Homilía del padre Carlos Padilla - 9 de julio

Domingo 9 de julio de 2023 | Carlos Padilla

Domingo XIV Tiempo Ordinario

Zacarías 9:9-10; Romanos 8:9, 11-13; Mateo 11:25-30

«Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré. Tomad sobre vosotros mi yugo, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón»

9 julio 2023    P. Carlos Padilla Esteban

«Me gusta el descanso en el que el tiempo se detiene y observo la vida con paz. Necesito tomar distancia. Alejarme para ver lo que está pasando y descansar desconectando»

A veces hago algo bien e igual me critican. O creo estar haciendo lo que a otros beneficia y me juzgan. Como si yo tuviera interés en todo lo que estoy promoviendo. Como si siempre pensara sólo en mí y buscara una gloria que es efímera. Nunca llueve a gusto de todos, dice un dicho. Y en otras ocasiones es la envidia un sentimiento poderoso que hace que la realidad no pueda ser perfecta. Si me alegro del bien de mi hermano querrá decir que estoy madurando. Si sonrío con sus sonrisas. Y lloro con sus llantos, querrá decir que soy más empático que ayer y más sano. Cuando señalo siempre la mancha en el mantel blanco. O pongo en tela de juicio de forma sutil lo logrado por otros. Como si no hubiera sido todo tan perfecto como parece. Veo con claridad que el corazón está enfermo. Sé que desde que nace está dividido, roto en su interior. Por eso me cuesta tanto alegrarme con las victorias ajenas y disfrutar de las alegrías de mis amigos. ¿Qué siento cuando alguien a quien quiero obtiene un éxito que yo desearía para mí? ¿Cómo me siento cuando veo que mi vecino tiene cosas mejoras que las mías? Tengo en el alma una tendencia innata a la comparación. Lo que tiene mi hermano me parece mejor que lo mío. Y me enojo, me lleno de rabia. ¿Cómo puede ser eso posible? La envidia es un sentimiento que me destroza por dentro. No consigo erradicarla con facilidad. En seguida brota y hace que lo bello no sea tan bello y lo bueno sea regular. Siempre podré encontrarle una arruga a un rostro bello. En cualquier momento distinguiré un defecto en el que parece perfecto. Y lo diré en alto, para que todos lo vean y sepan que no todo es tan bonito como parece. Y buscaré intenciones ocultas que no sean tan puras, y sentiré que la vida de los demás no es tan valiosa como el mundo piensa. ¿Qué me sucede que no me alegro con las victorias de los demás? Lo que otros tienen es lo que yo quiero. Y si he perdido algo me entristece que otros lo puedan disfrutar. Mis ausencias se convierten en heridas abiertas. Y sangro por ellas, todo me duele. La vida no será tan bonita como algunos quieren hacerme creer. Yo lo sé, les digo, no todo es perfecto. Y tendrán razón en algunas cosas. La vida no es perfecta, tiene sombras, intenciones impuras, pasiones y deseos confusos, inmaduros. Y todo puede ser digno de una condena, o de un rechazo. Lo malo no es que la vida sea incompleta y defectuosa. Lo que duele es la amargura dibujada en los ojos. Ese sentimiento de rabia incontrolada. La envidia desmedida que hace que las cosas no puedan ser alabadas. No logro agradecer por lo bueno, porque no es tan perfecto como podía ser. O porque yo no estoy en el centro de todo lo que está pasando. O porque a mí no me preguntaron, no me dijeron, no me contaron. No valoraron mi aporte ni me pidieron ayuda. Y sufro pensando en todo el bien que los demás hacen, del que yo no formo parte. Me duele muy dentro. Es un sentimiento feo, oscuro e injusto. Tengo la sensación de que todo es terriblemente sucio. Veo hipocresía y falsedad. ¿Qué hago con esos sentimientos inmaduros que aparecen cuando menos lo espero? Me desconozco. Veo mis sentimientos ruines, mis juicios injustos, mis condenas altaneras, mi orgullo que no me deja hacer las cosas bien. Todo lo malinterpreto. Siempre creo tener razón en mis condenas. Creo que es mejor hacer algo y ser criticado que no hacer nada. Leía el otro día: «Equivocarse no es tan terrible. Caemos, nos levantamos, lloramos un poquito por las consecuencias, aprendemos de nuestros errores si somos listas y seguimos adelante»[1]. Me puedo equivocar muchas veces. No importa tanto. Prefiero que me critiquen por hacer algo que por no hacer nada. Prefiero morir cometiendo errores que vivir protegido con un miedo enfermizo a equivocarme. El que nunca se pone en camino nunca se pierde. El que nunca ama nunca resulta herido. El que nunca se expone nunca disfruta ni sufre. No hacer es ya hacer algo. La pasividad tiene forma de desidia. Y el juego de cuidar mi imagen es algo que me enferma y me aísla en un egoísmo terrible. Por todo eso me pongo en camino y actúo. Decido hacer cosas, no dudo de lo bueno que hay en la vida. No tomo tan en cuenta las críticas que recibo. Son parte del camino. Y si no actuara, también me criticarían. La vida se compone de esos momentos llenos de luz en los que elijo la vida y el bien.

