Homilía del padre Carlos Padilla - 8 de enero de 2023

Domingo 8 de enero de 2023 | Carlos Padilla

Domingo de la Epifanía

Los reyes magos

Isaías 60, 1-6; Efesios 3:2-3, 5-6; Mateo 2, 1-12

«¿Dónde está el rey de los judíos que acaba de nacer? Porque vimos surgir su estrella y hemos venido a adorarlo»

8 enero 2023    P. Carlos Padilla Esteban

«Hay que tener un corazón de niño para asombrarse y reconocer a ese Niño Rey. Así quiero vivir, adorando a Dios y reconociendo en los demás a ese Dios ante el que me postro»

Me gusta contemplar a la Sagrada Familia. Me gusta ese amor de José a María, casto, generoso, tierno, servicial, fiel, honesto, auténtico, delicado. Ese amor de gestos y miradas. Ese amor de hombre que ama a María como su esposa, en exclusividad, para siempre. Ese amor hondo y verdadero. Puro y lleno de nostalgia. Ese amor devoto, cuidadoso, íntimo. Ese amor lleno de misericordia y bondad. Me conmueve la mirada de José sobre María. Una mirada llena de ternura, de pasión. Esa mirada que admira y enaltece. Esa mirada que saca una sonrisa de María al sentirse mirada. Me conmueve la mirada de María hacia José. Lo mira como hombre, lo ama como esposo. Con un amor puro, grande, inmaculado. Con un amor sin barreras, sin miedos. Un amor que enaltece, que se alegra en la belleza de José, en su pureza y grandeza de alma. Sobre ese amor se construye la familia. Es el amor primero que hace posible que surja cualquier familia. Un amor de esposos que se aman hasta estar dispuestos a dar la vida el uno por el otro. Un amor que perdona siempre, sostiene siempre, aguanta siempre. Un amor que olvida rápido las ofensas recibidas, o las decepciones sufridas. Un amor que respeta al otro como es, sin querer cambiarlo y hacerlo a su manera. Un amor que se acerca con respeto sagrado al corazón amado. Sin forzar, sin exigir, sin juzgar, sin querer cambiar nada. Sólo aceptando la belleza escondida. Ese amor es el que me sana. El amor incondicional con gestos humanos que refleja el amor incondicional de Dios. Así se amaban José y María. Así tendría que amarse cualquier matrimonio. Así tendría que ser el amor entre hermanos en una familia, en un grupo, en una comunidad. El amor entre cristianos hijos de un mismo Padre. Un amor que une, acorta las distancias, lima las asperezas, suaviza los conflictos. Un amor que tiene como base la misericordia. La entrega gratuita que no espera la alabanza ni el agradecimiento por lo realizado. Un amor familiar que es mesa de alegrías y sacrificios. Allí donde yo me entrego como soy sin miedo al juicio, a la crítica, a la risa. Donde las cosas se hablan con claridad, sin tapujos, sin que prevalezca la apariencia. Un amor sincero por mi hermano como es, sin pretender que haga las cosas que yo espero que las haga. Un amor fraterno que me lleva siempre a la reconciliación. ¡Qué importante saber pedir perdón cuando he herido y perdonar al que me ha hecho daño! ¡Qué sanador llegar a olvidar las afrentas sufridas! Una fraternidad donde lo que es justo no es el máximo valor, sino más bien la caridad, la comprensión, la compasión. Esa capacidad para sufrir con el que sufre, para acompañarlo en su dolor, para sostenerlo cuando cae y abrazarme a él haya hecho lo que haya hecho. Un amor que concede siempre segundas oportunidades al que no actuó quizás como debía. Un amor que enaltece al hermano en todo lo que hace. Respeta sus puntos de vista diferentes sin separarse por ello de su corazón. Que no piense lo mismo no lo aleja de mí. Al contrario, yo me