Homilía del padre Carlos Padilla - 7 de mayo de 2023

Domingo 7 de mayo de 2023 | Carlos Padilla

V Domingo de Pascua

Hechos de los apóstoles 6:1-7; I Pedro 2:4-9; Juan 14:1-12

«Señor, no sabemos a dónde vas, ¿cómo podemos saber el camino? Le dice Jesús: - Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Y nadie va al Padre si no es por mí»

7 mayo 2023    P. Carlos Padilla Esteban

«Quiero saciar el hambre de amor que me arde dentro. A veces Jesús me zarandea para que crezca. Me dice que puedo madurar, ser más suyo, ser más humano, más misericordioso»

Cuando no hago mucho y recibo más de los esperado. Cuando sólo puedo agradecer y siento que eso no es suficiente. En esos momentos me siento en deuda. Dios me ha dado mucho más de lo soñado. El corazón no sabe de medias tintas. O se da por entero o se cierra. Cuando no me doy en mi totalidad me acabo secando. Cuando soy tacaño con lo que doy, con lo que amo, con lo que entrego. Cuando espero a que el otro me dé más a mí de lo que yo he puesto sobre la mesa. Cuando la vida parece injusta para mí. Hay tantas personas que sufren de forma injusta, mucho más que yo. ¿De qué sirven las quejas cuando las cosas no salen como espero? He escrito en un papel en blanco todos mis sueños, para no olvidarlos. Y le he dicho al mundo lo que quiero, lo que espero, lo que deseo. Para que lo sepan, para que se enteren. Llevo en el alma grabadas las estrellas de mi firmamento. Sólo debo tener como armadura mi humildad, mi peor enemigo es mi orgullo. Sólo tengo que aceptar las cosas como son, sin enfadarme por la forma cómo se dan las cosas en mi vida. Las frustraciones suceden todos los días. De mí depende cambiar la actitud y sonreír cuando lo que brota dentro es el llanto. No puedo cambiar lo que no controlo. No quiero controlarlo todo, más bien deseo dejar que las cosas sigan su curso, su cauce, su vida. He escondido bajo tierra una semilla que llevaba guardada. No espero que nazca la planta si yo no la cuido. El amor que no se educa se acaba muriendo. No podré hacerlo todo bien aun cuando me lo proponga. Decir la verdad siempre me hace más libre, más feliz. Escribir en un papel lo que decido es el primer paso para que no se pierdan mis buenas intenciones. Acostumbrarme al pecado me hace más esclavo. Dejar de intentarlo me pierde. He luchado, he dado todo lo que tenía, no lo he logrado. Nadie podrá echarme nada en cara. Sólo podrán decirme que lo vuelva a intentar. No por haberlo probado muchas veces tengo que desistir. Siempre puede haber una salida en medio de mis laberintos. Un camino inexplorado, una ventana que aparecía oculta, una puerta escondida. Sé que la vida se juega en el único día del que dispongo. De nada sirven los meses recorridos si al final pierdo la fuerza y la emoción dejándome llevar por la vida, por las tentaciones. El orgullo de ser capaz de muchas cosas no me salva, me hunde. Sólo la humildad, y la necesidad que tengo de un poder más grande que el mío, es lo que me levanta por encima de todas mis miserias. El día de ayer lo olvido, paso página, sigo caminando. No me quedo rumiando mis errores y derrotas. Puedo empezar siempre de nuevo. Necesito sacar del fondo del alma una fuerza dormida que desconocía. No sé cómo tener amor dentro cuando he recibido odio. No sé cómo tener esperanza cuando he sufrido desencantos. La vida es larga y siempre me da una nueva oportunidad. No por haber sentido que no podía hacer algo resulta que nunca voy a poder lograrlo. Siempre hay oportunidades para los pequeños. Salidas para los que luchan. Y abrazos fuertes y firmes, con lágrimas incluidas, para los que han perdido y siguen deseando volver a intentarlo. El mañana está hecho para los valientes. La soledad es parte de mi camino. Si no aprendo a estar solo en algún momento, nunca podré estar bien con nadie. Si no aprendo a amarme como soy, sin despreciar mis debilidades, no podré amar bien a mi hermano, que tiene también muchas flaquezas. La vida no se detiene. Se irán aquellos a los que amo y no por eso pensaré que siempre voy a estar solo. Trataré de aprovechar las horas que Dios me regala. Esos momentos sagrados en los que el sol se levanta por encima de las nubes y me promete un día de fiesta. Me decido a empezar de nuevo aunque no sé bien si venceré esta mañana. El sol se pondrá de nuevo haga lo que haga. Y detrás de la noche comenzará a surgir la esperanza. No necesito cambiarlo todo para volver de nuevo a pelear los objetivos. Pero sí quiero romper las cadenas que no me dejan correr hasta donde quiero ir. La vida es más bella cuando mi corazón es agradecido. Cuando aplaudo las victorias sin quejarme de las derrotas. Cuando me alegro por los pequeños pasos que soy capaz de dar siendo tan pequeño. La libertad me hace libre de todas mis cadenas. Y mis miedos son parte de la piel de mi alma. No puedo caminar sin miedos. Será más fácil hacerlo cuando reconozca que soy débil. Entonces Dios me mirará sonriendo y me abrazará con ternura. Aunque llore al hacerlo, y me caigan las lágrimas, sonrío.

