Homilía del padre Carlos Padilla - 6 de febrero de 2022

Domingo 6 de febrero de 2022 | Carlos Padilla

V Domingo Tiempo ordinario

Isaías 6,1-2a.3-8; 1 Corintios 15,1-11; Lucas 5,1-11

«No temas; desde ahora serás pescador de hombres. Entonces sacaron las barcas a tierra y, dejándolo todo, lo siguieron»

6 febrero 2022    P. Carlos Padilla Esteban

«Si me pide que lo siga no es porque sea mejor que otros, sino porque su amor es muy grande y quiere entregármelo. Me siento pequeño pero al mismo tiempo feliz de la llamada»

En ocasiones creo que vivo sin pensar en el final de mis días. La muerte me parece algo lejano que no es para mí, sino para los otros. Siento, no sé bien cómo, que soy eterno, que mis años son incontables, que viviré para siempre. No hay final para mí y tampoco para aquellos a los que amo. Están protegidos por el mismo halo sobrenatural que a mí me protege. Al pensar en la muerte siempre se queda la mente en blanco. Como si no hubiera nada tras el último aliento. Aún así, entre pensar en la nada o visualizar el todo, elijo siempre el todo. Tengo claro que después del último aliento de vida estarán Dios y los míos esperándome. Estarán aquellos a los que he amado, a los que he perdido. Mientras tanto, entre el ayer y el mañana vivo mi vida. Lo único que tengo claro es que no puedo elegir el momento de irme aunque quiera. El suicidio no es la respuesta, no tengo derecho a acabar con ese don que me ha sido dado. No elijo cuándo me voy, tampoco cuándo vengo. No sé si será muy pronto o demasiado tarde el final de mis días. El otro día murió una persona de cien años. Me sorprenden esas cifras, espero no llegar a tantos. Y un bebé dejó esta vida después de haber nacido pocos días antes. ¿Qué sentido tiene nacer para morir? ¿Cómo podría elegir el mejor momento para irme? ¿De qué valen esas vidas que se sostienen en medio de sufrimientos? ¿Qué sentido tiene caminar sin rumbo hacia el final de la vida? Yo no elijo nada, no decido. Y sé que no hay momentos mejores que otros. No es mejor una larga enfermedad que una muerte súbita. Cada cosa tiene su dureza. No elijo yo cómo irme, o cómo despedir a los míos. Yo no decido, no puedo alargar los días aunque ahora la ciencia crea que casi puede lograr la eterna juventud. Al menos sí me da una mayor longevidad y la curación de muchas enfermedades que antes eran mortales. La pandemia vuelve a recordarme que la salud es un don precioso que sólo valoro cuando lo pierdo. Y que los medios humanos no alcanzan para sanar todo mal. Acepto que los demás están el tiempo que Dios les regala junto a mí, no son eternos y tengo que valorar y aprovechar su compañía mientras caminen a mi lado. Necesito apreciar su trato, cuidar el amor y las relaciones para que no se pierda lo que tengo, lo que es presente. No quiero malgastar ningún segundo. Miro la vida en su belleza, sin pensar que un día pueda que caduque. No dejo para mañana la conversación pendiente. No omito ese abrazo que puedo dar ahora. No dejo de decir lo que pienso o siento esperando un mejor momento. No acallo mi te quiero, no guardo mi lo siento. Hago la llamada que quiero hacer. Visito a la persona que me necesita. Sé que lo que no diga ahora puede que nunca lo diga. Lo que no haga ahora puede que quede sin hacer. El tiempo pasa y con él la vida vuela. Entre un ahora y un mañana. Entre un presente esquivo y un futuro incierto. No todo lo que quiero hacer lo podré hacer y mis sueños no siempre se harán realidad aunque lo intente. No quiero dormirme dejando pasar las horas. Me despierto una y otra vez de los sueños pasados para vivir con pasión la vida. Creo que la realidad que acaricio es más fuerte que lo que he pensado. Me dispongo a vivir dando la vida, sin miedo a perder el tiempo. Vivo el ahora, sin dejar pasar un segundo. Puede que mañana ya no pueda. Puede que no estés, que te hayas ido. Puede que Dios tenga otros planes y mi vida sea más corta, o quizás trascurra más lejos. Aprendo a escribir lo importante de todo lo que pienso, para no olvidarme. Y canto las canciones más bellas que llevo dentro del alma, dormidas. Camino por esos caminos que no siempre podré volver a recorrer. Hago lo que ahora puedo hacer, quizás algún día no pueda. Sueño lo que ahora puedo soñar. Gasto mis días como si fueran los últimos que tengo en mi poder. Grito, abrazo, deseo, corro, vuelo, miro, confío, río. Y la tierra sigue dando vueltas bajo mis pies. En un movimiento quejumbroso. Nada permanece eterno ante mis ojos. Caen algunas piedras mientras se levantan otras. Caen las hojas. Cambia lo que siempre contemplaba. Nuevas imágenes, nuevas melodías. No me apego a lo que ahora tengo porque es caduco. Hoy es y mañana tal vez pase. Estoy dispuesto al cambio y a apegarme a lo que tengo. No tengo miedo a perderlo en cualquier momento, cuando la suerte o la vida así lo dispongan. Lo acepto sonriendo.