acerco comprendiendo y respetando posturas diferentes. Un amor que valora el trabajo de cada uno y respeta la forma que tiene cada persona de expresar su amor. Un amor en familia que se alimenta en el silencio del amor de Dios que habla a cada uno en su corazón. Un amor que se hace fuerte en el trabajo compartido. Cada uno aporta lo que sabe hacer. Un compartir en el que no hay celos ni envidias. Todo lo que cada uno hace es importante. La entrega responsable es la que cuenta. Más allá de que los resultados puedan no ser los esperados. Un amor que crece con el sacrificio, con la renuncia personal. Un amor que cuida al enfermo, alegra al triste, enaltece al que está deprimido, anima al que ha perdido el sentido. Un amor fraterno en Nazaret, allí donde la Familia es sagrada, allí donde María, José y el Niño me hablan de una escuela en comunidad. Una escuela del amor verdadero donde se valora y se cuida lo que de verdad importa. Un amor que crece en la humildad y detesta el orgullo y la vanidad. Un amor que construye puentes nunca muros, acorta las distancias y no promueve la lejanía. Un amor que es diálogo en el que cada uno puede ser quien es y decir lo que piensa sin miedo a ser juzgado o rechazado. Un amor que es paciente con los procesos de crecimiento, comprende a cada uno en el estado de vida en el que se encuentra y sabe ser paciente para no exigir más de lo que se puede exigir en cada momento. Un amor puro que no juzga intenciones y valora cada acto de amor en su grandeza. Un amor que es sostenido por el amor de Dios. El que no ha experimentado la misericordia de Dios en su vida tal vez no pueda ser él misericordia para los que ama. Creo en esa Familia de Nazaret que me presenta un ideal lejano como las estrellas. Y sé que me ayudarán a crecer en ese amor común. 

Caminar despacio. Detener el paso. Alzar la mirada o dejarla dentro. Allí donde los silencios acallan la voz. Allí donde el alma reposa cuando está inquieta. Y los caminos se dibujan sin que alcance a verlos. Adoro los días en los que sale el sol. Los cielos luminosos que acompañan el dolor o la alegría, depende. Me gusta sentarme al borde del río a ver el agua pasar. Siempre nueva, siempre distinta. No sé cómo se pueden contar las piedras que mueve el agua. No sé cómo contar las estrellas que brotan en la noche al morir el sol. Acaricio recuerdos como quien contempla la luz y la vida surgir de mi amor. Y repaso imágenes, personas, conversaciones, desilusiones, alegrías, sonrisas, miedos. Repaso como un buen historiador las huellas de todo un año. Agradezco con voz queda, sin hacer ruido. No hago caso al viento, ni a las olas que chocan con mi acantilado. Repaso los días pasados desgranando las cuentas del rosario. La misericordia es la palabras que resuena en mi alma. Tanto que agradecer. Tan poco que reprocharle a nadie, tampoco a Dios. Camino con paso lento, como midiendo los pasos. O valorando la vida que se vive en cada gesto, en cada suspiro. Siento que no he hecho todo lo que se podría haber hecho. No es tan grave, el tiempo me da otra oportunidad para hacer más, para hacer lo que pueda. Eso es lo importante. Descansar un momento, recobrando el aliento, pasos rápidos por un camino lleno de hojas caídas, entre árboles espesos, bajo un cielo de estrellas. ¡Qué más puedo pedirle a Dios en esta noche! Callo. No porque no tenga mil preguntas y mil deseos. El alma es tan grande que se me escapa en un murmullo. Se eleva al cielo mi canto, como una serenata llena de vida. He medido a palmos el tamaño de