Homilía del padre Carlos Padilla - 8 de noviembre de 2020

Domingo 8 de noviembre de 2020 | Carlos Padilla

Domingo XXXII Tiempo ordinario

Sabiduría 6, 12-16; 1 Tesalonicenses 4, 13-18; Mateo 25, 1-13

«Mientras iban a comprarlo, llegó el esposo, y las que estaban preparadas entraron con él al banquete de bodas, y se cerró la puerta»

8 noviembre 2020    P. Carlos Padilla Esteban

«Quiero amar sobre mi verdad, levantando puentes que me lleven al otro sin miedo. Con la alegría de saber que las raíces del amor que vivo son las que me harán más niño y más de Dios»

Da miedo construir puentes, tender la mano, dar lo que tengo, entregar la vida. Me asusta vivir entregándolo todo, sin guardarme nada dentro de mí mismo. Sufro por si luego me falta, o lo pierdo todo. Al mismo tiempo me inquieta vivir a medias, sin invertir mis dones, por miedo a perder, a fracasar en la entrega. Me dan qué pensar las palabras del Papa Francisco: «La tentación de hacer una cultura de muros, de levantar muros, muros en el corazón, muros en la tierra para evitar este encuentro con otras culturas, con otras personas. Y cualquiera que levante un muro, quien construya un muro, terminará siendo un esclavo dentro de los muros que ha construido, sin horizontes. Porque le falta esta alteridad»[1]. No quiero construir muros que me protejan del mundo, de la vida. Muros que al mismo tiempo me aíslen. Muros que no me dejen salir de mi seguridad. Muros que me incomuniquen y hagan que mi vida deje de tener un sentido. Muros en lugar de puentes. Muros en lugar de puertas y ventanas. Una casa con altos muros para que nadie entre, para que nadie mire. ¿Para que nadie salga? Un hogar protegido del mundo, y atado a mi esclavitud. Necesito a otro frente a mí para crecer, para poder darme, para poder ser fiel, para madurar como persona. Alguien que me confronte con mis límites, con mi pobreza y saque lo mejor que hay en mí. Necesito un amor que me libere de mi comodidad, de mi mundo enfermo. Quiero confrontarme con mi hermano, mirarlo a los ojos, ver su fragilidad y conmoverme ante su dolor. Creo que me he vuelto frío, indiferente. Me siento incapaz de sufrir con el que sufre. Tal vez he sido testigo de tanto sufrimiento y de tanta debilidad que no me impresiona. Quisiera acercarme al que está a mi lado como un niño en busca de esperanza. Abrir la puerta que me aleja del otro, ensimismándome. Veo que ahora en este tiempo las mascarillas ponen una barrera que me aleja de mi hermano. La distancia obligatoria, la imposibilidad del abrazo, el muro frío que me separa y protege. Sólo alcanzo a ver los ojos de los que me miran. No sus gestos, tampoco