Hay personas que viven permanentemente en la negación. Yo mismo lo hago a veces y así siento que así estoy seguro, a salvo, en paz. Pero ¿qué logro cuando niego lo que veo, lo que he hecho o estoy haciendo, lo que ahora estoy sintiendo? ¿Por qué me engaño de esa manera? ¿Acaso desaparece la realidad cuando la niego cerrando los ojos? ¿O existe algo sólo cuando lo nombro? ¿Desaparece cuando lo callo, lo silencio, o lo tapo? ¿Se acaba el dolor cuando afirmo con fuerza que no lo siento? ¿Cuántas veces me tienen que decir que no me agobie para dejar de agobiarme? ¿Produce algún efecto? ¿Y cómo venzo la tristeza cada vez que me dicen que no esté triste porque no tengo motivos? ¿Cómo cambio las emociones nombrando las opuestas que deseo sentir, como si fuera magia? ¿Puedo obligar al río a cambiar su curso subiendo a la montaña cuando su destino es el mar? ¿Acaso el mar puede dejar de lamer las playas bajo mis órdenes alejándose así de las orillas? ¿Puedo hacer brotar la salud desde la enfermedad que detesto con una orden? ¿O sigo estando enfermo y sólo estoy negando la evidencia cuando la callo? ¿Puedo cambiar mi pasado borrando algunos días, algunas decisiones mal tomadas, algunos errores cometidos? ¿Puedo ser más bello pidiéndoselo al cielo para que acabe con mi fealdad? ¿Es mejor mi suerte cuando se lo exijo a Dios cada mañana porque está obligado hacerlo, ya que dice que me ama? ¿Amanece soleado cuando lo suplico y aparta Dios las nubes de mis ojos? ¿O llueve cuando lo deseo? ¿Quizás no puedo manipular el tiempo? ¿Mi deseo logra mover la piedra que cierra mi camino? ¿Puedo añadir días a mi vida o simplemente los desgrano sin saber contar ni entender cuándo llega el último? Son preguntas que se acumulan en el alma golpeando mi silencio. No puedo cambiar nada de lo que no me gusta. Ni deshacer los errores del camino. La negación de nada sirve para mejorar las cosas. Apartando mi mirada del desastre las cosas no vuelven a su sitio. Todo lo sucedido forma parte de mi biografía aún cuando me gustaría borrarlo. Negar de nada sirve cuando se trata de la realidad que tiene esa fuerza inapelable. Podría cerrar en un cuarto oscuro mi vida pasada y seguiría doliendo. Podría borrar las fotos amadas y seguiría sangrando. Un día de dolor, de pérdida, de abuso en mi vida deja más huella que mil días tranquilos. Por eso soy capaz de aplaudir a aquellos que sonríen mientras sienten el frío muy dentro. Apoyo al que se levanta de todas las derrotas en medio de su soledad. Al que vuelve a creer en la victoria después de