mis miedos. Y los he dejado a los pies de un Niño. Dijo que venía a salvarme y que tenía que estar dispuesto a reconocer mi indigencia, mi carencia, mi miedo, mi vacío. No quiero aferrarme al deseo de ser perfecto, porque me rompe por dentro. Destierro la perfección obsesiva de mi mirada. Que se vayan lejos los que juzgan, los que condenan. Que se alejen los que han echado a perder sus vidas. Que me dejen en paz lo que no quieren la paz. Que se alejen los que buscan la guerra. Tengo deseos ocultos que ni yo mismo reconozco. Los tomo en las palmas de mis manos. Parecen tan inocentes, tan ingenuos, tan puros. Quizás no lo sean. Sólo Dios los juzga. He aprendido a echar la vista atrás agradecido. Como el que ha tocado el mar y sabe que las olas no matan. Como el que ha llegado a la cima y ha visto que las alturas no despeñan. Aprendo a descifrar los nombres ocultos en mil frases. Nombres válidos, valientes que levantan mi alma. Misericordia, la palabra recurrente que vuelve de nuevo a resonar límpida en mis entrañas. ¿Cómo voy a negarle a la vida todo lo que me ha dado? No olvido. No guardo rencor. Perdono todo lo que puedo perdonar. Dejo pasar lo que no importa. Acepto lo que me cuesta. Salgo adelante después de haber caído. Siento de nuevo tu dolor como si fuera mío. Y lo tomo en mis manos asombrado. Mirando la puesta de sol, a lo lejos, sobrecogido. Miro las fotos que guardan toda una vida. Y la eternidad contenida en momentos sagrados que entrego a Dios. Siento que los años pasan lentamente y se quedan grabados dentro de mí. En capas invisibles que me hacen no sé sí más sabio, pero sí más hondo. Porque todo deja su huella y la huella importa, vale, tiene un sentido. He aprendido a dejar que pasen de largo las cosas que no merece la pena recordar. Y a tomar como sagradas las que merecen la pena. No quiero la queja en mí, ni tampoco el pesimismo. Abro la ventana feliz llenando el mañana de optimismo. No tengo nada que reprocharle a nadie. Cada uno es dueño de su vida, de sus decisiones, de sus actos. Y la dirección de sus pasos es algo que nadie les quita. Yo mismo decido, abrazo, hago, elijo, tomo, dejo, siento, olvido, recuerdo, amo, perdono, acerco. Y corro por los caminos dejando mi propia estela, como un reguero de estrellas, luces que no se apagan, no son mías. Porque todo lo que soy no me pertenece y todo lo que intento no es obra mía. Alguien más grande que yo ha elegido mi carne, mi tierra, ha sembrado en mi huerto, ha tomado de mis sueños. Ha hecho que mi vida parezca lo que no es. Y ha puesto en mí sentimientos que ni siquiera son míos. Sé que sólo puedo agradecer lo que tengo como un don sagrado que una mano amiga, una mano grande dejó caer en mi vida. Sigo la senda que marca ese Dios en el que creo, al que quiero, que no me olvida, al que no olvido. Al que siento a veces muy dentro, hasta las lágrimas, a punto de estallar a cada paso. Y otras veces el silencio me hace pensar que se ha ido. Pero no es cierto, sigue caminando en mis pasos, hablando en mis palabras, callando en mis silencios. No importa lo que yo haga. Todo seguirá valiendo. No tengo que agradarle porque es antes la misericordia. Sí, mucho antes de cualquiera de mis actos o pensamientos. Antes de mis deseos y mis sueños rendidos a sus pies, como hojarasca. Así es la vida, así mis sueños y ese deambular mío por la vida sólo es el pálido reflejo de la melodía que entona una voz muy escondida. Doy gracias a Dios por lo que tengo, por lo que vivo. Sigo esperando más, mucho más, de cada día.  