Todos tenemos nuestras heridas, nuestros conflictos, nuestras tensiones. Decía el Papa Francisco: «Todos tenemos conflictos, traumas, taras. Decía un viejo cura cuando era estudiante. Querido a las propias taras hay que acariciarlas como un perrito, no les hagas la guerra antes de tiempo, la vida irá acomodándolos». Tengo mis propias heridas, mis inconsistencias, mis debilidades. Reconozco mi pecado y me enfrento a él cada día, sobre todo esos días en los que me siento más frágil, más cansado. Y veo que no sé amar de forma correcta, ni a las personas correctas. S. Agustín decía: «Nadie hay que no ame, pero lo que interesa es cuál sea el objeto de su amor. No se nos dice que no amemos, sino que elijamos a quién amar. Pero ¿cómo podremos elegir, si antes no somos nosotros elegidos? Porque, para amar, primero tenemos que ser amados». Quiero elegir a quién amar. Necesito antes sentirme amado, elegido, preferido. Toco esas heridas y conflictos interiores que me martirizan y esclavizan. Si lograra poner en orden toda mi vida. Calmar los demonios que se rebelan en mi corazón. Si pudiera volver a elegir a quien amo, a quien me ama y amarlo de la forma correcta, sin herirlo, sin forzar la vida. Quisiera que se desataran todos los nudos de mi corazón. Calmar la sed que siento. Saciar el hambre de amor que me arde dentro, como un fuego que no se apaga. Sé que a veces Jesús me zarandea para poner mi amor a prueba. Me dice que puedo madurar, ser más suyo, ser más humano, más misericordioso. Que en ocasiones me parapeto detrás de la justicia porque no soy capaz de enfrentar mis propias incoherencias y no logro perdonarme en mi pecado. Me gustaría tener más misericordia conmigo mismo. Calmar esos dolores interiores que me perturban. Llevo en mi corazón la herida que otros provocaron. Por eso grito, ataco, y hiero. Por eso me levanto contra el mundo exigiendo perdón, justicia, amor. De cualquiera, de todos. Como si mi vida estuviera tan rota que fuera imposible ponerla en orden. Saber a quién amar no es tan sencillo. No sé elegir. Tal vez no me han elegido a mí primero. No siento el amor de un Dios que lo ha dejado todo para venir a buscarme. Si tuviera todo claro ya estaría en el cielo. De momento es el claroscuro de la vida el que me turba, lo que me acompaña. Veo a mi alrededor tanta corrupción, Tantos abusos de poder. Incluso aquellos, que parecen poner las normas de comportamiento a los demás, no son fieles a lo que predican con palabras. Las obras son las que hablan más que lo que digo, que lo que grito. Mis obras, mis silencios, mi respeto. Mi vida entregada es la que se convierte en testigo