muchas caídas. Al que puede volver a creer en la bondad del hombre después de haber sentido en su piel su maldad y su pecado. Entiendo que la negación no me salva. Al contrario, me enferma. Reprimir lo que he vivido, lo que ha dolido, no elimina el sufrimiento. Lo aumenta, lo hace más hondo, más continuo. Tengo claro que afirmar siempre es más sanador que negar lo evidente. Ser asertivo y decir lo que siento mucho más que callarme por miedo, por respeto, por pudor. Gritar es más liberador cuando me enojo. Y protestar contra la injusticia que me lacera. Es más sano gritar cuando estoy molesto. Negar me deprime. Afirmar me abre de par en par a la mañana que comienza. No niego la enfermedad que me consume. No niego los días que pasan volviéndome viejo, tiñendo de gris mi retrato. De nada sirve negar las realidades que se estampan con fuerza contra mi alma herida y chocan con mis ojos. El dolor y la pérdida son parte de la vida. La enfermedad y la muerte existen como parte del camino. Y yo no sé aceptar las cosas como son. Me duele el alma al tocar la herida. Quiero taparla, sigue escondida, doliendo. No puedo negar haber hecho lo que hice. Duele el pecado pero es real, forma parte de mi vida. Soy ese pecado, esa mentira, esa actitud infiel. No puedo disimular lo hiriente de mis palabras que aún resuenan en el aire, ni tapar el dolor causado a otros. No puedo negar la mentira en la que vivo, aunque pretenda darle un sentido a todo lo que hago. No puedo negar el fracaso de mis intentos por tapar, ni pretender que he ganado habiendo perdido. No puedo maquillar los resultados negativos en mi vida, ni fingir que son buenos después de todo. Negar no me salva, todo lo contrario. Sólo lo que es asumido puede ser redimido. Cristo vino a hacer que viviera en la verdad y en la afirmación continua, no en la mentira. Un sí sostenido por encima del dolor es lo que me da vida. No puedo simular que todo está bien, igual que antes, cuando a lo mejor las cosas han cambiado demasiado. No todo es lo mismo, y no siempre es lo que a mí me gustaría que fuera. No importa, lo acepto con alegría, es parte de mis días, parte de mis sueños. Sé que la vida se construye desde mi humanidad herida, desde mi carne enferma. No desde una ficción que no es mi vida. Jesús vino a hacerse carne de mi carne. Vino a llamarme al lugar donde me encuentro no a ese sitio donde me encantaría estar. Vino a llamarme a mí conociendo mi debilidad, sin negarla puedo seguir sus pasos. Él conoce muy bien cómo es el color de mi piel, la hondura de mi dolor.