La misericordia es el abrazo de Dios. No es algo que me regala sólo porque he pecado y me he alejado de Él. Leía el otro día: «Hemos sido pensados por una mente misericordiosa, proyectados por una inteligencia plena de misericordia, amados por un corazón rico en misericordia, hechos por unas manos misericordiosas, «programados» para vivir como personas misericordiosas. En pocas palabras, hemos sido amasados de misericordia, como si la misericordia fuera la materia prima que nos constituye en el ser, como si hubiera en nosotros un instinto originario de misericordia». Me han educado para creer que soy misericordioso cuando perdono el castigo debido. Cuando amo pese a los motivos que tengo para no hacerlo. Cuando perdono la afrenta que me dejó herido dejando a un lado el rencor. Es como si la misericordia entrara en acción sólo cuando hay algo que perdonar. Sólo en ese momento me vuelvo misericordioso, sólo entonces Dios ejerce la misericordia. Pero es más que eso. El amor de Dios es incondicional y me ama en mi miseria. Y soy mísero porque soy limitado, estoy hecho de carne débil, no sé alzar la mirada al cielo y me consumen todas las tentaciones del mundo. Y creo, al ser tentado, que merezco el amor, y la vida, y todo lo que se me regala. Es como si mereciera seguir viviendo un día más. Hago esfuerzos, lucho, me entrego, pretendo estar a la altura del mundo, de los hombres. Aunque crea que Dios me ha creado por misericordia yo he entrado en la dinámica del pago por mis obras. Si actúo bien merezco la aprobación y el aplauso. Y si actúo de manera reprobable merezco entonces que me traten de acuerdo con el mal cometido. Lo merecido es lo que es justo. Por eso me pueden acusar de blando cuando hablo mucho de misericordia. Como si todo lo que hiciera con esfuerzo no mereciera la pena porque al final Dios, como un abuelito comprensivo, me va a aceptar en sus brazos y me va a decir que no pasa nada, que he hecho lo que podía. Y ya está, sin que tenga que arrepentirme del mal causado, sin que importen las víctimas a las que he herido. Esa es la mirada que despierta a menudo la acentuación en nuestra fe de la misericordia. Es mejor hablar de la norma, de la ética, de la moral. De lo que está bien y de lo que está mal. De lo que corresponde y de lo que no se puede esperar de mí. Y entonces vivo estresado, en tensión, queriendo responder a todo lo que me piden, a tiempo y cuando me lo pidan. Así vivo sin paz porque he hecho mía esa forma de mirar la vida. La misericordia está bien como actos aislados, pero no como una forma de vida que parezca suprimir el esfuerzo, el ideal, o la meta. Y me olvido entonces de que Dios es misericordia antes de que yo hubiera sido creado. Es amor incondicional. Es una mirada que me levanta del barro y me permite mirar al cielo lleno de paz. He sido amasado de misericordia. La misericordia es algo que está en mí porque Dios me ha creado desde la misericordia. No debía crearme, no estaba obligado a ello. Tampoco su amor era una obligación. Me ha amado por misericordia, no por deber. Me ha amado porque ha querido amarme en mi debilidad, no para que yo sea poderoso, sino para que aprenda a mirar a los hombres con misericordia, con compasión, sin juzgarlos, sin condenarlos. ¿No es esa la imagen que trasmite hoy nuestra Iglesia? No, es una Iglesia de las normas y los preceptos, de la moral sin tacha, de los méritos y los logros, de las vidas ejemplares porque no cometieron grandes pecados e hicieron grandes obras. Pero al final me olvido de lo importante. He sido mirado con misericordia. Como se presentaba el Papa Francisco en el 2015 en un centro penitenciario a los encarcelados: «¿Quién está ante ustedes?, podrían preguntarse. Me gustaría responderles la pregunta con una certeza de mi vida, con una certeza que me ha marcado para siempre. El que está ante ustedes es un hombre perdonado. Un hombre que fue y es salvado de sus muchos pecados. Y así es como me presento. No tengo mucho más para darles u ofrecerles, pero lo que tengo y lo que amo, sí quiero dárselo, sí quiero compartirlo: es Jesús, Jesucristo, la misericordia del Padre». Fue llamado por Dios por misericordia. Como yo, como cada persona. Si olvido de dónde vengo es difícil que sepa hacia dónde camino. 