su rictus. Quisiera que estas barreras impuestas por el miedo al contagio acabaran pronto y volvieran los abrazos y las distancias cortas. No quiero acostumbrarme a vivir protegido, por miedo, con paredes sólidas, con muros defensivos. No quiero que mi vida sea una soledad poblada de silencios, alejada del bullicio del mundo que asusta. No quiero vivir a salvo. Quiero romper ese muro que he construido para tener paz y calma. Ese muro desde el que observo la vida, seguro de todo. He tapado mi alma con mucho cuidado para que nadie entre, para que nadie sepa y nadie mire. Para que no me duela levanto defensas. No quiero que me hagan daño. Tengo claro que una relación construida sobre mentiras o sobre una falta de verdad, está condenada al fracaso. No quiero dejar que los que amo y los que me aman sepan quién soy, tengo miedo. No acabo de creer que si de verdad me aman nunca me van a rechazar sepan lo que sepan de mí. Pero a menudo me asusto al pensar en su posible reacción. No serán capaces de aceptarme como soy, pienso. No entenderán mis pecados. No aceptarán mi fragilidad. Y me escondo porque pongo en sus corazones juicios que no tienen. Y pienso que su mirada está tan enferma como la mía. Y no sabrán apreciar algo bueno dentro de todo lo malo que yo veo en mí. Y me escondo, me guardo verdades, oculto heridas del pasado, disimulo la realidad que tengo en mi vida. Maquillo ante el espejo mis ojos hondos. Todo por ese miedo al rechazo. Yo mismo he rechazado a muchos y no acepto que el mundo también lo haga conmigo. En mi pobreza construyo muros, evito sacar la mano fuera de la distancia permitida, esquivo preguntas personales, hablo de cosas generales que no tocan mi corazón. ¿Qué pasa ahora mismo en mi interior? Hablo de lo que pasa fuera de mí, no dentro de mí. Hablo del mundo, de lo que veo, de lo que observo. No hablo de lo mío porque tengo miedo al rechazo y a la condena. Me sigo escondiendo detrás de muros seguros que me van a proteger de esas miradas que me hacen daño, de esas verdades que los demás lanzan sobre mí como dardos, como piedras. Prefiero la mentira que esconde un poco lo que más me duele. Prefiero medias verdades que sutilmente guardan dentro los secretos más amados. Pero así no se construye la vida. Decido derribar muros para acercarme a mi hermano. Para que pueda mirar dentro de mí, para que sepa quién soy sin tapujos. Quiero amar sobre mi verdad, sin poner barreras. Levantando puentes que me lleven al otro sin ningún miedo, sin ninguna angustia. Con la alegría de saber que las raíces hondas del amor que vivo son las que me harán más niño y más de Dios al mismo tiempo.