Me gusta pensar en la ligereza de la vida. En ese instante etéreo que transcurre entre el momento en el que tomo una decisión y ese otro momento en el que la llevo a cabo. Ese presente fugaz en el que se decide la manera de vivir las cosas. A menudo pienso que esos dos momentos deciden mi vida para siempre. Me da miedo decidir. Está claro que comienzo a vivir cuando pienso en hacerlo. En ese pensamiento ligero y banal ya está un principio de vida que me enciende y da ánimo. La indecisión por el contrario es lo que me pierde. No decidir ya es tomar decisiones, aún pareciendo todo lo contrario. La vida es así, es tiempo. Y en el tiempo se decide actuar o simplemente se actúa sin pensar en hacerlo. Es una ligereza no pensar lo que voy a hacer. Una irresponsabilidad caminar sin rumbo. Oír sin escuchar. Escribir sin pensar dejando salir del alma palabras a borbotones, sin orden ni concierto. Es ligero ese caminar por la calle sin que me pese en el pecho la responsabilidad por las cosas, por las personas. Me da miedo ese tomarme demasiado en serio a mí mismo. Para lo bueno y para lo malo. Me asusta el sí dicho para siempre, con aire solemne, queriendo retener los sueños. Es más fácil no darle importancia al momento. Quitarles el peso a mis pasos. Y fingir que no me importa perder lo que ahora poseo y caminar sin nada. Pero es mentira. Porque me duele le pérdida, lo quiera o no lo quiera. «Porque la infelicidad se asegura si no se recorre el laberinto de la vida. Los que intentan no complicarse la vida más allá de lo que la vida se lo imponga –que siempre es más de lo que les gustaría–, ignoran que su ovillo tiene nudos que sólo ellos pueden deshacer y que les apretarán mientras no los desaten»[1]. Querer vivir sin comprometerme no me hace más feliz. Sueño con vivir ligero. Con mis brazos lanzados al cielo haciendo gestos a un horizonte lleno de niebla. Quiero que sea ligero el grito caído en el vacío esperando tal vez ser escuchado por alguien. Es mi vida ligera cuando le quito el peso de las normas, de los mandamientos y obligaciones. Ligero es mi camino cuando no pesa la exigencia de llegar a la próxima parada. Es ligera mi vida si no se compromete, pero no sé si es más feliz. ¿Cómo hacer que sea ligera sin dejar de amar, de vivir en presente, de comprometerme con lo que quiero alcanzar? No es fácil esa combinación. Lo ligero es desprenderse. Y lo pesado es echar raíces atando mi alma a la tierra. Pesa la responsabilidad que asumo. Y es ligero el latido de mi corazón mecido sobre las olas del mar, sin pensar en la playa. Ligero es el amor de un día, pasajero y volátil. Pesado es el amor eterno que prometo al abrazar sin querer retener a nadie. Es ligero mi sí cotidiano, sin más pretensiones. Y pesado puede ser mi voluntad de hierro de amar hasta el extremo, aunque me duela dentro. Me piden