Me gusta lo gratuito, lo que no me merezco. Me encantan los regalos que no necesito. Las sorpresas, los asombros. Me conmueve que alguien me dé de lo que le falta. Que alguien piense en mí y quiera hacerme feliz con el regalo de su vida, de su tiempo. Lo importante de recibir un regalo no es el regalo en sí mismo sino saber que para alguien soy importante y me quiere dar algo sólo por amor, sin esperar nada a cambio. Un regalo es eso. Lleva en sus interior el deseo de hacerme feliz, pleno. Regalar es dar algo de mi alma, no algo que me sobra, algo importante para mí. Regalar es pensar en aquel al que le regalo y sentir que lo que le dé será importante para él, sólo porque lo he pensado para él. Los regalos se aceptan con alegría. Y el recibir algo como don despierta en mí el deseo de regalar, de dar, de entregarme. No quiero guardarme, no quiero vivir sin amar, sin entregar aquello que Dios me dio de forma gratuita. Porque todo lo que tengo es don, nada es merecido. Saber que Dios me ama me basta para querer amar a otros. Decía el P. Kentenich: «Soy un don de amor de Dios, un don especial, único. Cuanto más haya recibido de Dios, tanto más grande el don de Dios que represento. No he recibido el ser de una piedra, ni el de una planta o un animal. No; he recibido un alma espiritual». En ocasiones veo que no sé regalar. No sé dar lo que el otro necesita. No sé darme en todos mis talentos y dones recibidos. Soy egoísta y prefiero que me regalen, que me den, que me agraden. Se me olvida que hay más felicidad en dar que en recibir. Mucha más felicidad en hacer felices a los demás con mi vida. Yo soy un don. Tengo un don en mi alma. Dios lo puso en mi interior y quiere que me regale, que me entregue. Lo que sucede es que a menudo no he recibido comprensión al darme. O no han aceptado aquello que entregaba. Han cerrado sus puertas y me he sentido herido. Entonces me guardo por miedo a otro rechazo. No quiero amar de nuevo para que no me vuelvan a hacer daño. Navidad es tocar la gratuidad de Dios. Sé que recibir regalos ensancha el alma. Compruebo la generosidad de las personas. Hay mucho bien escondido en el alma de aquellos que me aman. Quiero aprender esa actitud para la vida. Amar a los que me rodean. Fijarme en lo que les hace falta, en lo que necesitan. Saber lo que sienten, lo que les gusta, lo que detestan. Comprender que sus vidas merecen la pena. Y darles, no lo que me sobra, sino lo que llevo en mi corazón. Darles mi vida, mi tiempo, mi amor, mi escucha, mi paciencia, mi alegría, mi esperanza. Darles todo lo que hay en mi corazón. Aprender a regalar es un arte que cuesta aprender. No importa el precio del regalo, lo que importa es descubrir lo que te hará feliz. Pienso en esos regalos que quiero hacer a los que amo. Pienso en elegir yo los regalos, en buscar los que mejor se adaptan a ti. Puede que me equivoque en la búsqueda, pero no importa. Pensaré en ese regalo que te pueda hacer feliz. Volveré a intentarlo una y otra vez. Los magos de Oriente trajeron regalos al Niño. No querían comprarlo con regalos. Simplemente no sabían cómo expresarle mejor la devoción y el amor que sentían. Lo más valioso del regalo es la intención del que lo hace. Quieren los Magos que el Niño sea feliz. Y por eso lo dejan todo para llevarle lo más importante para ellos. Quizás lo más valioso que puedo entregar es lo que llevo en mi interior, lo que yo soy, mi misterio, mi originalidad, el don que Dios puso dentro. Cuando me entrego así ya no entrego solo cosas, me entrego en ellas. Es el símbolo que expresa un amor inmenso que siento. Por eso el oro, el incienso y la mirra son expresión de algo mucho más grande y maravilloso. Miro a los Reyes en Navidad. Los veo arrodillados ante el pesebre. Quieren regalarse. Dan