Homilía del padre Carlos Padilla - 9 de octubre de 2022

Domingo 9 de octubre de 2022 | Carlos Padilla

Domingo XXVIII Tiempo Ordinario

2 Reyes 5, 14-17; 2 Timoteo 2, 8-13; Lucas 17, 11-19

«Los otros nueve, ¿dónde están? ¿No ha vuelto más que este extranjero para dar gloria a Dios?  Y le dijo: - Levántate, vete; tu fe te ha salvado»

9 octubre 2022    P. Carlos Padilla Esteban

«Quiero alabar a Dios, quiero agradecerle por la vida que me ha regalado. La vida es un don inmenso. Si supiera ver todo lo bueno y agradecer por lo malo, sería más feliz, más pleno»

Hay un niño pequeño golpeando una pelota. Caminando despacio por una calle vacía. Soñando con llegar a lo alto de la cumbre. Golpeando una pelota delante de sus pasos. No pierde de vista la pelota. No pierde de vista la cima de la montaña por la que serpentea el camino que sigue. Tiene claro hacia dónde camina. Pero a veces se cansa, se despista, tiembla. No quiere que se le escape la pelota y ruede colina abajo. No quiere quedarse sin la pelota o tener que bajar a buscarla para volver a empezar todo de nuevo. Está en tensión, nervioso, angustiado. Pienso que a veces mi vida puede parecerse a la de ese niño del sueño golpeando una pelota. Ese niño inquieto y cansado. Ese niño obsesionado con su pelota. No quiere perderla por ningún motivo. Pero se detiene porque le da miedo cometer un error. Un error que le cueste perder la pelota. Un despiste, una acción torpe. Los errores son posibles, se lo enseñaron de pequeño a ese niño. Pero lo entendió mal y creyó que eran posibles en los débiles, en los torpes, en los incapaces, pero no en él que era mejor que el resto. O al menos quisieron convencerlo desde que nació que él era especial. Que lograría llevar la pelota hasta la cima sin problemas. Se lo dijeron de muchas maneras y cargaron sobre sus hombros una carga inmensa, demasiado pesada. No puede hacer nada mal. No puede equivocare, él no. Los errores son para los demás. Por eso acertar o errar se convierten en dos caminos opuestos. Algunos yerran. Otros aciertan. Y él sin duda es de los que aciertan. Sigue golpeando la pelota con fuerza, hacia la cima. No quiere perderla. Pero sólo tiene ojos para la pelota. No ve a las personas caídas al borde del camino. No tiene tiempo, ni fuerzas. No ve otras opciones, otras posibilidades. Sólo ve una vía, un sendero, una pelota. Y se angustia pensando que lo hará todo mal si llega arriba sin la pelota o simplemente si no llega. Ese niño vuelve a mi cabeza de vez en cuando a pedirme que no pierda la pelota. Y yo pienso en la pelota que golpeo y miro cada día de forma obsesiva. ¿Y si un día la pierdo? ¿Y si me detengo y pierdo el tiempo, o la vida? ¿Y si me confundo? Pienso en mi interior en lo peor que puede pasarme. Y veo que no es tan grave. La vida es mucho más que esa pelota, que esa montaña, que esa cima. Mucho más que el conjunto de todos mis aciertos o todos mis errores. Ojalá aprendiera a vivir con paz, más distendido, más alegre, más niño. Ojalá mirara a los demás a los ojos, dejando a un lado mi pelota, ignorando su presencia. Ojalá dejaran de angustiarme los posibles fracasos y errores. Lo peor que puede suceder no es tan terrible. Me quedo callado mirando al cielo. Veo como la pelota corre colina abajo. No me inmuto, no me altero. La dejo ir sin preocuparme. Al principio me angustio. Luego brota la paz lentamente, como un manto que cubre mis fríos. Miro a los lados del camino. De pie, quieto, no camino, no avanzo, no hago nada. Me han enseñado que en la vida hay que hacer cosas que merezcan la pena. Acciones que sean recordadas como logros valiosos. Me han dicho que no puedo perder el tiempo, que tengo que producir para justificar mi existencia. Haz algo, me repite una voz muda en mi cabeza. Y ese niño que veo con su pelota, sonríe. Él también lo saba, hay que lograr cosas. No basta con vivir, me dice. Para que no olvide que la vida la construyen los sabios, los capaces, los inteligentes. Sonrío al cielo sin hacer nada, sin decir nada. Merece la pena detener el paso y dejar que ruede la pelota. Y que nada me preocupe o me inquiete. El frío no me hará daño. El calor no me sofocará. Sé que la vida se vive sólo una vez y quiero hacerlo poniendo mi corazón como prenda. Es eso lo que más vale, no tanto esas cosas que hago, digo, o escribo. No tanto esos logros humanos que se los lleva el viento. O ruedan colina abajo cada vez que yerro, caigo, me equivoco. Busco a alguien, a ese Dios escondido, que me ame en mis errores, que me abrace en mis yerros. Que me sonría cuando pierdo el camino y me alejo torpemente de la ruta marcada. Ese Dios al que amo me ama de forma incondicional. Haga lo que haga con la pelota, con la cima. Simplemente quiere que lo mire a Él, para no perder el sentido de mi vid, y sonría. Los errores no me separan de las personas. Cuando hay un amor verdadero me unen para siempre. Veo al niño ahora ya sin su pelota. Está tranquilo y me sonríe. Vuelve la paz al alma.