que no me estrese, que no cargue responsabilidades que no me corresponden, que no ponga sobre mí un yugo que no es el mío, ni me exija hacerlo todo bien cuando sé que eso es imposible. Puedo ser más ligero y admirar la ligereza de la vida mientras un volantín se eleva sobre la arena. Y un águila extiende sus alas en un vuelo sutil sobre la montaña, en círculos precisos. Ligera es la voluntad que se compromete sabiendo que quizás no sea capaz de cumplir lo prometido. Y vive ligera en presente, día a día, paso a paso. Sin angustias y sin miedos. Es ligera la mirada de quien ama liberando. Y ligera la voluntad de quien no deja de hacer lo que merece la pena, incluso cuando le cuesta. Es ligero el vivir que no se angustia, ni se estresa, es cierto. Aunque yo no sepa lograr que el estresado se sienta en paz, más tranquilo y seguro. Es ligera la paz y pesa la ira cuando se adueña de mi ánimo. Es ligero pensar en los demás, más que en uno mismo. Y es ligera mi vida cuando dejo de culpar a los otros de mis propios errores. Es ligero vivir sin atarme en exceso, dejando libre mi ánimo. Ligero es no vivir dependiendo de cosas que no están en mis manos. Dios hace ligera mi alma al decirme que estoy llamado a la vida eterna, a volar a su lado. Y no tengo que temer porque todo está en sus manos. La pesadez en el estómago me tira a la tierra. Y la ligereza en la mirada me eleva al cielo. Vivo así atado a esas águilas que cruzan mis cielos. Sin miedo a la caída ni al error, tanto me turban. Ligero es el que se entrega sin miedo en la aventura. El que construye puentes en lugar de murallas. Y habla con dulzura, sin alzar la voz, sin decir malas palabras. Ligero es el que te ve y empatiza con tu llanto, guardando silencio. Escucha tus dolores con paciencia infinita. Ama tus debilidades y sostiene tu tristeza. Liviano y ligero es el que te hace reír en medio de la tormenta. Y no le importa mojarse bajo la lluvia, esperándote. Ligera es la vida del que ama las cosas, las personas y los sueños. Reparte alegrías, nunca despierta envidias y no provoca el enfado de nadie con su risa. Liviana es la vida del que posee pocas cosas, o al menos parece que no las necesita. No está en todas las redes sociales pendiente de lo que ocurre. Ama lo que vive y se alegra con lo que tiene. Me gusta la ligereza de la vida que se toma en serio lo que sucede, sin caer en el drama, ni en el miedo profundo. Ligero quiero ser para vivir en un vuelo. Sostenido en el viento. Mis alas extendidas. La mirada fija en el siguiente paso, más allá de mis fuerzas. El viento me sostiene, me empuja y levanta. Sueño con ser liviano y echar raíces que aligeran la carga, con tener un lugar en el que ser yo mismo. La ligereza del encuentro saca lo mejor del alma. Sin penas, ni dolor. Los días son pocos, no merece la pena perderlos entre lágrimas.