El día de muertos y la santa muerte resuenan dentro de mi alma. ¿Cómo puede ser santa esa muerte de la que huyo? Es la vida la que es santa. Es el vivir el que me hace pleno. Venero al Dios de los vivos, no de los muertos. Sólo los vivos alaban a Dios, no lo hacen los que ya han fallecido. ¿Cómo puede ser santa esa muerte de la que huyo acercándome a ella cada día más? La muerte acaba con mis sueños, pone punto final al camino recorrido, destroza todos mis planes y me hace sentir que nada bueno puedo conseguir cuando dejo de oír el último latido. La santa muerte, venerada. Esa muerte que camina por las calles de mi ciudad queriendo llevarse consigo a todos los que amo. Especialmente en este tiempo duro de pandemia. Me asusta su caminar silencioso, cadencioso. Me llena de estupor su mirada de ojos vacíos. Tiemblo ante su corazón sin latidos. No venero la muerte, porque ya ha sido vencida. En una cruz perdió todo su poder en las manos clavadas de Jesús que era Dios, que era hombre. Tiemblo ante la muerte que amenaza el poder inmortal de mis pasos. Cuando siento que puedo arrebatarle a la muerte un latido más, un nuevo día. No venero esa muerte que entorpece mis pasos. Pero sí me inclino ante la vida que brota de un sepulcro sellado, o surge como un río de vida de un costado abierto. Tiemblo ante la muerte que no tiene la última palabra. Porque la última palabra es de Dios, es suya y me llama desde la vida, desde esa vida con mayúsculas que sólo intuyo, aún no la conozco. Quiere que vaya hacia Él, que no me acobarde, que no tiemble. He levantado mi altar de muertos, no para venerar la muerte que tanto duele y tanto temo. Más bien para recordar a los vivos, que siguen vivos, aunque hayan muerto. Es su voz la que vuelve del sepulcro para pronunciar mi nombre con ternura, en medio de recuerdos. Y siento que están vivos mis muertos. Rejuvenecidos en este altar con comida y recuerdos. De su mano me adentro en la memoria, historia sagrada. Voy siguiendo su voz por las páginas gastadas de mi alma. Y acaricio sus manos, siento sus latidos y recuerdo las palabras que dijeron, los sueños que soñaron, los corazones que amaron. Y la vida vuelve a ser vida, muerta ya la muerte. Me gusta arrodillarme acariciando la piel de los que he amado, de los que me han amado. Siento el silencio de sus huesos ya idos. Y escucho en mi interior esa voz que ya no es audible, pero mi recuerdo la oye, nunca la ha olvidado, como si ahora mismo me estuviera hablando. Pongo en este altar las cosas que ellos amaron, lo que comieron y bebieron, los libros que leyeron o escribieron, los amores que tuvieron. Y al recordarlos en mi altar vuelven por unas horas a estar muy presentes, a mi lado. Y con ellos canto sus canciones, las que ellos cantaron y entono sus mismas palabras. Y siento muy dentro sus alegrías y dolores. Están conmigo, han vuelto. Siempre debería ser así, lo sé, no los olvido. Pero en este día de muertos tiene la vida más fuerza. Un lazo invisible que me une siempre a ellos se hace ahora tan visible, tan tangible. He venido a rezar por sus almas, por sus vidas que están vivas. He venido a recordar la alegría de su abrazo en mi alma. Y siento que la paz se hace fuerte en mí. Están conmigo, nunca se han ido. No se me olvida su olor, ni el timbre de su voz, ni la suavidad de su piel ahora tan seca. No se me olvidan su risa, ni sus miedos llenos de temblores y sudores fríos. También recuerdo sus gritos de alegría en momentos de plenitud. Revivo historias de entonces o surgen como en sueños momentos nuevos. No lo sé. Pero están vivos, junto a mí, recorriendo parajes que ellos no conocieron y ahora sí los viven a mi lado, porque no se han ido lejos. Están conmigo. Me duele este día de muertos y me alegra, porque siento que he amado y me han amado. No quiero que me pase lo que les decía Voltaire a los religiosos: «Son personas que se juntan sin haberse conocido, conviven sin amarse, se separan sin lamentarlo, mueren sin llorarse»[2]. Yo lloro con la muerte y con la vida, con la despedida y con el reencuentro de los que amo. Lágrimas conmovidas. Lágrimas que me emocionan. Lágrimas que dejan salir mi pena y mi alegría, juntas, de la mano. Me duele la ausencia y me emociona esta presencia de mi altar de muertos, de vivos. Este abrazo que doy en un gesto silencioso, más allá de la muerte, muy dentro de la vida. Y no me pesa tanto la ausencia, ni son amargas mis lágrimas. Sólo se hunde en el corazón como un puñal el recuerdo, abriendo mis entrañas, llenándolas de vida. Tiemblo en mi pena y a la vez me lleno de paz con ese abrazo que siento haciendo Dios que estén hoy tan presentes.

