenético nos impide escuchar bien lo que dice otra persona. Y cuando está a la mitad de su diálogo, ya lo interrumpimos y le queremos contestar cuando todavía no terminó de decir. No hay que perder la capacidad de escucha»[4]. No quiero perder esa capacidad de escuchar a mi hermano. No quiero interrumpirlo. No pretendo cambiar de tema sin previo aviso. No me pongo a pensar en mis cosas mientras finjo que escucho. Así no crezco ni permito crecer a otros. Así el que llega a mí no se va a sentir nunca acogido. Hoy le pido a Jesús el milagro de aprender a escuchar de verdad, con toda el alma, con todo mi ser. Quiero guardar silencio para que el otro hable. Ser paciente y dejar que se abra la coraza que cubre su alma. Quiero permitir que salga de su hondura para abrirme su verdad con humildad. Es así como decido escuchar con gestos, con la mirada. Mi lenguaje verbal es muy importante. Así logro oír y comprender lo que Dios me quiere decir a través de las personas. Dios me habla en los acontecimientos de mi vida. Habla siempre, también cuando parece callar y yo tengo que escuchar sus susurros y comprender el mensaje oculto en sus silencios. Esa escucha activa es la que Dios me pide. Que salga de mi cueva y me abra a escuchar el querer de Dios. Quiero ser capaz de percibir sus más leves deseos. Es una tarea que Dios me confía entre los hombres. Puedo escuchar, acoger, comprender, mirar con un corazón grande y agradecido. Siempre tengo algo que aprender. Los demás pueden enseñarme algo. Quiero estar atento a lo que dicen, a lo que hacen. En todo lo que sucede está Dios hablándome con susurros. Quiero aprender a escuchar. Abrir al alma. Necesito que Dios me regale el don de la fe para buscarlo a Él en todo, cada día.

Y el sordo que apenas podía hablar comienza a hablar de golpe. Junto a todos aquellos que han sido testigos del milagro, alaba y juntos salen por las calles gritando: «Todo lo ha hecho bien; hace oír a los sordos y hablar a los mudos». Es importante mirar al cielo, alzar la mirada a lo alto y dejar de angustiarme por las cosas de la tierra. Mirar al cielo agradecido por todo lo que me da. Las cosas que me pasan tienen el peso que tienen, pero no más. Mirar al cielo me libera. Es lo que Jesús hace. Se detiene, mira al cielo y suspira. Mirar al cielo me hace libre. Me libero de la tierra y me lleno de esperanza. Ante los milagros en mi vida mi alma se llena de gozo. La alegría no puede ser contenida dentro de una cárcel. El silencio no puede detener el deseo de cantar. Tengo que contar al mundo todo lo que he visto y he oído, todo lo que me ha sucedido. Quiero alabar a Dios por los milagros de los que he sido testigo. Como dice hoy el salmo: «Alaba, alma mía, al Señor. Que mantiene su fidelidad perpetuamente, que hace justicia a los oprimidos, que da pan a los hambrientos. El Señor liberta a los cautivos. El Señor abre los ojos al ciego, el Señor endereza a los que ya se doblan, el Señor ama a los justos. Sustenta al huérfano y a la viuda y trastorna el camino de los malvados». Quiero hablar y alabar a Dios por todo lo que hace en mí. No me quiero callar por miedo. No quiero guardarme mi alegría por temor al rechazo. No quiero permanecer mudo ante toda la belleza que se despliega ante mis ojos. Hablo por no callar. Alabo en lugar de condenar y criticar. Que de mis labios broten palabras positivas, juicios enaltecedores. Es verdad que aplaudo al hombre sincero que dice lo que piensa siempre. Pero no lo admiro cuando no dice las cosas con caridad, con respeto, con mucho amor. En esos casos no veo en su actitud la misericordia de Dios. Si no hablo con amor es mejor que guarde silencio. Tengo claro ese dicho que me acompaña: «Soy amo de mis silencios y esclavo de mis palabras». Quisiera decir las cosas con facilidad, con sinceridad, pero con amor. Tocar los temas difíciles, no callar, no mentir, no omitir la verdad. Pero sé cómo tengo que hacerlo, con amor. En medio de mi vida quiero callar cuando no vaya a aportar nada positivo al intercambio. Hablar bien significa bendecir. Entonces hablar mal de alguien estará unido al verbo maldecir. No quiero hablar mal de otros, ni enredarme en juicios y condenas. Decir lo que pienso es importante, pero no siempre es necesario hacerlo. Hablar por no callar no aporta nada. No es necesario que tenga una opinión sobre todas las cosas que suceden a mi alrededor. Puedo omitir mi juicio, puedo permanecer callado. Y siempre, eso sí, alabar a Dios con voz audible, agradeciéndole por los milagros que obra en mi vida. Como aquellos que ese día fueron testigo de un milagro impresionante y no pudieron contenerse. Salieron a la calle dispuestos a alabar a Dios por todo lo que había hecho en sus vidas. Jesús todo lo hace bien. Así quiero vivir yo, alabando a Dios por sus obras. Así quiero hacerlo. Tengo motivos para agradecer. Por los pequeños regalos diarios. Por el don de la vida que es un milagro continuo. Nadie me garantiza un día más de vida. Todo está en las manos de Dios y yo no puedo sino agradecerle por lo que hace conmigo. Alabar a Dios por mi hermano, por su vida, por sus obras, por sus milagros. Alabar a Dios porque no se baja de mi vida y camina sobre mis pasos, no me deja solo. No me callo buscando en Dios el silencio que me ayude a descifrar su querer. Sigo caminando y dando gracias. Enalteciendo al que va conmigo y halagándolo por los milagros de Dios en su vida. Ese es el milagro mayor, el que sucede en el interior de mi corazón. Cuando la gratitud expulsa el rencor y la envidia. Dentro me habla Dios cuando callo. Quiero ser capaz de observarlo todo, pero hablar poco. No vivir criticando lo que hacen los demás. Como leía el otro día: «La gente que no tiene vida siempre se tiene que meter en la de los demás»[5]. Los juicios que vierto sobre los demás pesan sobre mí. La palabra tiene mucho poder. Crea realidades y puede elevar o echar por tierra la fama de las personas. Mi juicio sobre sus obras es demoledor. Aprender a callar y no juzgar todo lo que veo es un ejercicio difícil. Que Dios me dé el habla para alabar, para dar sabios consejos, para enaltecer a mi hermano y hacer que se sienta mejor y su autoestima mejore. Bendecir y nunca maldecir.

 

 



[1] Rafael Fernández, “Sí, Padre”, 185. Cita J. Kentenich.

[2] J. Kentenich, Lunes por la tarde,Tomo 2: Caminar con Dios a lo largo del día

[3] Franz Jalics, Ejercicios de contemplación, 53

[4] Papa Francisco, Encíclica Todos hermanos

[5] Carlos Ruiz Zafón, la sombra del viento

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