Hay escenas que tengo grabadas en el alma. Casi como si las hubiera visto yo mismo en aquel lago de Genesaret, donde Jesús vivía y amaba: «En aquel tiempo, la gente se agolpaba en torno a Jesús para oír la palabra de Dios. Estando él de pie junto al lago de Genesaret, vio dos barcas que estaban en la orilla; los pescadores, que habían desembarcado, estaban lavando las redes. Subiendo a una de las barcas, que era la de Simón, le pidió que la apartara un poco de tierra. Desde la barca, sentado, enseñaba a la gente». Una barca quieta en el puerto, atada a la orilla, parece inútil. ¿Para qué puede servir? Una barca sirve para navegar, para pescar, para recorrer distancias y llegar a otras orillas. Una barca anclada no sirve, no cumple su misión, no ayuda a nadie. En ocasiones puedo sentirme como una barca varada en el puerto. Una barca sobre la tierra, sin agua que la impulse al mar. Hay momentos en los que me siento así. Momentos de enfermedad, de fracaso, de soledad. Momentos en los que puedo sentir que mi vida no sirve para nada. Me siento mayor, viejo. Veo que han pasado mis días, cuando era tan activo, cuando hacía tantas cosas. ¿Hasta cuándo merece la pena vivir? ¿Hasta cuándo es útil mi vida? ¿Cuándo puedo decidir que la vida de una persona ya no merece la pena? Hoy parece que sólo valen las vidas de las personas que son útiles a los demás. Se mide la utilidad de una vida por su servicio a los hombres. Decía el Papa Francisco: «Partes de la humanidad parecen sacrificables en beneficio de una selección que favorece a un sector humano digno de vivir sin límites. En el fondo no se considera ya a las personas como un valor primario que hay que respetar y amparar, especialmente si son pobres o discapacitadas, si “todavía no son útiles”, como los no nacidos, o si “ya no sirven”, como los ancianos»[2]. Las barcas inútiles, las vidas que parecen no aportar nada. ¿Merecen la pena? Siempre pienso que en este gesto sencillo Jesús me dice que desde mi barca varada Él va a predicar. Desde mis límites y pobreza Él va a llevar su mensaje a los hombres. Jesús está rodeado de gente. Mira a su alrededor, mira al mar y ve una barca quieta, varada. La pide prestada para predicar desde ella. La barca inútil tiene una utilidad, sirve para algo. Imagino su voz fuerte gritando desde el mar, junto a la orilla. Para que le oigan. Y las masas en la orilla escuchando sus palabras. Mi vida no es más útil cuando aprovecho mi tiempo, cuando hago todo bien, cuando consigo satisfacer las expectativas de los que me rodean. Habrá momentos en los que piense que soy un gran apóstol. Viviré feliz haciendo el bien, llevando esperanza. Mis obras brillarán, mis palabras, mis gestos. Seré una semilla que da fruto en medio del desierto. En esos momentos mi vida será joven y estará llena de fuerza. ¿Pero qué pasará si no es así, si ya no doy fruto y ya nadie se fija en mí? Llegarán momentos en los que no me consulten, no me busquen, no me esperen y se alegren cuando otros vengan a ocupar mi lugar. Entonces tendré que repensar mi vida y agradecerle a Dios por la oportunidad de seguir ahí, junto a la orilla. No importa el tiempo. Me pide que tenga paciencia. Que me reinvente. Que busque nuevas formas de hacer las cosas. Si ya no me resulta como antes tendré que inventar un nuevo camino. Soñar nuevos sueños. Escalar nuevas montañas. De nada sirve si no la vida. No me quiero conformar. El otro día un tenista ganaba un partido imposible. En el momento más crítico del mismo pensó: «He seguido luchando. Puedo perder, puede ganarme, pero no voy a rendirme. Aunque esté destrozado, no pienso rendirme». Esa mentalidad es la que me gustaría tener en la vida. Ver el partido perdido y no dejar de luchar. No enfadarme conmigo mismo, no tirar la toalla, no lanzar la raqueta. Seguir en la pista confiando en que mientras haya vida hay esperanza. Esa actitud no es tan sencilla. Hace falta una madera especial. Creer aunque todos piensen que es imposible. Creer aunque yo mismo haya dudado de mis posibilidades. Esa forma de enfrentar la vida es la que no es tan común. No reacciono yo así. Si las cosas comienzan a ir mal me enojo con el mundo. Busco culpables fuera de mí. Justifico mi actitud alegando que no había nada que hacer, que nadie en mi lugar lo hubiera logrado. En esos momentos es cuando me siento barca varada en la orilla, barca inútil. No quiero pensar así porque se irá perdiendo la vida sin darme cuenta. No me quedo anclado en ese pensamiento negativo. Mi barca aún puede acoger a Dios. Puede aún ser un instrumento en sus manos. No quiero dudar de lo que hay en mí, esa fuerza inagotable que me impulsa a levantarme con una sonrisa en los labios cada mañana. Esa fuerza que me hace creer lo imposible.