de mi amor o de mi corrupción. Hay abusos que dañan a los que pequeños, a los débiles. El alma herida hiere porque le duele en lo más hondo el daño que le hicieron. Y entonces no se justifica lo que hace, sí se entiende mejor, pero no vale como excusa. El daño que hago a mi hermano no tiene justificación. No vale todo cuando estoy herido, o enfermo, cuando me han hecho daño antes. Sólo comprendo mejor lo que sucede, eso sí. Ninguno de los errores que cometo carecen de perdón. Todos pueden ser perdonados. Puedo ser salvado, redimido y Dios puede servirse de mi fragilidad para salvar a otros. No todo está en mi mano. No puedo volver al pasado para enmendar decisiones. No puedo controlar lo que aún no sucede. No puedo cambiar tu vida ni sanar tus heridas. Puedo perdonarme, sí, es lo más difícil. Y puedo perdonarte. Puedo volver a elegir a quien me ama, a quien amo. Puedo optar por él y darle mi mejor versión, lo mejor que hay en mí, no siempre seré capaz de hacerlo. Tengo el corazón lleno de conflictos. Los tomo en mis manos, mis nudos, mis incoherencias. ¿Podré perdonarlo todo algún día? ¿Podré dejarme amar sin miedo? El aire se vuelve denso y el sol se oculta. Las sombras me llenan de miedos y los vientos contrarios me paralizan. Elegir a quién amar. Volver a hacerlo. Todos aman, no todos saben amar. No es fácil amar bien, renunciando, sacrificando el orgullo, callando y dejando que mis silencios salven a la persona amada. Sin caer en el juicio y en la agresión. Sin gritar a quien me grita o no me grita. Queriendo salvar el abismo que me separa de aquel al que deseo amar en lo hondo del corazón pero no sé cómo hacerlo. Elegir bien, ese es el camino. Y permanecer fiel en las decisiones tomadas. Aunque me duelan las manos y los pies. Sé que el camino es largo y las fuerzas flaquean. No siempre tendré las respuestas a todas las preguntas que me inquietan. Ha salido el sol después de la tormenta. He escuchado voces de aliento que me han alegrado el alma, muy dentro. No tengo miedo a fallar, sólo a no intentarlo nunca. Sé que si amo y me aman podré llegar a abusar del poder que da el amor. Podré hacerlo mal y exigir lo que no se puede exigir nunca. Temo mi alma débil, mi corazón endeble y herido. Temo que no siembre paz con mis palabras y mis gestos. Que no sepa amar y pida más de lo que puedo pedir. Y no dé todo lo que podría dar, sacrificándome, renunciando. Sé que no es la justicia lo que ordena el caos del alma, sino la misericordia, el amor incondicional que vence más allá de cualquier caída. Entender que seguir a Jesús es caminar a su lado es lo que me salva de todos mis miedos.