Me gustan la ternura, las caricias, el abrazo, la empatía, la comprensión. Todo lo que ayude a que el amor crezca y se enriquezca es algo muy valioso. La frialdad, la distancia, el olvido, el desinterés, las críticas constantes, las quejas, la amargura, los silencios llenos de reproche. Todo esto hace que el amor muera rápida o lentamente. Quisiera crecer y ser más humano, más tierno. Quisiera que la vida fuera más bella y llena de amor de lo que hoy siento que es. Me duelen el olvido y el desprecio. Me da rabia no ser capaz de abrazar con ternura y comprender al que amo. Leía el otro día: «Persona tierna es aquella que se muestra sensible y reactiva frente al otro, aquella que capta el amor incluso con sus matices y delicadezas, se queda sorprendida y lo agradece, lo siente siempre sobreabundante, hasta llegar al punto de conmoverse. Es una persona que no tiene miedo de sus propios sentimientos, es libre de dejarse querer y de querer»[2]. Me gustaría no tener nunca miedo a mis sentimientos. Aceptarlos y ser capaz de expresarlos. No dejarme dominar por el miedo. Ser capaz de amar sin guardarme nada. Expresarlo. Cuando en el matrimonio desaparecen las caricias el amor se enfría. «Si viene acompañado de amor, el contacto se enriquece, se diversifica y cede el paso a la expresividad del cuerpo. Una caricia, una sonrisa, un beso, a veces, bastan para mantener unidos a dos amantes»[3]. Gestos sencillos, cotidianos que alimentan el amor. La importancia de los detalles que parecen insignificantes, pero que marcan la diferencia. La ternura no es sólo con los hijos o con los padres ya mayores. La ternura forma parte del amor. La delicadeza en el trato. El respeto profundo ante la persona amada. Sin herir con palabras ni con silencios. Sin decir lo que puede hacer daño. Es fácil hablar, más difícil callar. No quiero llevar cuentas del mal que me han hecho y tampoco del bien que yo hago. La vida parece sencilla pero no lo es y el amor se convierte en una asignatura pendiente en muchas relaciones. Todo lo que no se da se pierde. Y cuanto menos recibo menos estoy dispuesto yo a dar. Si olvido la cercanía viviré lejos. El amor es un río que llena de vida el corazón amado. Un agua pura que todo lo purifica. Como leía el otro día: «Pasó todo el día recordando trozos de sus conversaciones, el modo en que lo habían excitado sus manos o sus ojos mirándolo con dulzura mientras le hablaba; pero también buscando los rastros de sus abrazos y las huellas de sus caricias. ella le hacía sentirse esencial, como si no soportara ausentarse un momento de su lado»[4]. Todo lo que doy se recuerda como un bálsamo. El corazón se llena de la ternura recibida. En mis primeros años de vida lleno el pozo de ternura o se queda vacío. Y de ahí surgirá más tarde mi insatisfacción constante en el amor o la sensación de que le pertenezco a alguien para siempre. En esa ternura humana me habla Dios. Quiere llevarme a lo más hondo de su corazón de Padre y necesita para ello mis manos humanas, mi cercanía, mi calor. Necesita que no sea frío, que no sea distante. Porque así es el amor de Dios. Es un amor cercano que me hace sentir su presencia muy dentro. Quisiera cuidar mis vínculos humanos. Para llevarlos a Dios, para que al amor no se enfríe nunca. Así lo explica el Papa Francisco hablando del matrimonio: «La vida en pareja es una participación en la obra fecunda de Dios, y cada uno es para el otro una permanente provocación del Espíritu. Los dos son entre sí reflejos del amor divino que consuela con la palabra, la mirada, la ayuda, la caricia, el abrazo». No es un amor de ideas. Es un amor que se hace carne. Soy alma y cuerpo. Y necesito ser amado en mi alma y en mi cuerpo. Y amar a mi hermano con todo lo que soy. Sin miedo a exponerme. Sin miedo a no recibir lo mismo que yo entrego. Por eso tengo que cuidar los detalles que alimentan el amor diario entre esposos, entre padres e hijos, entre hermanos, entre amigos. Me fijo en María que cuidó a Jesús haciendo que su amor fuera una montaña de ternura. Sus caricias de Madre sostuvieron siempre a Jesús, hasta el día de su muerte. María me enseña esa manera de amar que es global e íntegra. No hay distancias ni barreras. No hay obstáculos que me impidan llegar al corazón de cada persona. Quisiera cuidar lo que Dios me ha dado. Y valorar todo el amor que guardo en el corazón como dentro de un pozo. Para tener siempre agua suficiente, para no sentir la sed de un amor humano que me eleve por encima de mis límites hasta Dios. Quiero confiar en ese amor de Dios en mi vida. Él me ama con ternura, como una madre. Me sujeta cada vez que estoy herido y sana con delicadeza cada herida. Sé que me busca siempre cuando me he alejado y me coloca sobre sus hombros como a la oveja perdida. Es el amor de Dios que se hizo carne en Jesús para explicarme cuánto me ama Dios y cómo me ama siempre.