todo lo que tienen. No esperan recibir nada de un niño indefenso y pobre. No recibirán nada a cambio. Ni siquiera una palabra de esperanza de los labios de un niño que no puede hablar. María callaba guardándolo todo en su corazón. José tampoco dice nada. Ellos no necesitan que nadie les diga nada. Sólo un ángel les habla en la noche para que no vuelvan por el mismo camino. Quizás eso basta como señal. Alguien quiere hacer daño al niño. Acaba de nacer y ya es un peligro. Los poderosos tienen miedo del que es indefenso. Ellos no quieren hacerle regalos ni mostrarle devoción. Ellos no quieren adorar al niño, quieren matarlo porque su vida parece que pone en peligro su poder. Vanidad. Pienso en los reyes que recorren grandes distancias sólo para adorar en silencio al niño. Me asombra siempre el esfuerzo por llevar su regalo. Un regalo humilde y sencillo, un regalo que habla de lo que son. Lo que importa es la intención, el amor de sus corazones, su deseo de que Jesús pueda llevar a cabo su misión, salvar al hombre. Jesús nace para regalarse. No exige nada. No quiere que yo le entregue nada. Ni mi vida, ni mi tiempo. Pero sabe que si lo hago a su lado seré mucho más feliz. Viene a mi vida, a mi tierra para decirme que no tema, que a su lado podré caminar seguro.

Epifanía significa revelación. Dios se manifiesta a los hombres. Sale de la oscuridad. Lo hace en Jesús el día en el que los magos de Oriente llegan con regalos. Se manifiesta así a pueblos lejanos. Lo hace cuando en el Jordán se manifiesta como el Salvador ante el pueblo judío. Y sólo algunos lo siguen como su Maestro. Se manifiesta en las bodas de Caná cuando hace su primer milagro y se manifiesta ante los hombres como hacedor de milagros. Me gustan estas fechas en las que siento que Dios se revela a los hombres para que entiendan quién es. Viene a traer la paz que todos buscan, el perdón que todos necesitan, la esperanza que falta en sus almas. Así es ese Jesús que nace indefenso para confundir a los poderosos. No pretende arrebatar a nadie el poder de la tierra. No nace entre los sabios y eruditos. Sus discípulos serán hombres sin formación. Hombres con un corazón abierto que descubren en la carne del Jesús al Mesías. Y en sus palabras escuchan palabras de vida eterna. Dios se manifiesta de forma sutil, sólo para que los que buscan encuentren y los que necesitan reciban. No quiere que los poderosos engreídos lo encuentren. Porque a ellos les sobra todo. Lo tienen todo y no necesitan a un Salvador que se manifiesta en carne débil y mortal. Ese Dios indefensa no les convence. Sólo los sabios que son unos buscadores lo hallan. O los pastores en Belén. O los discípulos de Juan en el Jordán, que eran buscadores. O los que seguían a Jesús ya en Caná. Sólo esos que buscan encuentran. Y es que a veces no estoy abierto al asombro. No acepto que me saquen de mi esquema, de mi forma de ver las cosas. No veo porque no quiero ver, porque no estoy abierto a encontrar a Dios oculto en lo cotidiano. Me gusta más lo extraordinario, lo que llama la atención a todos. Pero la forma de manifestarse de Dios es diferente. Busca la discreción, los lugares comunes, las palabras ya dichas. Busca las personas normales, las que no destacan, las que guardan silencio, las que sufren con paciencia. Y se manifiesta allí donde nadie parece verlo. Cuando más lo busco menos lo encuentro. Cuando menos me obsesiono con la felicidad, más la hallo. Cuando me detengo a mirar dentro de mí descubro lo que estaba buscando fuera de mí, muy lejos. ¡Cuántas paradojas disfrazadas de cotidianeidad! Dios oculto dentro de mí se manifiesta. Cuando más hundido en mi pecado me encuentro, más me alcanza su misericordia. Que me hace creer que mi vida merece la pena, que todo tiene