Para Jesús no hay vidas incompletas. Todas están completas y están llamadas a ser plenas. Pero yo a menudo me he preguntado si hay unas vidas más completas que otras. ¿Qué es lo que determina que una vida sea completa y que otra no lo sea? Una persona soltera decía el otro día con mucha fuerza y pasión: «No existen vidas incompletas». Lo decía feliz, con paz en el alma. Me impresionó. A veces uno cataloga las vidas de los hombres. Aquel que se ha casado y tiene una familia estable en el tiempo. Con hijos, nietos y fidelidad. Aquel que ha seguido el llamado de Dios a un camino concreto. Y uno piensa desde fuera que son vidas completas, plenas, felices. Y otras vidas. las de aquellos que no se casaron, las de los que se divorciaron o quedaron viudos en el camino. Esas vidas parecen incompletas, como si Dios cortara la trama con la que tejían su vida y los dejara abandonados en medio del camino, sin poder llevar a buen fin lo que soñaban, lo que pensaban que Él les había prometido. Pareciera que el mundo ha determinado que hay un único camino para disfrutar una vida completa. Como si la única forma fuera tener una familia estructurada, armada, armónica. Una familia con hijos, con padre y madre, con abuelos, con valores. Con abrazos y cariño. Una familia sólida, estable. Parece entonces que el resto de las vidas están incompletas. Una mujer separada, una madre soltera, una persona que no se casa, un viudo, un huérfano abandonado. Es como si sus vidas fueran incompletas. Les falta algo externo que todos pueden ver. Algo visible desde el exterior. Es como si el juicio de una vida completa lo dieran los de fuera, los que juzgan, los que salvan o condenan. Me recuerda a esos miembros del sanedrín judío que determinaban con la ley de Dios en la mano lo que estaba bien y lo que estaba mal, lo que se correspondía con la justicia de Dios y lo que estaba fuera de ella. Hace tiempo me he preguntado si mi vida era completa. Elegí una vocación y seguí la llamada de Dios. Desde fuera unos dirán que el sacerdocio es algo completo. Otros mirarán con ojos críticos y dirán que no, que le falta algo para ser completo. Con el paso del tiempo he llegado a la conclusión que es mi corazón el único que juzga si mi vida es o no completa. Y en realidad, siempre va a carecer de algo. Algo falta, algo no tengo, algo me hace incompleto. Mi corazón sueña con un infinito que no sé imaginar, con un amor eterno que no concibo. ¿Puedo aún así ser completo? Dentro de los límites de mi alma, dentro de las carencias de mi cuerpo torpe, puedo decir que mi vida es completa, plena. Y lo es no a los ojos de los hombres, sino cuando la miro con los ojos de mi corazón. Mi vida es completa. Y puede ser completa la de esa viuda o esa mujer separada o esa madre soltera que eligió ser madre. Claro que desde fuera me dirán que falta un padre, o una