Y en ese momento Jesús invita a los pescadores a navegar mar adentro: «Cuando acabó de hablar, dijo a Simón: - Rema mar adentro, y echad vuestras redes para la pesca. Respondió Simón y dijo: - Maestro, hemos estado bregando toda la noche y no hemos recogido nada; pero, por tu palabra, echaré las redes. Y, puestos a la obra, hicieron una redada tan grande de peces que las redes comenzaban a reventarse. Entonces hicieron señas a los compañeros, que estaban en la otra barca, para que vinieran a echarles una mano. Vinieron y llenaron las dos barcas, hasta el punto de que casi se hundían». Creen en la palabra de Jesús y echan las redes. Creen que es posible aún cuando ellos han comprobado que no lo era. Creen en ese poder de Jesús que se impone contra toda lógica. Era un maestro, no un pescador. ¿Por qué hacerle caso? Pedro y sus amigos obedecen. Y en la obediencia hay fecundidad. Me sorprende su obediencia. Creer cuando yo pienso que no es posible. Mucha gente me dice que hay cosas imposibles, que no se pueden hacer. Tal vez porque nunca se han hecho de esa forma o simplemente porque ellos han fracasado en el intento. Y entonces optaron por no hacer nada. Y parece que no quieren que yo lo intente, que trate de nuevo. Para demostrarse a sí mismos que es imposible. El imposible está en la boca de muchas personas. Quizás el paso de los años hace que lo imposible sea más real que en tiempos de juventud. Como si la experiencia del fracaso me diera autoridad para decirle a los demás que no lo intenten. Jesús cree que es posible. Y ellos, pescadores, que conocen el mar, escuchan a un hombre que no es pescador. ¡Qué autoridad tendría Jesús para que le hicieran caso! Me impresiona. En su palabra se ponen manos a la obra, navegan mar adentro y echan las redes. Esperan encontrarlas vacías al tirar de ellas, pero están llenas. Cientos de peces que casi no pueden cargar. ¿Siempre que obedezca habrá el mismo resultado, la misma fecundidad? No está asegurado. El fruto, la pesca milagrosa, son obra de Dios. Pero lo que sí se me pide es que ponga todo para que funcione. Que no me desanime nunca. Que crea aunque parezca imposible. Quizás pienso que me falta fe. Cuando las cosas comienzan a ir mal, dudo de mis fuerzas y capacidades. Prefiero pensar que es imposible lograr el éxito para no creer que es culpa mía. Comentaba en una ocasión Toni Nadal, tío del tenista Rafa Nadal: «Nunca una excusa nos hizo ganar un partido y es la realidad. Aspectos como la perseverancia, el esfuerzo, el sacrificio, la disciplina, el respeto al rival fue lo esencial». No buscar excusas y perseverar siempre. No decir que no se puede simplemente porque a mí no me ha resultado. Y sobre todo pensar que en la fecundidad no es mía, es de Dios. Él hace milagros, yo no los hago. La suerte no llega, hay que buscarla. La posibilidad de ganar ya está en el deseo de alcanzar la cumbre. En la vida dejo de alcanzar los objetivos cuando pierdo el interés. No me creo capaz de llegar tan lejos. Y dudo de mí y de los que me rodean. En lugar de escuchar las palabras de ánimo sólo oigo las que me llevan al desaliento. Para creer en el milagro de la pesca hay que volver a echar las redes. Como en Caná había que llenar las tinajas de agua. Hace falta mi actitud, mi mirada, mi confianza. No es magia, es trabajo, es fe. Es esfuerzo y entrega hasta el último aliento. Siempre se puede dar más. Siempre queda algo de fuerzas en mi interior. No me desanimo y miro la vida con esperanza. Creo en la victoria final aunque muchos me digan que no es posible. Si no lo intento seguro que no lo consigo. Puede que fracase, que no haya peces, que no haya milagro. Eso es así, siempre es posible no llegar al final y no alcanzar la meta. Pero hoy Jesús me invita a hacerlo en mi vida. Me dice que navegue mar adentro, que eche las redes por donde Él me pide. Me anima a no desfallecer, a seguir luchando por alcanzar el objetivo. Nadie me va a regalar nada en esta vida. Sólo Dios podrá hacer fecunda mi entrega. Sólo a Él le importa mi entrega. Quisiera remar mar adentro con alegría cada mañana. Dejar la orilla me asusta. La barca varada parece más segura. Estoy más tranquilo cuando Jesús coloca sus pies en mi madera y predica. Ahí no tengo miedo. Pero ir mar adentro tiene más riesgos. Me asusta el mar bravo en la noche. La hondura y las olas que superan mis resistencias. Me da miedo no ver las orillas, no tener un seguro por si algo sale mal, una segunda oportunidad por si falla el primer intento. Me asusta confiar y que al final la pesca no sea milagrosa. ¿Podré soportar el fracaso ante los hombres? ¿Cuándo se considera que una vida ha sido un fracaso? No lo tengo claro. Hay muchas formas de medir la felicidad y saber cuándo es plena la vida vivida. Pero está claro que no se puede medir la felicidad por el éxito de las empresas emprendidas. Ni siquiera por el éxito en los proyectos. Tener relaciones humanas sanas, vínculos hondos y verdaderos sí es una medida. Todo eso que llamo éxito sólo se logra si entrego la vida. No si me guardo por miedo en la orilla. No si tengo miedo a perder lo que poseo. El que no apuesta sus horas y su vida, no gana nada.