María protege mis pasos. Ella es el perpetuo socorro que necesito en mi camino. Su ayuda y su protección son constantes. No importa cuántas dificultades y situaciones de dolor sufra. María siempre está ahí, lista para socorrerme y darme su consuelo. En momentos de angustia acudo a ella y confío, sin dejar de sentir miedo, en su poderosa intercesión. No sé bien cómo hacer para confiar en el futuro. Continuamente Dios me hace ver que mi vida pende de un solo hilo. Un movimiento equivocado, un accidente, un error acabará con todos mis sueños. Como dice el profeta Isaías (Is 38,12): «Levantan y enrollan mi vida como una tienda de pastores. Como un tejedor, devanaba yo mi vida, y me cortan la trama». Cuando menos lo pienso hay un cambio de planes. Sentía que algo era seguro y se desvanece como la bruma de la mañana. Y todo se queda a medias, o al comienzo y no se acaba. ¿Cómo puedo hacer crecer mi esperanza cuando a mi alrededor veo desesperanza y miedo? No lo conseguirás, escucho que me gritan. Alguien vendrá y echará a perder tus sueños. Y yo sigo caminando lleno de esperanza. O es quizás ese permanente deseo que tengo de intentar darlo todo. Cueste lo que cueste. Pase lo que pase. Vivir esperanzado tiene que ver con mi natural optimismo. Desde niño creí en las sorpresas, en aquello que podía ocurrir si lo deseaba con muchas fuerzas. Cerraba los ojos, apretaba los puños hasta que mis nudillos se quedaban blancos y apretaba con fuerza los dientes. Deseaba que mirar de nuevo la vida fuera mucho mejor, tuviera más luz y música, más calma, más calor. Quería, ya desde niño, que la realidad se adaptara a lo que yo había dibujado con mis manos de niño. Desengaños. Sí, hubo decepciones y muchas. No siempre sucede lo que quiero que suceda. No tengo derecho al éxito, a que las cosas salgan bien. Cuando no salen bien, me frustro, me enojo. Leía el otro día: «Así que me decidí a dejarle las riendas de mi vida a los impulsos. A la primera sensación. A las pequeñas cosas que terminan por ser inmensas. A la chispa que estalla. Y ese misterio me llenó de ilusión mezclada con miedo, con la incertidumbre de lo inesperado, de lo desconocido»[5]. Esa actitud es posible cuando dejo de querer controlarlo todo. Los sueños, el mañana, la vida propia y la ajena. Cuando quiero que todo salga bien. Le pido a Dios que las desgracias se aparten de mi camino. ¿Quién puede asegurarme un día más de vida? Nadie conoce el mañana. Y no puedo asegurarme nada. Todo puede desaparecer sin que yo sepa cómo: «Surgía la esperanza que tanto miedo me daba. Las posibilidades. Los sueños. Porque los deseos