madre, o un equilibrio, o una estabilidad. Y puede ser. Pero yo no juzgo si las vidas de los demás son completas o no. Si ellas creen que la suya lo es, lo será. Sólo Dios y ellos lo saben. Yo no puedo juzgar, ni condenar, ni decir que no es así lo que ellos sienten muy dentro de su corazón. ¿Cómo puedo yo condenar lo que otros viven o eligen cuando es Dios el que salva? Guardo silencio porque soy dueño de mis silencios y esclavo de mis palabras. Yo no soy el que decide lo que está completo. Sólo sé que mi vida es completa para Dios. porque Él me llama a descansar en su corazón, en el camino que pone ante mis ojos. No es todo perfecto, no todo está acabado. Recorro una vida imperfecta, inacabada, finita y sueño con la vida eterna. En este mundo Él ha puesto entre mis manos unos días frágiles en los que me invita a ser fiel. Quiere que me entregue siempre hasta el final, dándolo todo. Pero no quiere que me considere menos que otros porque no se dieron las condiciones en mi camino tal como yo esperaba y no ocurrió lo que esperaba. No quiero tener que encajar en los moldes que me ofrecen como posibles. Yo soy original. Tengo una forma y un camino, una vocación y una manera de amar y darme. En los límites con los que me confronto mi vida es plena, Jesús la hace plena. Lo único que me pide es que sea fiel, que me entregue, no que todo encaje en mi camino y todo resulte como yo u otros esperaban. El P. Kentenich les decía a los jóvenes al comienzo de su sacerdocio: «Me pongo a completa disposición de ustedes, con todo lo que soy y lo que tengo: con lo que sé y lo que no sé, con lo que puedo y con lo que no puedo, pero sobre todo con mi corazón»[3]. Así es la forma de vivir que deseo. Estoy llamado a darme por completo, a amar hasta el extremo, a ser fiel en medio de las penumbras y dificultades, a seguir trabajando cuando esté agotado, a seguir amando aún cuando sea rechazado. Dios no quiere que haga las cosas a medias. Lo único que quiere que sea completo en mí es la entrega de la vida y del corazón. Me doy por completo, pongo mi corazón completo a disposición de los míos. No tengo miedo a perder. Asumo el riesgo. Lo demás es secundario. Si no encuentro a la persona soñada, si se acaba mi vida ideal antes de lo que pensaba, si mis hijos no son lo que yo esperaba, si no logro formar una familia perfecta, si no logro elegir esos caminos que otros valoran más, si no tengo logros que merezcan la pena ser contados. Si pienso que los demás juzgan mis fracasos, mis caídas, mis elecciones y le ponen un adjetivo que las descalifica. No importa. A los ojos de Dios mi vida sigue siendo completa aunque el juicio de los hombres parezca invalidarlas. La mirada de Dios es la que me importa. Es su mirada la que me sostiene en la entrega. No me fijo en lo que los demás esperan. Sigo adelante. Estoy completo para Dios.