Construir una casa a Dios, a María parece senillo pero no lo es. Ponerme a construir una casita sagrada como lo hizo Juan Diego es algo heroico. Construirla con mi esfuerzo, con mi alma, con mi vida es el sueño de toda una vida. Quiero construirla demoliendo los pilares que están ya cansados, caídos, arruinados. Quiero hacerlo demoliendo todo lo que me estorba. Y cuando logre eliminar todos los escombros y quede limpio el terreno, daré el segundo paso. Comenzaré a excavar para dejar nivelado el terreno. Para llegar más hondo y profundizar en mi vida. Necesito llegar a lo profundo de mi alma. No quedarme en la superficie de las cosas, como antes. Es necesario iniciar un camino desde el interior de mi alma. Es el camino previo, antes de que todo se acabe o todo comience. Como hoy me recuerda el apóstol: «Acercándoos a él, piedra viva, desechada por los hombres, pero elegida, preciosa ante Dios, también vosotros, cual piedras vivas, entrad en la construcción de un edificio espiritual, para un sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales, aceptos a Dios por mediación de Jesucristo. Pero para los incrédulos, la piedra que los constructores desecharon, en piedra angular se ha convertido, en piedra de tropiezo y roca de escándalo. Vosotros sois linaje elegido, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido, para anunciar las alabanzas de Aquel que os ha llamado de las tinieblas a su admirable luz». La piedra fundamental es Cristo. Sobre esa piedra quiero construirle una casita sagrada a Dios. Sobre esa piedra despreciada, desechada. La piedra que nadie quiere y todos temen. Esa piedra ha quedado abandonada. Yo la elijo, aunque me quede solo. Sobre esa piedra construyo mi vida. Hay tantas personas que no creen, no buscan, no aman a Dios. Han abandonado esa roca que es Jesús y han construido su vida sobre otros valores. Se consideran ateos, han perdido la esperanza. y no ven en la Iglesia el lugar en el que hallar su felicidad. Hablan otro idioma diferente al mío y no me entienden o yo no los entiendo. Sus palabras no parecen dar vida a nadie. Las palabras de Jesús sí me llenan de vida. Esta Iglesia en la que creo no tiene siempre todas las respuestas. Y les parece a muchos que vive condenando en lugar de acoger y mirar con misericordia al que peca, al que se aleja, al que no cree. Quiero ayudar a construir una Iglesia que no se dedique sólo a cuidar a los que están bien. Creo más bien en esa Iglesia que sale al encuentro de los que no creen, de los que no tienen fe, ni esperanza. Me gusta esa Iglesia que se expone a perder todas sus seguridades y quedar herida después de la lucha y el esfuerzo. Me asusta no tener respuestas a tantas preguntas que me plantean con exigencias. Pero eso no es lo importante. Yo soy la Iglesia, yo construyo esa Iglesia con mi vida y al mismo tiempo estoy en camino con ella. No estoy solo y eso me da paz. Formo parte de esa comunidad que quiere construir un templo con piedras vivas, piedras sencillas, no valiosas. Piedras humildes que se ponen las unas sobre las otras para hacer firmes los cimientos. Una Iglesia en camino que acompaña y acoge a los que han perdido su fe o han sufrido abusos de la misma Iglesia que dice proteger al débil, al herido o se han sentido condenados en sus opciones de vida. Una Iglesia que se abaja al lugar donde se encuentran los caídos para acompañarlos con misericordia, aquellos que han pecado y no se sienten dignos. Me gusta pensar que soy tan sólo una piedra viva en la pared de esa pequeña casita sagrada. Voy a construir con mi vida un lugar sagrado donde Dios pueda habitar y regalar esperanza. Lo que me salva y me permite seguir luchando es la experiencia de saberme amado. Decía Valeria Olguín en una canción: «Es verdad, que tú estás conmigo siempre, que tu abrazo es mi hogar, que tus manos me sostienen. Es verdad que nunca me has abandonado y que puedo descansar abrazada a tu costado. Es verdad, que me quieres y me buscas sin descansar, que me escoges, que me prefieres y te conmueve mi fragilidad». Esa experiencia del amor de Dios en mi historia, en mi camino, es la que me hace sentir Iglesia. Sin saberme amado por Dios voy a buscar que me sacien otros amores y no voy a tener la paz para construir unos muros sólidos, unos cimientos firmes. Hoy me dice Jesús: «No se turbe vuestro corazón. Creéis en Dios: creed también en mí». Sólo creo en Él cuando he tocado su amor en mi camino. Cuando he sentido que me acepta como soy en todos mis límites y debilidades, sin rechazarme cada vez que elijo el camino que no me construye. No tengo miedo y confío en su verdad, en su amor. No quiero turbarme ante las dificultades que surgen. Dios puede construir una Iglesia conmigo, soy esa piedra viva que Él necesita para que el mundo sea mucho mejor. Una piedra sólida y firme. Una piedra sencilla e imperfecta. Una piedra que es frágil y está rota. Una piedra desechada como la piedra de Cristo. Me gustaría levantarme sobre mis límites sabiendo que Dios va a mi lado y construye conmigo. Cuando su mano está sobre mi mano ya nada temo. Cuando es Él el que levanta los muros, el tejado, abre ventanas y coloca las puertas, todo es más fácil. Quiero construirle una casa al Señor. Una casa en la que Él pueda descansar y colocar su morada. No tengo miedo a lo que pueda pasar. Confío, Él construye dentro de mí. Demoliendo, excavando, levantando muros, afirmando la arena para que no se derrumbe la casa.