Veo mariposas que vuelan por la ciudad. Llenan de luz mis ojos mientras migran hacia el centro del país buscando zonas más cálidas. Migran de forma desordenada, caótica, el aire se llena de alas, de colores, de alegría. Migran buscando la salvación, la vida. Siempre me conmueve la migración. El hecho de abandonar el lugar de tu nacimiento para emprender un viaje quizás sin retorno. Con el deseo de encontrar la vida. Con la ingenuidad de pensar que en ese otro lugar todo va a ser mejor. Nadie emigra y deja su ciudad natal si no es por necesidad. Quizás en ocasiones puede ser por una dificultad para aceptar las cosas como son. Puede ser que la vida que llevan no sea la que soñaban. Y entonces se rebelan y buscan algo fuera. Tengo la tentación de huir de mí mismo, de mi vida, y emigrar. Surge el deseo de probar cosas diferentes, mejores que llenen al alma. Y así se me escapa el tiempo entre las manos volando, buscando tierras mejores, lugares mejores. Las mariposas vuelan queriendo salvar la vida. Eso es lo importante. En ocasiones será necesario emprender ese viaje para salvar la vida. Y entonces el esfuerzo merecerá la pena. La migración es un tema muy complejo. Vivir fuera de tu tierra, en otra diferente, sin pertenecer nunca del todo al lugar que te acoge. Echar raíces sin querer olvidar las raíces propias. Volar sin desear perder la tierra que era propia. Importa el que emigra dejándolo todo. E importa el que acoge al que llega dándole hogar en su alma, una tierra en la que echar nuevas raíces. Acoger sin juzgar. Aterrizar en una nueva tierra sin juzgarla. Empezar desde cero sin olvidar el pasado. Salvar el presente construyendo un nuevo futuro. Todos tenemos mucho de emigrantes. Todos dejamos lo seguro de nuestra tierra para ponernos en camino. Decido dar un salto y volar como esas mariposas. Y no quiero dejar de hacerlo por miedo a las consecuencias de mis actos. Siempre tendré que asumir las decisiones pasadas. Y siempre lo decidido será lo mejor, no viviré volviendo a lo que ya no puedo cambiar. Trataré de hacer de mi tierra mi casa. Vivo rodeado de migrantes. Hombres en camino buscando hogar. Huyendo de algún sitio o alejándose de los lugares donde vivían. Deseando una nueva tierra, un nuevo comienzo, una nueva aventura. Hace falta tener un corazón valiente para emprender este vuelo de las mariposas. Un ansia de escalar montañas y llegar lejos. Y al mismo tiempo es importante la memoria. Nunca Sin olvidar de dónde vengo. Porque mi tierra, mis raíces primeras, son fundamentales. Soy quien soy por lo que he vivido, por lo que he sufrido, por lo que he llorado, por lo que he reído. La memoria permite que no deje de ser quien soy. Siempre perteneceré a dos mundos. A aquel en el que nací, crecí, maduré, amé, fui amado y el que ahora me acoge. Ese espacio primero en el que se fueron tejiendo los muros de mi alma. Nunca compararé las dos realidades. Le agradeceré a Dios por lo que he vivido. Y le pediré que me ayude a hacer hogares allí donde me encuentre. Que sepa aceptar las diferencias y no querer cambiarlas. Que me adapte a lo nuevo sin querer que todo sea como era antes. Que emprenda sueños nuevos sin tener miedo al fracaso. Que me reconcilie con mi pasado sin vivir lamentándome por lo que viví. Que sepa agradecer al que con un corazón grande me acoge viniendo yo de otras tierras. Al fin y al cabo la vida es corta, todos estamos de paso, estamos migrando como esas mariposas. En movimiento, buscando. Dejar de buscar y avanzar puede llevarme a la muerte, a la amargura, a la dejadez. Pienso entonces en ese movimiento de alas. Siempre en camino. Siempre descansando. Siempre volviendo a emprender el vuelo. No le tengo miedo a los cambios. Sé adaptarme. No le tengo miedo a los que son diferentes y no piensan como yo. La meta no es que todos tengamos un pensamiento único. Puedo pensar diferente y convivir amando al que no es como yo. Eso me da paz y pienso que siempre puedo aprender cosas nuevas. No lo sé todo, por eso estoy en camino, he dejado mis seguridades para crecer, quedarme sería la muerte. Y la seguridad no puede ser el objetivo de mis pasos. Siempre viviré en esa tensión entre lo de siempre y lo nuevo. Entre lo que me da seguridad y paz y lo que me hace crecer aprendiendo de nuevos mundos. Leía el otro día: «Un ambiente que ha hecho de la seguridad y la programación rigurosa el criterio supremo amenaza con extinguir la vida, porque no es posible, de hecho, comenzar una nueva jornada sin contemplar la posibilidad de tener que afrontar riesgos»[1]. No todo es seguro. No todo es riesgo. Así vuelan estas mariposas que me recuerdan que yo vivo caminando hacia el cielo, o volando hacia él. En la incertidumbre del presente. Mientras sueño con una plenitud de vida que sólo gozaré en el más Allá. Aquí al mismo tiempo sólo trato de construir pilares que sostengan mundos que necesitan algo de estabilidad. Los dos movimientos. Hacia dentro del alma, hacia fuera, hacia el cielo.