Tengo sed en esta alma mía tan insaciable. Sed de amor, de cercanía, de cariño, de esperanza, de éxitos, de logros, sed de vida. La vida se juega en pequeños detalles de amor con los que voy viviendo. Tengo sed de un Dios que colme todos mis amores incompletos. Sed de un amor que acabe con mis miedos, con mis dolores. Leía el otro día: «Sabía que el miedo se sentía menos cuando el amor le ponía cerco»[4]. Es cierto que el amor acaba con el miedo, o hace que se sienta menos. Igual que quita también la sed y el hambre. Pero sigue habiendo en mi corazón una sed insaciable, un hambre que no consigo combatir. Hoy escucho: «Mi alma está sedienta de ti, Señor, Dios mío. Mi carne tiene ansia de ti, como tierra reseca, agotada, sin agua. En el lecho me acuerdo de ti y velando medito en ti, porque fuiste mi auxilio, y a la sombra de tus alas canto con júbilo». Creo necesitar a Dios en mi vida, porque la sed y el hambre suelen. Y nada de lo finito que poseo sacia esa necesidad. Pero al mismo tiempo tiendo a protegerme frente a Dios. Es como si pretendiera ocultarle algo de mi vida. En un vano intento tapo mis pecados, mis zonas grises, mis oscuridades y mis miedos. Al hacerlo me olvido de lo esencial, olvido cómo es Dios. Sé que si su amor no acaricia mi vida estoy perdido. Si no experimento su amor no me puedo amar a mí mismo. Si me cierro a ese amor más grande que yo mismo no puedo dar lo que no tengo. Comenta el profeta Isaías 43, 1-5: «No temas que yo te he rescatado, te he llamado por tu nombre y eres mío. Si cruzas las aguas, yo estoy contigo, si pasas por los ríos, no te hundirás. Si andas sobre brasas, no te quemarás, la llama no te abrasará. Eres precioso a mis ojos, eres estimado y yo te amo». Esa experiencia de un amor más grande que mis mezquindades es lo que me salva. Puedo crecer e ir más alto en la vida cuando no dejo de buscar ese amor de Dios con pasión. Lo persigo, necesito saber que Él está conmigo y soy precioso a sus ojos. Sé que valgo más que lo que dice el mundo que valgo. ¿Cuál es mi precio? Infinito es mi poder de hijo ante la misericordia de Dios. No merezco nada y lo recibo todo. No quiero vivir con miedo ante Dios, ante la vida. Está todo en sus manos y no necesito comprobarlo cada mañana. Me ama como soy, con todo lo que tengo. Ningún peligro será una amenaza si voy a su lado. Esta experiencia es la que me sostiene y salva. Tengo ansia de Dios y ansia de su amor. Al mismo tiempo Jesús tiene sed de mí. Tiene sed de mi vida como comenta Santa Laura Montoya: «Dos sedientos, Jesús mío: Tú de almas y yo de saciar tu sed. Ay que yo me muero, al ver que nada soy y que te quiero». Mi sed no sólo es de Dios. Al mismo tiempo que tengo sed de Dios en mi alma, noto una sed de dar agua, de saciar al sediento, de amar al hambriento de amor. Tengo sed de amar a ese Jesús sediento de mi amor, menesteroso, pobre, que se detiene a mi puerta esperando a que le abra y le deje entrar. Esa sed de Jesús. Él tiene sed de mi amor, de mi entrega. Y yo quiero saciar su sed y entregarme a Él con alegría. Ponerme en sus manos, romperme por Él. No me da miedo intentar saciar con mi vida su sed. Calmar su soledad con mi presencia. Estoy llamado a vivir con Él para siempre. Hacia allí va mi camino como hoy escucho: «El Señor descenderá del cielo, y los muertos en Cristo resucitarán en primer lugar. Después nosotros, los que aún vivimos, seremos arrebatados con ellos en la nube, al encuentro del Señor, en el aire. Y así estaremos siempre con el Señor. Consolaos, pues, mutuamente con estas palabras». Me consuela esta esperanza para seguir viviendo con sed, con hambre, con miedo, con insatisfacción. No quiero vivir saciado porque sé que en el cielo el amor será pleno y todo en mí estará completo. Y mientras tanto viviré con sed e intentando con mi amor saciar la sed que sufre el mundo. La sed de Cristo en los pobres, los necesitados, los vagabundos, los abandonados al borde del camino. Me gustan las palabras del Papa Francisco sobre San Francisco de Asís: «Escuchó la voz de Dios, escuchó la voz del pobre, escuchó la voz del enfermo, escuchó la voz de la naturaleza. Y todo eso lo transforma en un estilo de vida. Deseo que la semilla de san Francisco crezca en tantos corazones»[5]. Quiero que su fuerza crezca en mí. Quiero vivir saciando la sed de los hombres al mismo tiempo que el agua de mi entrega calma mi propia sed. Quiero ser un sediento que saca agua del pozo. Quiero ser como María subida a lo alto de madero para llevar la sangre de Jesús, su agua, a tantos sedientos. Calmo la sed de Dios y la mía propia amando, entregando. Cuando más me doy más recibo. Cuanto más guardo para mí temiendo perder, más perderé y me quedaré solo e infeliz. La vida que no se da se vuelve amarga, como las aguas estancadas que no se convierten en un canal que lleva el agua a los sedientos. Así quiero vivir yo, con el alma rota, para dar de beber a los que sufren, para dejar que mi agua los calme.