Jesús me promete que estará conmigo, que volverá por mí. Esa certeza me da paz, sus palabras me animan: «En la casa de mi Padre hay muchas mansiones; si no, os lo habría dicho; porque voy a prepararos un lugar. Y cuando haya ido y os haya preparado un lugar, volveré y os tomaré conmigo, para que donde esté yo estéis también vosotros». Me asegura que caminará conmigo y que al final de mis días me estará esperando. Donde Él va allí estaré yo, a su lado. Esas palabras me llenan de luz. Será posible, será real. No me dejará nunca solo, estará conmigo siempre. Hay un lugar para mí en el cielo. Hay un lugar preparado. A menudo el corazón se turba al pensar en el futuro. Todo parece incierto. Nadie ha vuelto para decirme cómo es el cielo. Me cuesta creer en él a veces, como si después de la muerte no hubiera nada, sólo un vacío oscuro y triste. No es así. Creo en el cielo, en la vida eterna, en el paraíso. Creo que hay un lugar preparado para mí, hecho a la medida de mis sueños, de mis anhelos, de mis deseos. La única certeza es la fe. Confío en ese Dios que me ha prometido esa felicidad para siempre y me ha asegurado que no tengo nada que temer. Sólo Dios conoce mi camino. Sólo Él sabe cómo es el color de mi alma. Me mira y se adentra en mi corazón escudriñando todos mis sentimientos enfrentados. Sabe cómo soy y me ama. No me deja solo nunca. Eso me da paz. Está preparando mi lugar. Y yo vivo preocupándome por encajar en el cielo. Vivo buscando cómo ganarme ese lugar. Ya lo está preparando y sólo la misericordia es la llave para entrar. Jesús sabe cómo soy, conoce todas mis debilidades. Pero no por eso me deja fuera de sus sueños. Sólo me pide que crea. Pero me pasa como a Felipe: «Le dice Felipe: - Señor, muéstranos al Padre y nos basta. Le dice Jesús: ¿Tanto tiempo hace que estoy con vosotros y no me conoces Felipe? El que me ha visto a mí, ha visto al Padre. ¿Cómo dices tú: - Muéstranos al Padre? ¿No crees que yo estoy en el Padre y el Padre está en mí? Las palabras que os digo, no las digo por mi cuenta; el Padre que permanece en mí es el que realiza las obras. Creedme: yo estoy en el Padre y el Padre está en mí. Al menos, creedlo por las obras». En Jesús está el Padre. Él es el camino hacia el cielo. Me lo dice: «Le dice Tomás: - Señor, no sabemos a dónde vas, ¿cómo podemos saber el camino? Le dice Jesús: - Yo soy el Camino». Jesús es la meta y el camino mismo. Sólo en Él camino hacia el cielo. En sus palabras, en sus obras, en su forma de vivir y amar. En Él está dibujado el rostro del Padre. No puedo tener miedo. Ha venido para mostrarme cómo me mira Dios. En sus ojos humanos he visto la misericordia y mi corazón se llena de alegría. En Él confío