son como pompas de jabón, bonitas mientras flotan en el aire, ascendiendo suavemente, reflejando la luz y transformándola en pequeños arcoíris. Hasta que algo las roza y entonces explotan. Yo estaba rodeado de aristas. Y mi mundo, de realidades»[6]. Sólo me queda entonces una esperanza fundada en el amor. Dejo de sujetar las riendas de mi vida con temor. No pretendo que las cosas sean como yo espero. Sólo sé que mi Madre permanecerá a mi lado siempre, sujetándome, sosteniéndome. Salvándome de la tristeza que a veces dejo que me invada. María viene a socorrerme cuando estoy perdido, cuando no sé dónde ir, ni qué hacer, ni cómo caminar. Los sueños son bonitos mientras duran y alimentan el alma. Pronto pasan y dejan a su paso un reguero de desesperanza. ¿Cómo puedo hacer para aumentar mi ilusión y mis ganas de vivir? Sé que los sueños pueden estallar en mil pedazos como pompas de jabón suspendidas en el aire. No me importa demasiado. La vida es breve y la esperanza me sostiene, pase lo que pase. No será igual que lo que yo había soñado. Quiero madurar y que mis emociones no dominen mis pasos. Quiero creer que puedo hacer las cosas mucho mejor. Puedo llegar más alto o más lejos. Esa esperanza la ponen Dios y María en mi alma. Y así es como puedo ser un instrumentos de socorro para los demás. Quiero imitar a María en su amor y compasión hacia los más necesitados. Ella me enseña a abrir mi corazón y a dar apoyo a los que sufren. Soy un mensajero de esperanza. No siembro rabia y desencanto a mi paso. No me fijo en lo que está mal. Veo lo que puede ser mejor. Veo el cielo azul y confío. De aquí al cielo. Estoy llamado a estar don Dios toda mi vida. Lo que aquí pase es solo pasajero. Siembro semillas de eternidad con mis palabras y con mis obras. Puedo mejorar el mundo que me rodea. Puedo hacer que haya más luz y esperanza. Puedo lograr que brille un amor más grande entre los hombres. Si mis palabras tuvieran siempre esperanza. Si mis actos estuvieran llenos de vida. No trabajo para mi reino, sino para el de Dios. Eso me da mucha paz. No es a mí a quien siguen, sino a Jesús. Eso me hace pensar que la vida puede ser mucho mejor. Cada día mejor que el anterior. Si creo que el amor de Dios es más grande que el mío. María me socorre cuando estoy a punto de correr. Me salva cuando estoy perdido. Tengo en el corazón la razón para vivir. Dios quiere que sea una pequeña luz en el camino de mucho. Que siembre algo de esperanza cuando todo parezca perdido. Quiere que sonría cuando nadie lo haga. Y que grite esperanza cuando otros griten odio. Amo la vida y eso me da alegría.