Hoy Jesús me habla de la parábola de las doncellas que esperan al Señor con las lámparas encendidas. Y tengo que imaginarme que yo soy una de esas doncellas que espera a mi esposo. Yo soy un enamorado que aguarda impaciente. Y la espera es larga. Y necesito prepararme para esperar. Cuando yo soy impaciente y quiero que las cosas sucedan a mi ritmo, a mi manera. Esperar es algo que cuesta. Esperar que suceda lo que más deseo. Esperar que ocurra el milagro de todos mis sueños. ¿Qué estoy esperando? ¿Es mi fe y mi amor a Dios una espera ansiosa del amado? No sé, creo que le falta pasión a mi amor a Dios, le faltan anhelo y hondura. ¿Se ha enfriado mi corazón con el paso del tiempo, con la dureza de la vida, con las incertidumbres que anegan mi alma? Puede que sí. El alma necesita seguir esperando con tensión. Cuando la pierde y desaparece la pasión por la lucha, ya no merece la pena seguir esperando. Me gusta esta imagen de las diez doncellas que esperan un encuentro. Me gusta pensar que en mi vida las cosas no están en orden, no son plenas, no están completas. Estoy lejos de la plenitud, de vivir una vida lograda. Estoy lejos de la cima, de la hondura del mar, de la profundidad que en la tierra sueñan mis raíces. Estoy muy lejos, vivo en la superficie distraído, he perdido la capacidad de concentrarme. Y en este tiempo inquieto e incierto me pide el Señor que aprenda a esperar como una doncella. Me pide que tenga le corazón encendido y enamorado. Y luego me cuenta que entre esas diez doncellas unas son necias y otras sensatas. Como en la vida misma. La necedad y la sensatez forman parte del camino. A veces me siento necio, como una de esas doncellas que descuida el aceite y pierde el tiempo, la vida y los sueños. Pero otras veces me veo sensato, capaz de prever posibles fracasos y encontrar soluciones a los problemas. Yo soy necio cuando descuido lo importante y me dejo llevar por la vida, sin rumbo, sin certezas. Y soy sensato cuando me preocupo de cuidar lo necesario para que no se rompa el vínculo, ni el amor, ni se rompan los sueños. Hoy me dice Jesús: «Se parecerá el reino de los cielos a diez doncellas que tomaron sus lámparas y salieron a esperar al esposo. Cinco de ellas eran necias y cinco eran sensatas. Las necias, al tomar las lámparas, se dejaron el aceite; en cambio, las sensatas se llevaron alcuzas de aceite con las lámparas». La sensatez tiene que ver con ser precavido en la vida, con hacer cálculos y pensar en posibles pérdidas y en cambios relevantes que pueden suceder. Se trata de prever los posibles contratiempos que puedo encontrar en el futuro. El sensato guarda, conserva, consigue. Se prepara, es precavido, toma en cuenta las posibles variables. Es el que piensa en todo lo que puede salir mal, y para ello tiene previstas posibles soluciones. La doncella sensata guarda suficiente aceite para su lámpara porque desconoce cuánto tardará el amado. La doncella necia no ha previsto una espera tan larga. Quiere al amado, lo aguarda pero no tiene bastante aceite para esperar durante tantas horas y la lámpara se le apaga. Su amor es débil y su necedad impide que todo acabe bien. Cuando llega el esposo las doncellas necias no están presentes. Están distraídas buscando el aceite. Y no están en ese momento importante en sus vidas, el más importante: «¡Que llega el esposo, salid a recibirlo! Entonces se despertaron todas aquellas doncellas y se pusieron a preparar sus lámparas. Y las necias dijeron a las sensatas: - Dadnos un poco de vuestro aceite, que se nos apagan las lámparas». Han pedido ayuda, pero ha sido tarde. No hay tiempo y cuando regresan las puertas están cerradas. Me impresiona la escena. A veces en la vida es así, no estoy en el momento oportuno, en el lugar adecuado. Porque estaba distraído, volcado en el mundo. Al escuchar esta parábola me pregunto: ¿Por qué las sensatas y sabias no compartieron su aceite? ¿Por qué no les dieron de lo que tenían? Dice la parábola que si lo hubieran hecho no habría habido para todos: «Por si acaso no hay bastante para vosotras y nosotras, mejor es que vayáis a la tienda y os lo compréis». Duele ese momento de la escena. Si las sensatas comparten su aceite no habrá suficiente para todos. Tal vez hay cosas que no se pueden compartir. Y puede que el aceite sea una de ellas. No puedo compartir mi pasión, mi amor, mi fidelidad, mi calma en la espera Es algo íntimo que se tiene o no se tiene. Cada uno tiene que buscar su manera de aguardar con pasión, con paz. Las necias van a comprar el aceite, pero no regresan a tiempo: «Mientras iban a comprarlo, llegó el esposo, y las que estaban preparadas entraron con él al banquete de bodas, y se cerró la puerta». Me cuesta que el Señor, al que aman, diga que no las conoce: «Más tarde llegaron también las otras doncellas, diciendo: - Señor, señor, ábrenos. Pero él respondió: - Os lo aseguro: no os conozco. Por tanto, velad, porque no sabéis el día ni la hora». No imagino a ese esposo que no ama a su amada. Y la deja fuera y dice que no la conoce. Hoy me invita Jesús a esperar. No sé el momento. Aguardo.