para caminar. A menudo sigo otros caminos, otras rutas. Pienso que voy bien pero me estoy alejando. Lo importante en la vida es vivir el camino con alegría. Ser peregrino es la sabiduría que necesito. El peregrino no piensa en la meta, sabe hacia dónde va, no se olvida. Igual que el que construye una catedral no se olvida del fin último cada vez que talla una piedra pequeña. Es parte de una gran catedral. Pero es la piedra lo que importa en ese momento. Igual que lo que importa es el paso preciso que estoy dando en la dirección correcta. Si me confundo de camino me pierdo. No veo el final desde lejos. Sólo veo los próximos pasos que tengo que dar. Alcanzo a ver la próxima encrucijada del camino. Y sé que así es cómo me conduce Dios hacia la meta. Importan los pasos que doy. Los que di ya están olvidados. He pasado página de mis errores. He dejado atrás mis pasos confusos. Camino convencido de que Jesús camina a mi lado, como los discípulos de Emaús. Soy un peregrino que echa raíces en la tierra que pisa. Eso es lo importante. Cuentan los lugares y las personas que encuentro al caminar. Importan ellos con sus vidas, con sus sueños. No pierdo la alegría cada vez que el camino es subida y todo se vuelve empinado y exigente. No me turbo cuando llega la tormenta y el frío congela mi alma. No pasa nada, son dificultades del camino, no olvido la meta, sé hacia dónde camino. A lo lejos Jesús sigue diciéndome que no desespere, que Él va conmigo, a mi lado, en mis pasos, en mis manos, en mis sueños. Elegir el camino correcto es una decisión de cada día. Seguir las señales, las flechas que marcan la dirección. Saber hacia dónde voy aunque no pueda tocar el final de mis pasos. No importa. Los sueños me dan alegría. Yo confío en todo lo que Dios puede hacer por mí. Es su camino el que importa. Ese que elijo cada mañana y bendigo cada noche. Puede que algún día yerre la dirección y dé pasos en falsos. No tengo miedo, Jesús irá a buscarme para reconducir mi vida. Lo hará con paz, con dulzura, con su mirada tierna y llena de bondad. Mis elecciones me acercan a la meta. Los pasos que doy alegran mi sendero. Sé que todo tiene un sentido aun cuando tenga que aceptar que los caminos son confusos en ocasiones. No me importa. Jesús es el camino. En Él vuelvo a la dirección correcta, cada vez que opto por Él y me adentro en su alma. Cada vez que en oración le digo que necesito su luz para caminar y su sonrisa, su presencia misteriosa. Él me muestra el camino y el rostro del Padre. Yo muestro el camino a otros, muestro el rostro de Jesús en mis debilidades. No me asusto, no me angustio midiendo todo lo que necesito recorrer. Me adhiero a Jesús para caminar seguro.