Me gustan las personas sabias e inteligentes. Parece que siempre tienen la respuesta correcta y saben lo que conviene hacer en cada momento. Viven el momento con conciencia. No le tienen miedo a la sabiduría de los demás porque ellos mismos son sabios. No tienen envidia, son inteligentes, interpretan bien los signos de los tiempos, sacan conclusiones y actúan con prudencia. Ser sabio es un anhelo de mi alma. Me gustaría tener esa sabiduría que viene de los cielos. Hoy Jesús exclama: «En aquel tiempo, tomando Jesús la palabra, dijo: -Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las has revelado a pequeños». Lo importante se lo ha revelado Dios a los pequeños, a los sencillos, a los que no son sabios en apariencia para el mundo. ¡Qué difícil! Resulta que a los sabios e inteligentes Dios no les ha revelado lo importante. ¿Me siento pequeño? No lo sé. Me gustaría ver las cosas importantes de la vida. Me gustaría ver a Dios oculto en la carne humana. Me siento sabio e inteligente, creo que formo parte de ese grupo que desvela los misterios. Y el orgullo se apodera de mi alma. Cuanto más sepa, cuanto más conozca, más cerca estaré de Dios, pienso en mi interior. Cuando sepa interpretar todas las Escrituras. Cuando sepa defender la fe ante buenos y malos. Cuando logre una sabiduría que nadie pueda refutar y mis argumentos sean poderosos. Vanidad, todo es vanidad. Me veo en una carrera por ser sabio, docto, digno, elegido. Y me dice hoy Jesús algo que me desconcierta. Que las cosas importantes se las va a revelar a los sencillos. Así fue siempre. Desde que llamó a estar a su lado no a los escribas y fariseos sino a unos pescadores sin apenas formación. Hombres de mar que no sabían mucho de las Escrituras. Judíos devotos pero no sabios. Y ante ellos desveló Jesús que en el misterio de su carne se escondía el sentido de su vida, de mi historia. Su humildad es el camino y me sorprende. Hoy escucho: «He aquí que viene a ti tu rey. Justo él y victorioso, humilde y montado en un asno, en un pollino, cría de asna». Un rey montado en un burro. Sin prestigio, sin éxitos, sin gloria. Un rey humilde y sencillo. Así era Jesús. Hombre, de carne, frágil. Podría morir y sufrir. Podría ser rechazado porque no se imponía por la fuerza. Era difícil aceptar un rey así para los sabios. Un rey que no iba a acabar con el poder de los romanos. Un rey que no iba a traer el reino esperado. Un rey que no iba a cambiar las estructuras injustas, ni el poder que hacía daño, ni la mentira ni el odio. Un rey así no era el que venía. Ese rey no era el que Jesús venía a traer en su carne mortal. Por eso no es comprendido por los sabios. Nadie espera un rey sin poder ni gloria. Por eso Jesús escandaliza. Porque es demasiado humano, demasiado pequeño, demasiado impotente. Y el corazón desea otro rey, otro poder, otra gloria. Decía S. Bernardo: «Lo primero que hace el justo al hablar es acusarse a sí mismo: y así, lo que debe hacer en segundo lugar es ensalzar a Dios, y en tercer lugar (si a tanto llega la abundancia de su sabiduría) edificar al prójimo». El verdadero sabio del que me habla Jesús es humilde, es pobre, es un niño. Tiene el corazón grande y no les teme a los poderosos. No trata de contentar a todos. Dice lo que lleva en su corazón aunque no siempre agrade a quien le escucha. El sabio pobre tiene una sabiduría que le viene de Dios. Duda, tiembla, teme. No tiene certezas, sólo esperanza. Camina sin sentar cátedra allí donde se encuentra. Reconoce sus límites. Asume su precariedad. Ha tocado los límites de su impotencia. El sabio del que me habla Jesús es un hombre que siempre está en camino, que aún no ha llegado a la meta, a la mejor versión de sí mismo. Vive reconociendo la grandeza de los demás. Ensalza siempre a Dios porque sabe que sin Él nada es posible: «Yo te ensalzo, oh Rey Dios mío, y bendigo tu nombre para siempre jamás; todos los días te bendeciré, por siempre jamás alabaré tu nombre; Clemente y compasivo es el Señor, tardo a la cólera y grande en amor bueno es Dios para con todos, y sus ternuras sobre todas sus obras». Así es el poder del pobre que no siente que pueda él conseguir solo lo que desea. Sin Dios no puede nada. Por eso las cosas importantes se las revela Dios en su alma. Porque el pobre de Dios no se siente poseedor de verdades. Sólo asume que la vida es la que es y no tiene más pretensiones. Aprende a valorar lo que hay a su alrededor. Siembra siempre paz con sus palabras. Une a los que están divididos. Enaltece a los que se sienten humillados. Sabe reconocer los errores y pide perdón con humildad cada vez que hace algo inapropiado. El sabio del que habla Jesús es un justo. Su sabiduría es de Dios, no se la han dado sus aprendizajes. Siempre sabe poco y no tiene respuestas a todas las preguntas que escucha. No por ello se desanima. Entiende que Dios le revelará a él, en su pobreza, sus verdades más importantes. Eso le alegra porque así podrá caminar más caminos. Alabar a Dios es aceptar los propios límites y reconocer las propias caídas como parte del aprendizaje. El Señor no me deja solo en medio de mi pobreza. Me levanta sobre mis cimientos frágiles y me enseña a caminar por la vida. Me asombra siempre el poder de Dios que elige a los sencillos para dejar en vasijas de barro su tesoro.