un sentido, que soy bello. Más bello de lo que pensaba mientras permanecía escondido en mi miseria, olvidado en mis acusaciones. Levanto la mirada al cielo buscando estrellas, señales. Me gustan los milagros maravillosos que exceden toda lógica. Ese misterio escondido en mi historia que me recuerda que toda mi vida tiene un sentido. Creo que mi vida va por un camino y sufro la cruz. Y dentro de ese dolor Dios me abraza, se queda conmigo. Como leía el otro día: «No todas las historias suceden como nosotros deseamos. Pero eso no significa que, pese a todo e inesperadamente, no puedan tener finales felices». Siempre quiero un final feliz. O mejor, un desarrollo feliz. Y quiero encontrar oculto en mis días el sentido último de mis pasos. Quiero que Jesús me manifieste su amor en lo cotidiano, en mis horas, en mi voz callada, en mis silencios. Quiero que me hable, me susurre, me ame. Quiero que me diga que mi vida está justificada. Que Él viene a verme cuando menos lo espere, donde menos lo ansíe. Se manifiesta no con gritos de fiesta y fuegos artificiales. No quiere gritar, no quiere imponer. Es sutil su amor que me seduce y me lleva al desierto para encontrarme con Él. Para decirme allí que me ha llamado, me ha elegido, ha puesto su dedo sobre mí escogiéndome entre muchos. No para que me crea mejor que otros, simplemente para que me sienta profundamente amado en mi verdad. Es el Dios en el que creo que amanece a la vida en una gruta oscura de Belén. El Dios que no ha querido que sean masas las que crean en su verdad. Y aun así no se cansa de predicar, de anunciar, de enviar profetas y testigos. No se cansa de enviar hombres de carne para convencer al mundo del amor de Dios. Hombres que pecan, caen y son falibles. Hombres heridos que mendigan amor mientras se entregan. Hombres enamorados que se enredan en el fango cuando sueñan con alcanzar las estrellas. Así es de débil mi amor humano. Y es precisamente a mí a quien llama, a quien elige. Me da paz saber que no se aparta de mí su mirada. Sigue ocultándose detrás de mi barro para que algunos perciban el oro. Eso me tranquiliza, es su obra, es su reino. Él sabrá mejor cómo hay que hacerlo. 

Los Reyes llegan al pesebre. Siguen una estrella: «Unos magos de oriente llegaron entonces a Jerusalén y preguntaron: - ¿Dónde está el rey de los judíos que acaba de nacer? Porque vimos surgir su estrella y hemos venido a adorarlo». Buscan al Niño que acaba de nacer. Y al buscarlo despiertan el miedo en los poderosos: «Vayan a averiguar cuidadosamente qué hay de ese niño y, cuando lo encuentren, avísenme para que yo también vaya a adorarlo». Temen que el Niño sea un rey poderoso que acabe con su poder cuando crezca. El poder siempre esclaviza. Nadie quiere soltar lo que posee. Cualquier amenaza ha de ser aniquilada. Por eso los reyes tendrán que regresar por un camino diferente: «Advertidos durante el sueño de que no volvieran a Herodes, regresaron a su tierra por otro camino». Y por esa misma razón José tomará a María y al Niño y huirá a Egipto: «En Egipto, José esperó con confianza y paciencia el aviso prometido por el ángel para regresar a su país. Y cuando en un tercer sueño el mensajero divino, después de haberle informado que los que intentaban matar al niño habían muerto, le ordenó que se levantara, que tomase consigo al niño y a su madre y que volviera a la tierra de Israel (cf. Mt 2,19-20), él una vez más obedeció sin vacilar: «Se levantó, tomó al niño y a su madre y entró en la tierra de Israel» (Mt 2,21)». José se vuelve migrante por miedo a la muerte de su hijo. Porque los poderosos prefieren matar al niño mientras es indefenso. El poder siempre corrompe y da miedo. ¡Cuánto me cuesta dejar el poder! ¡Cuántas personas en la misma Iglesia se aferran