Recogida la pesca milagrosa Jesús los invita a seguir sus pasos. Quiere que sean pescadores de hombres: «Al ver esto, Simón Pedro se echó a los pies de Jesús diciendo: - Señor, apártate de mí, que soy un hombre pecador. Y es que el estupor se había apoderado de él y de los que estaban con él, por la redada de peces que habían recogido; y lo mismo les pasaba a Santiago y Juan, hijos de Zebedeo, que eran compañeros de Simón. Y Jesús dijo a Simón: - No temas; desde ahora serás pescador de hombres. Entonces sacaron las barcas a tierra y, dejándolo todo, lo siguieron». Pedro tiene miedo porque no se siente puro. Es pecador, indigno. Ha visto el milagro y se asusta: «¡Ay de mí, estoy perdido! Yo, hombre de labios impuros, que habito en medio de gente de labios impuros, he visto con mis ojos al Rey, Señor del universo». Pedro se siente impuro ante Jesús como yo mismo tantas veces. Tengo labios impuros, corazón impuro, alma impura, mirada impura. La impureza tiene que ver con el corazón, con los ojos, con el alma. Pensar mal de mi hermano, juzgar una y mil veces, mirar con malos ojos los comportamientos de los demás. Ser egoísta, buscar mi placer antes que el de aquel a quien amo, buscarme a mí mismo al entregarme. La mirada impura me vuelve infeliz. Me siento pequeño y frágil, sucio por dentro. No doy la talla para que Jesús quiera llamarme. ¿Quién no se ha sentido impuro muchas veces? ¿Quién no se ve indigno de estar junto a Jesús? Por eso me cuesta tanto ir a comulgar. Como si la comunión fuera un premio para los de vida intachable y no un auxilio en la necesidad del mendigo. Yo soy mendigo. Así me siento. Soy menesteroso e impuro. Necesito que Dios me toque por dentro y me limpie: «Uno de los seres de fuego voló hacia mí con un ascua en la mano, que había tomado de! altar con unas tenazas; la aplicó a mi boca y me dijo: - Al tocar esto tus labios, ha desaparecido tu culpa, está perdonado tu pecado». Estas palabras me conmueven. El perdón de Dios siempre me salva. Es como un ascua que me purifica y me quema. Me limpia siendo yo impuro. Jesús mira a Pedro limpiándolo. Le pide que se levante. No es indigno. Él lo hace digno. Jesús me dignifica. Me pide como a Pedro que no tenga miedo. Me lo dice cuando me llama y me pide que siga sus pasos, que reme mar adentro siguiendo su luz, haciendo caso a su palabra: «Entonces escuché la voz del Señor, que decía: - ¿A quién enviaré? ¿Y quién irá por nosotros? Contesté: - Aquí estoy, mándame». Y así comienza mi seguimiento. Reconozco mi pobreza e indignidad. Me siento impuro pero me pongo en camino pese a mis miedos y reticencias. ¿Por qué me llamará a mí? ¿Acaso no conoce mi indignidad? La conoce, sabe cómo soy por dentro, en mi fragilidad. Me mira con misericordia y me llama. Sigo sin entenderlo. Me ama más allá de mis límites y me pide que no le tenga miedo al mar, ni a las olas, ni a los posibles fracasos. Que si Él me quiere a su lado es por pura misericordia no porque yo lo merezca. Sólo quiere que no ponga excusas cuando me llame. Que no diga que no soy capaz sólo para quedarme cómodamente quieto en mi mediocridad. Que no le eche la culpa a los demás de mis infidelidades. Que no viva comparándome con otros más capaces para justificar mi molicie y negativa. Si me pide que lo siga no es porque yo sea mejor que otros, sino porque su amor es muy grande y quiere entregármelo. Eso me salva y me levanta cada mañana. Me siento pequeño pero al mismo tiempo feliz por su llamada. Como dice S. Pablo: «Por último, como a un aborto, se me apareció también a mí. Porque yo soy el menor de los apóstoles y no soy digno de ser llamado apóstol, porque he perseguido a la Iglesia de Dios. Pero por la gracia de Dios soy lo que soy, y su gracia para conmigo no se ha frustrado en mí». La gracia no se frustró en Pablo. Era Saulo, perseguía cristianos, era impuro en su mirada y en su entrega. Pero Jesús se le aparece y lo tira del caballo de su orgullo. Y lo llama a s ser su apóstol. Un aborto, como él dice. Así sucede conmigo. Yo también soy indigno pero siento que el milagro se obra en mi interior. Su llamada es fecunda en mí, como esa pesca milagrosa. No soy yo el que obra el milagro. Es Él dentro de mí con su poder el que lo cambia todo. Me gusta la prontitud de los apóstoles hoy para responder. No dudan. Dejan las redes caídas, dejan a su padre y siguen a Jesús alejándose del lago que era su hogar hasta ahora. Lo dejan todo y le siguen. Serán peregrinos, no tendrán dónde reclinar su cabeza. Pero no importa. Se sienten felices porque van a poder estar siempre a su lado. ¿Hará Jesús más milagros? No importa. Sólo saben que estar con Él merece la pena. Su vida tiene otro sentido. Dejan los peces. Se amplía el horizonte. Renuncian a lo de siempre. Se abrazan como niños confiados a lo nuevo que se presenta ante sus ojos. Pierden el miedo.  

 



[1] Fernando Alberca de Castro, Todo lo que sucede importa

[2] Papa Francisco, Encíclica Todos hermanos

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