Me gusta ese Jesús que me invita al descanso: «Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré». ¡Cuántas veces siento que Jesús es el único descanso verdadero en mi vida! Pero yo voy buscando descansos que no me descansan. Lugares en los que no encuentro paz. Personas que no me llenan de alegría sino que me tensan. Y sufro sin un sentido claro. Quiero descansar. La vida pesa en ciertos momentos. El cuerpo tiende a un reposo que no encuentra. Y Jesús ve que estoy cansado, que necesito descanso, que me falta paz para hacer mi camino. Las prisas me invaden. El deseo de hacer todo lo que los demás esperan de mí. Como si fuera imprescindible. Vanidad, es pura vanidad. Querer hacerlo todo bien, no fallar nunca, parece una exigencia. ¿Y si no lo consigo hacer? Reproches, culpas, sentimiento de frustración. Por no lograr lo que me había propuesto. Estoy cansada, el alma se cansa. Decía S. Juan de la Cruz: «El alma que anda en amor, ni cansa ni se cansa». Dejo de andar en amor en ocasiones y vivo frustrado, triste, casi sin darme cuenta. Será que estoy cansado. Cansa la vida cuando no sé llevar con alegría todo lo que me sucede. Cuando agrando los problemas al mirarlos sin perspectiva, porque estoy demasiado cerca y sufro. La angustia me invade y se agarra al alma no dejándome respirar. Quiero descansar. El descanso es un arte y no lo practico bien. No sé desconectar incluso cuando digo que me voy de vacaciones. Me llevo los problemas, los pendientes, todo lo que aún me queda por hacer. Y lo voy haciendo mientras pasan los días llamados de descanso. Y yo sigo atado al celular, a los whatsapp, a los mails. Como si fuera el único capaz de sacar adelante la empresa, el negocio, ese trabajo por el que doy la vida. Sin darme cuenta de que los míos, mi familia son los más importantes. Y a ellos ni siquiera en vacaciones les doy todo mi tiempo, todo mi ánimo, mi alegría, mi creatividad. Cuando estoy cansado aumenta mi mal humor y surgen las tensiones. Porque no descanso, no desconecto. Las mejores vacaciones no dependen de dónde sean ni de con quién. Dependen de mí. ¿Soy capaz de descansar? Significa que soy capaz de cortar con lo que estaba haciendo y hacer algo distinto. Comenzar una aventura sin pensar en lo que estoy dejando atrás aún sin resolver. Me gusta esa imagen. Jesús quiere que esté con Él para descansar. Quiere que repose en su regazo y me quede dormido en su pecho. Como queriendo oír lo que hay en los latidos de su corazón. Quiere que me abrace a Él como a mi columna sagrada en la que puedo dejar todo lo que me inquieta y agobia. Siempre me agobia lo mismo. Sufro ante un futuro incontrolable. Un futuro demasiado desconocido. ¿Seré capaz de hacer frente a todos los desafíos que se dibujan en el futuro inmediato? Imposible, no podré hacerlo. No soy capaz de lograr dar respuesta a todas las preguntas que brotan de golpe. Me siento solo. Como si yo solo fuera capaz de cargar con el mundo sobre mis hombros. Demasiado difícil. La vida es dura, incontrolable. Sufro sin darme cuenta. Me duelen las entrañas. Siento que necesito descansar en el pecho de Jesús para poder saltar de gozo: «Exulta sin freno, hija de Sión, grita de alegría, hija de Jerusalén! El suprimirá el arco de combate, y él proclamará la paz a las naciones. Su dominio irá de mar a mar y desde el Río hasta los confines de la tierra». No quiero olvidar que Dios ya ha vencido en todas esas batallas a las que me llama a luchar. Ha logrado la victoria en todas esas derrotas que sufro por mi incapacidad. Está presente en medio de mi turbación y agobio para decirme que no debo tener miedo. La vida al final sale bien, todo resulta bien. Quizás no como esperaba, pero sale bien a la manera divina. Porque Dios siempre está presente y me bendice. «Dios es fiel en todas sus palabras, en todas sus obras amoroso; sostiene a todos los que caen, a todos los encorvados endereza». Es fiel a mí, a su palabra. No me va a dejar solo aunque me parezca que estoy totalmente solo. Su palabra es mi consuelo. Su amor inmenso me sosiega en mis pesares. ¿Por qué tengo miedo? ¿Por qué dudo con tanta frecuencia? La vida se detiene en medio de la nada. Y siento que todo se paraliza por un instante. Va todo tan rápido a veces. Me gusta el descanso en el que el tiempo se detiene y yo observo la vida con mucha paz. La observo con ojos los abiertos, con una sonrisa. No me va a dejar solo. Aunque ahora me parezca todo imposible los problemas se irán haciendo pequeños. Necesito tomar distancia. Alejarme un poco para darme cuenta de lo que está pasando. Una vez lo vea todo con más claridad podré descansar desconectando. Dejo los agobios en el pecho de Jesús. Él sabrá qué hacer con mis problemas y preocupaciones. Yo no sé qué puedo hacer con ellos. Me ahogo en un vaso de agua. Estoy cansado en medio de mil problemas. Cansado de las exigencias, de las dependencias, de los problemas que la vida plantea. Quiero descansar en su pecho, en su costado abierto. Quiero aprender a vivir en el amor de Dios para no cansarme, para no cansar a nadie.