Hoy Jesús me recuerda que Él es la verdad que debo elegir: «Soy la Verdad». Y sé que sólo la verdad me hará libre. La verdad sobre mi vida. ¡Qué fácil cambio los acontecimientos de mi vida! ¡Con qué facilidad altero lo que me sucedió! Escondo la mano después de tirar la piedra. Digo que no sucedió lo que otros acaban de presenciar. Como si pudiera esconder mis errores y tapar mis desaciertos. Como si quisiera no tener responsabilidad por mis actos, por mis palabras, por mis decisiones. Deseo que todo pase, que nadie se entere, que la vida continúe y yo conserve limpia mi fama, mi nombre, mi gloria. La verdad me hará libre. Aceptar que no estoy bien del todo. Que tengo pecados inconfesables. Que mis adicciones no me dejan ser libre. Que mis apegos enfermizos me atan desordenadamente a la tierra. La verdad es reconocer que no todo lo que pienso es lo correcto. Que las mentiras se han convertido en un mecanismo aprendido que no puedo desaprender. Lo tengo muy dentro. No logro quitarme esos mecanismos aprendidos. Hago algo que está mal y finjo que no lo he hecho. Digo algo incorrecto y pretendo arreglarlo, acallarlo. Pero las palabras salieron de mi boca y no pueden volver. Y mis actos están fuera de mí y ya no me pertenecen, son propiedad de otros, no mía. Y siento que se me escapa la vida lejos de la verdad. ¿Quién soy yo en realidad? ¿Cuál es mi nombre verdadero? No me conozco y la verdad se me escapa. He adoptado disfraces, máscaras, adornos que disimulan mi olor, mi fealdad, mi miseria. Pretendo que me acepten, me aprueben, me quieran. Deseo ser lo que no soy, sin aceptar que soy débil, olvidadizo, frágil, incapaz de muchas cosas que no hago, aun cuando los demás piensen que sí las hago. çla imagen que proyecto me parece más importante que mi verdad íntima. Es Dios el que me conoce en mi pobreza. Miro a mi alrededor, la vida, el mundo y quiero poseer la verdad. En un mundo en el que la verdad es algo líquido, que se escapa de las manos. Comentaba el Papa Francisco: «El cúmulo abrumador de información que nos inunda no significa más sabiduría. La sabiduría no se fabrica con búsquedas ansiosas por internet, ni es una sumatoria de información cuya veracidad no está asegurada. De ese modo no se madura en el encuentro con la verdad»[1]. Quiero encontrarme con la verdad de las cosas, de la vida, del amor. Busco y elijo lo verdadero. Decía el P. Kentenich: «Cuando ya no se reconoce a Dios, queda anulada la dignidad de la persona humana. Cuando las ideas ateas se han hecho patrimonio común, entonces la verdadera imagen del hombre se extingue»[2]. Cuando ya no está Dios en el centro de mi vida las cosas se vuelven relativas, todo vale, todo está bien. La verdad me hará libre y es Dios el que me dará mi dignidad. Mi verdad tiene que ver con Él. Con lo que Él ha soñado para mí. No todo me dignifica, ni me ayuda a crecer. Amar la verdad supone vivir de acuerdo con aquello que se corresponde con mi identidad, con los caminos elegidos, con mi originalidad. El amor está unido a la verdad. Cuesta amar la verdad, en realidad. Es mejor camuflarla, maquillarla, para que no duela a los ojos. Las mentiras son más suaves, más dulces. Con mentiras me adulan y me siento mejor. No logro aceptar las cosas ásperas que duelen. Prefiero la palmada en la espalda, la caricia. Antes que entender que asumir la verdad en mi vida es exigente, implica renuncias y una fidelidad que se convierte en roca dentro de mi alma. No logro vivir de esa forma siempre. Prefiero otros caminos más fáciles donde no me confronto con nadie. Acepto medias verdades y vivo de medias mentiras. Y me siento en paz con un mundo condescendiente en el que todo está bien. No siempre todo está bien. No siempre las elecciones que tomo me edifican. No siempre los caminos que sigo tienen que ver con el rostro de Dios en mi corazón. No todo está justificado. No todo vale porque hay cosas que me hacen daño, me hieren, me duelen. Pienso en las verdades que me sostienen como pilares sólidos. Pienso en la verdadera relación con Dios en mi vida. El amor a Jesús es el que me levanta y sostiene. Su verdad me da vida. La elijo, opto por seguir su camino. ¿Qué mentiras tengo dentro de mi corazón que no me dejan ser libre? La verdad de mi historia. La verdad de mis amores. La verdad de mi pobreza. Dios me quiere como soy, en medio de todas mis máscaras. Y quiere que yo ame con misericordia a los que viven mentiras y no logran salir de ellas. Tal vez no serían capaces de enfrentar siempre la verdad de sus vida, no podrían vivir sin mentiras. ¿Cómo hago para ayudar al que no se deja ayudar? ¿Cómo logro que elija lo que de verdad lo construye por dentro? No es tan fácil. La mentira es siempre más dulce que la verdad pura y dura. Las mentiras me hacen pensar que estoy bien, que todo está bien. Y así vivo con una paz pobre, pero que me sostiene. No sé cómo hacer para ser siempre verdadero. Le pido a Dios que me ilumine, que me llene de su luz y me haga libre.