Intento introducirme en el misterio de esta parábola. El Reino de Dios es el hogar de mi Amado, es ese encuentro de Dios con su doncella. Yo soy una de esas doncellas y depende de lo que haga en mi vida, de cómo viva, tendré aceite o no hasta el final. Se trata de conservar ese aceite que mantiene el fuego de la lámpara encendido. Es el aceite que mantiene vivo el amor y la vida en tensión. Cuando falta el aceite se seca la vida, se muere por dentro. Mi vida se parece a la de esas vírgenes que esperan al novio. Mi vida es espera paciente. Espero que llegue mi esposo, mi amado, Cristo a mi vida. En la tierra percibo en momentos ese fuego de intimidad con Jesús. Percibo el fuego del amor dentro de mí que me lleva a entregarme amando. Leía el otro día a Eloy Sánchez Rosillo en su «Luz que nunca se extingue»: «Te equivocas, sin duda. Alguna vez alcanzan tus manos el milagro; en medio de los días indistintos, tu indigencia, de pronto, toca un fulgor que vale más que el oro puro: con plenitud respira tu pecho el raro don de la felicidad. Y bien quisieras que nunca se apagara la intensidad que vives. Después, cuando parece que todo se ha cumplido, te entregas, cabizbajo, a la añoranza del breve resplandor maravilloso que hizo hermosa tu vida y sortilegio el mundo». No me canso de esperar esa luz del encuentro, esa luz que posibilita que la doncella y el Esposo se amen en silencio. Es lo que yo quisiera tener siempre. Luz en mi alma, en mi vida. No sólo momentos de lucidez, sino una lucidez permanente que me levante el ánimo cada mañana. El amor vive de encuentros. Vive de abrazos y silencios compartidos. De palabras que emocionan, de manos que acarician. Así le escribía un amado a su amada en una poesía: «Dentro del alma, muy dentro, mi vida. Allí donde los sueños apenas nacen. Allí donde el sol ilumina mi alma inquieta y la vida se escapa entre mis dedos. Allí donde tú habitas, allí muy dentro, tengo escrito tu nombre dentro del mío. Para que al mirarte en mis entrañas, como en claro espejo, a la luz del alba, te veas dibujada, mi bien amada. La frente muy alta, los ojos hondos y el corazón tan grande porque es el tuyo». Son las palabras del amado, o de la amada. Las palabras de aquel que ama hasta lo más hondo de su alma. La sed de Dios que tiene mi alma cuando lo mira, dentro de mis límites, dentro de mi pobreza. Y sueño con llegar más lejos, más hondo. Tengo una lámpara dentro de mis ojos, dentro de mi alma. Tengo aceite que permite que el fuego se mantenga encendido, como una luz perpetua que ilumina lo importante, al Amado. Es más importante el Amado que el que ama. Y el Amado, al dejarse amar por mí, permite que yo saque lo mejor de mi alma. El amor es posible porque hay alguien que ama desde su lámpara. Y alguien que necesita ese fuego para amar al mismo tiempo. Un camino de ida y vuelta. Del fuego al aceite. Del aceite al fuego. ¿Qué tengo que cuidar para que mi amor no se apague? La vida y el amor mueren cuando desaparece el respeto, el interés, la admiración, la búsqueda, la espera. Cuando dejo de esperar dejo de amar. Cuando dejo de admirar se apaga el sueño y languidece el espíritu que no me da fuerzas para subir el monte, para atravesar el desierto. No puedo descuidar el aceite. Sin aceite no hay llama, ni deseo, ni ansia por llegar a ninguna parte. El aceite está en mí, no se puede compartir, es sólo mío. Es la oración continua que alimenta el amor. Es el silencio hondo que me lleva a querer dar la vida. Las distracciones me alejan de lo importante. Dejo de valorar el esfuerzo y el sacrificio, cuando ellos son el aceite que permiten que el fuego arda. Sin renuncia, sin entrega, sin dar la vida el amor no crece. ¿A qué estoy renunciando por amor? La vida es muy larga y el tiempo que dedico a amar es tan escaso. Quiero tener el alma tranquila, es lo que quiero y no será posible hasta que llegue al cielo. Mientras tanto busco aceite, espero, cuido, aguardo y dejo que la llama que hay en mi interior siga encendida. Si lo descuido, todo muere. Y entonces ya no conozco ni soy conocido por Aquel al que creía amar y he descuidado.

 



[1] Papa Francisco, Encíclica Todos hermanos

[2] King, Herbert. King Nº 2 El Poder del Amor

[3] Christian Feldmann, Rebelde de Dios

[4] Amelia Noguera, Escrita en tu nombre

[5] Papa Francisco, Encíclica Todos hermanos

Comentarios
Nombre:   Procedencia:
Comentario:
Código de seguridad:   captcha
Caracteres restantes: 1000