Jesús me pide que tome su yugo y lo siga: «Tomad sobre vosotros mi yugo y hallaréis descanso para vuestras almas. Porque mi yugo es suave y mi carga ligera». Si tomo su yugo tendré descanso. En el rito del matrimonio hay un momento en el que se coloca un lazo o un velo sobre los esposos. Quedan unidos así bajo un mismo yugo, el de Jesús. Unidos en Dios ya no tienen miedo porque su yugo es llevadero y su carga ligera. Me impresiona que ese yugo, el de los mismos bueyes, creado para que los dos animales trabajaran al unísono, en la misma dirección, me sirva a mí. Sirve para que los cónyuges no se alejen buscando cada uno su descanso y siguiendo diferentes caminos. Permanecen unidos, el uno junto al otro, trabajando, apoyándose. Sin dudar, sin miedo. El misterio de la vida matrimonial me dice que cuando los cónyuges se apoyan, se acompañan, se buscan, comparten gustos y aficiones, las cosas son más fáciles. Cuando caminan bajo un mismo yugo los problemas que tienen ante ellos no son tan complicados. Dos piensan por dos. Dos ven más, descubren más posibilidades y encuentran más y mejores soluciones. Dos caminando juntos se entienden mejor. No es tan fácil permanecer unidos bajo el mismo yugo. Y por lo mismo tampoco es fácil vivir unido a Jesús bajo un mismo yugo. Quiere que me someta a Él, y yo opto a menudo por someterme a otros hombres buscando otros caminos de felicidad. Optar por Jesús es exigente. Supone dejar que mi vida unida a la suya sea fecunda. Me gusta pensar en esa abundancia que brota de mis pasos cuando camino con Él. Cuando me dejo guiar por su palabra. Su voz me calma, me llena, me anima. Quiero tomar su yugo para vivir descansado, en paz. Si estoy unido a Él tendré más tranquilidad en mi alma. Es lo que deseo. Junto con pedirme que esté a su lado, sin huir, sin esconderme, me pide algo más. Quiere Jesús que aprenda de lo que es su vida. Lo único que me pide que aprenda es lo siguiente: «Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón». Jesús fue manso de corazón. Esa mansedumbre puede exasperar. Se deja guiar hasta el Calvario sin oponer resistencia. Las personas mansas son escasas. A menudo abundan las irascibles que se rebelan en seguida. Los inconformistas que gritan y luchan contra la realidad. Las personas mansas suelen ser más adaptables. No tienen ideas tan fijas. Se abren a los que otros proponen. No reaccionan con rabia ante las ofensas. Se mantienen calmadas en toda ocasión. Esa mansedumbre es la que me gusta ver en los demás y yo pocas veces la poseo. Me gustaría ser manso y no reaccionar con violencia ante cualquier ofensa. Además me pide que aprenda de Él que es humilde. No sé ser humilde. En seguida el orgullo y el amor propio