Jesús es el camino, la verdad y la vida. Es el que me da la vida verdadera, que nadie me podrá quitar nunca. Además, si le pertenezco por entero, me sucederá lo que hoy me dice: «El que crea en mí, hará él también las obras que yo hago, y hará mayores aún, porque yo voy al Padre». Si creo en Jesús haré sus obras, y aún mayores. Me parece imposible. Mis obras son pequeñas. Me cuesta creer en el poder de lo que hago, de lo que digo. En el poder de mis palabras y de mis silencios. Podré hacer grandes milagros como los que relatan los hechos de los apóstoles hablando de la Iglesia primitiva. La misma fuerza del Espíritu Santo actuando dentro de mí. Si creo en Él. Si acepto que su vida es la vida que yo necesito, tendré más vida. Leía el otro día: «No importa lo lejos que corras a esconderte, la vida acaba por encontrarte»[3]. En ocasiones no acepto la vida que he tenido. Oculto mi pasado, cierro la puerta y no quiero ver lo que recuerdo, lo que me hizo daño, lo que me hirió dejándome abandonado. No sé perdonar de verdad. Guardo rencores enquistados. No importa que huya, mi pasado me perseguirá. Sólo puedo aceptarlo con humildad. Es lo que tengo, es lo que hay. Sólo puedo dar gracias a Dios por lo vivido. La vida es un don y es la que Dios me ha dado. Darle el sí hace que mi corazón se ensanche y se alegre. Sólo de los agradecidos es el paraíso. No lo dudo. Pero a menudo me pasa lo que también leía: «¿Qué entiendo por afán por el estándar de vida? Es el fuerte impulso para elevar cada vez más el nivel de vida, el estándar de vida, a elevarlo más y más para comprender y adorar ese estándar de vida como si fuese una religión, como un dios»[4]. Como no acepto la vida que tengo, quiero la vida que otros poseen. Quiero subir mi nivel de vida. Quiero estar a la misma altura que aquellos a los que envidio. Quiero lo que ellos poseen y me enveneno deseando sueños imposibles. Esa no es la vida que quiero. Jesús me dice que Él es la vida que me hará feliz. ¿Por qué? Su vida no fue exitosa y el éxito es lo que busco de forma enfermiza. Quiero que me salga todo bien, pero Jesús murió en la cruz. Murió solo, sus amigos huyeron, no lo juzgaron con justicia. Mancillaron su nombre, hirieron su fama, acabó todo sin gloria. Y me dice que mi vida tiene que alimentarse de su vida. Él es el camino que tengo que seguir, es la verdad a la que me tengo que adherir y es la vida que tengo que soñar. La suya, no la mía que es caduca. Sus palabras me regalan la vida eterna. Su cuerpo y su sangre entregados en la eucaristía pueden ser mi alimento diario. Hoy escucho en el salmo: «Los ojos de Dios están sobre quienes le temen, sobre los que esperan en su amor, para librar su alma de la muerte, y sostener su vida en la penuria». No estoy condenado a la muerte, tengo asegurada la vida eterna. Todo lo que hago es sembrar semillas de eternidad a mi paso. No quiero vivir con miedo. No quiero vivir angustiado por el mañana. Los días caducos pasarán, no importa. Llegarán el cielo y la vida eterna. Viviré para siempre. Por eso me pide Jesús que no busque la vida fuera de Él. Que no quiera el amor fuera de su corazón partido, de pastor, de hermano. Que no exija alegría fuera de la felicidad que me da estar en sus manos cada día. Me mira y me sostiene. Su vida temporal es eterna. Su vida entre los hombres acaba después de treintaitrés años. Y luego su vida verdadera será para la eternidad. ¿Por qué vivo angustiado, con ansiedad, temiendo que las cosas no salgan como las tenía pensadas? Quiero vivir la vida que Jesús me ofrece. Vivir en su presencia. Vivir en sus silencios. Alimentarme de sus palabras. Disfrutar de su esperanza. No tengo miedo al fracaso porque Jesús ya ha vencido. Me entristece la muerte en vida de tantas personas que conozco. Me da pena que elijan caminos erróneos que les quitan la alegría y la serenidad. Me duele que se alejen de Dios optando por vidas caducas que no llenan su corazón de luz. Hay algunas personas llenas de vida. Sus ojos rebosan de felicidad, de paz, de esperanza. Los miro y sé que tienen el corazón anclado en lo alto del cielo. En sus gestos, palabras y obras realizan el milagro de unir el cielo y le tierra en un momento concreto. Me gustaría vivir siempre así. Dando vida a los que me rodean. Que no me quiten la vida que tengo. Que no me maten antes de tiempo. Dios me quiere por encima de todos mis límites y logra que mi corazón se llene de esperanza en su presencia. Quiero pasar la vida más cerca de Jesús. Sólo Él tiene palabras de vida eterna. Eso me consuela.

 



[1] Papa Francisco, Encíclica Todos hermanos

[2] Dorothea Schlickmann, José Kentenich, Una vida al pie del volcán

[3] Mónica Gutiérrez, Todos los veranos del mundo

[4] J. Kentenich, Lunes por la tarde,Tomo 2: Caminar con Dios a lo largo del día

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