a sus cargos y puestos negándose a abandonarlos! Porque el poder atrae, enamora, esclaviza. Es como una droga que toma posesión del alma. No me gusta cederlo, dejárselo a otros. El poder es información, es saber más que otros, es tener acceso a donde otros no pueden acceder. Es decidir, es mandar, es opinar. Dejar el poder exige mucha autodisciplina y humildad. Para eso necesito reconocer que alguien más grande que yo me ha dado cualquier poder que tengo. La autoridad sobre mis hijos, sobre mis parientes, sobre mis alumnos. Alguien más grande que yo del que dependo. Es lo que hacen los magos que tenían en sí mucho poder porque tenían sabiduría y eran capaces de leer los designios en las estrellas. Pero ellos dejan su comodidad, sus tierras, su poder y se ponen en camino llevando sus pocos tesoros: «Después de oír al rey, los magos se pusieron en camino, y de pronto la estrella que habían visto surgir, comenzó a guiarlos, hasta que se detuvo encima de donde estaba el niño. Al ver de nuevo la estrella, se llenaron de inmensa alegría. Entraron en la casa y vieron al niño con María, su madre, y postrándose, lo adoraron. Después, abriendo sus cofres, le ofrecieron regalos: oro, incienso y mirra». Se postran en tierra. El sacerdote, en la ordenación y todos los años en la liturgia del viernes santo, se postra en tierra. La sensación más fuerte en ese momento es la de la vulnerabilidad. A los pies del obispo. A los pies del altar. Indefenso. Humillado. Es un ejercicio que me ayuda a recordar que soy polvo, barro, arcilla. Que no valgo sino porque Dios ha puesto en mí la vida y el amor. Valgo porque Él me ha dado todo lo que tengo. Y sin Él no tendría nada de lo que ahora soy. En ocasiones me aferro a mis bienes, a mi posición, a mis derechos. Como si yo fuera capaz de producirlo todo. Yo capaz de amar desde mi humanidad rota. Yo capaz de cambiar el mundo desde mi mediocridad, desde mi vida caduca. Me viene bien esta fiesta de la Epifanía. Los reyes se postran, los magos, los pastores y yo mismo quiero postrarme. Herodes no quería postrarse porque ese rey recién nacido podría crecer y quitarle lo que era suyo. Así me pasa a veces, que no me humillo ante nadie, no cedo, no reconozco el valor de los demás. Como si temiera que al hacerlo ellos fueran más poderosos que yo, más importantes. Y entonces afirmo mi posición. Me mantengo en pie, erguido, rígido, dominante, con mi voz que clama exigiendo que hagan silencio para escucharme. Como si lo que yo voy a decir fuera fundamental. Hoy escucho: «Levántate y resplandece, Jerusalén, porque ha llegado tu luz y la gloria del Señor alborea sobre ti. Caminarán los pueblos a tu luz y los reyes, al resplandor de tu aurora. Levanta los ojos y mira alrededor: todos se reúnen y vienen a ti; tus hijos llegan de lejos, a tus hijas las traen en brazos. Vendrán todos los de Sabá trayendo incienso y oro y proclamando las alabanzas del Señor». En el día de los reyes magos me postro ante Jesús que viene a mí. Me hace bien reconocer que sin Dios no soy nada, no valgo. Y con Él todo en mí se multiplica. Eso me da paz. Jesús, el Mesías, nace en la más pequeña de las ciudades, en Belén: «Y tú, Belén, tierra de Judá, no eres en manera alguna la menor entre las ciudades ilustres de Judá, pues de ti saldrá un jefe, que será el pastor de mi pueblo, Israel». Nace en lo pequeño para confundir a los poderosos, a los sabios, a los engreídos. Hay que tener un corazón de niño para asombrarse y reconocer que los demás son más poderosos, más sabios, mejores. Mucha humildad para alegrarse por ese Rey que me quitará todo el poder que tengo. Así quiero vivir, adorando a Dios y reconociendo en los demás a ese Dios ante el que me postro. 

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