se imponen en mi voluntad. Quiero vencer, quiero ser reconocido y valorado. Quiero que me tomen en cuenta. Quiero que sepan todo lo que he hecho. No sé pedir perdón. No sé pedir las cosas por favor. Me falta esa habilidad para entrar en contacto con mis hermanos desde mi pobreza. Si pido humildad puede que me lleguen humillaciones. Sin duda será el camino más rápido para crecer en humildad. Esos rasgos de Jesús son muy claros. Y por eso me pide que los aprenda. Quiere que sea feliz y por ese camino de la mansedumbre y la humildad es por donde voy a ser una persona sabia y plena. Para vivir así necesito vivir en el Espíritu de Dios: «Mas vosotros no estáis en la carne, sino en el espíritu, ya que el Espíritu de Dios habita en vosotros. El que no tiene el Espíritu de Cristo, no le pertenece; Y si el Espíritu de Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, Aquel que resucitó a Cristo de entre los muertos dará también la vida a vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que habita en vosotros. Así que, hermanos míos, no somos deudores de la carne para vivir según la carne, pues, si vivís según la carne, moriréis. Pero si con el Espíritu hacéis morir las obras del cuerpo, viviréis». Vivir en el Espíritu y no dejarme llevar por los instintos de la carne es lo que me hace libre. Y en esa libertad podré ser manso y humilde. Se lo pido a Dios, Él puede hacerlo. Pienso en tantas veces en las que me impongo con mi orgullo. No acepto que las cosas se hagan de forma diferente. A menudo escucho críticas contra mí o juicios que no son ciertos. Me lleno de ira. Quiero que el mundo sepa que no soy así, que soy diferente. Y sufro, porque no me reconocen, no me aceptan, no me aman. La humildad tiene que ver con la verdad. Aceptar como soy, amar mis límites y debilidades, comprender que no puedo hacer todo lo que quiero y que siempre habrá alguien que haga las cosas mejor que yo. No me importa, lo acepto, se lo entrego a Dios. Cuando soy humilde me calmo en seguida. Reconozco que los demás tienen razón aunque yo no la tenga. Acepto las opiniones contrarias a la mía y no me enojo. Cuando soy de verdad humilde aceptaré que me traten de acuerdo con mi pobreza. Ese grado de humildad me hará ser más santo. Aceptar mis contradicciones y saber que Dios las puede utilizar para sacar un bien para los demás.



[1] Mónica Gutiérrez, Club de lectura para corazones despistados

[2] Amadeo Cencini, Ladrón perdonado

[3] Amelia Noguera, Escrita en tu nombre

[4] Amelia Noguera, Escrita en tu nombre

[5] María Martínez, La fragilidad de un corazón bajo la lluvia

[6] María Martínez, La fragilidad de un corazón bajo la lluvia

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