Cuando miro mi corazón pienso en todo lo que me preocupa. Sé que el impacto que tienen las cosas reales en mi organismo, en mi mente, es el mismo que pueden llegar a tener las cosas que me imagino y no son reales porque no han sucedido. Y la verdad es que más del 90% de las cosas que me preocupan no llegan a suceder nunca. Esto es importante porque normalmente pienso mucho y me angustio demasiado. Y ese stress es el que le contagio a mi cuerpo, a mi alma. Vivo en situación de alerta constante. Siempre puede llegar a suceder lo que ahora temo que suceda y estoy inquieto. No me gusta vivir con inquietudes, con miedos, con angustias, con ansiedad. Yo estoy inquieto, y el mundo que me rodea está aún más inquieto. Entonces vienen a mí los pensamientos del P. Kentenich: «El mundo allá afuera no duerme, El mundo se agita… Un mundo de mucho movimiento, un mundo extraordinariamente atento e investigador en el área de las ideas. Y para ese mundo estamos aquí: estoy yo aquí, están ustedes aquí, está cada uno de nosotros. Y en ese mundo inquieto yo tengo que hacer presente a la Iglesia»[2]. En este mundo inquieto, angustiado, triste, preocupado tengo que hacer presente la esperanza que contagia la Iglesia. ¿Es eso lo que realmente contagio? Ojalá contagiara paz, esperanza, optimismo, ilusión por vivir, alegría, tranquilidad. Quisiera que quien me mirara pudiera recibir algo de esa paz que viene del cielo, de lo alto. Pero yo mismo vivo inquieto contagiado por las preocupaciones del mundo, de los hombres, de la vida imperfecta que me toca vivir. Es el miedo a fracasar lo que me domina, o a perder, o a no encontrar, o a desilusionarme de esta vida, de los que encuentro en mi camino. Hasta el punto de poder perder la ilusión, la esperanza. Una preocupación pesa. Pero el hecho de vivir obsesionado pensando durante mucho tiempo en lo que me preocupa me acaba quitando la paz. Si pienso una hora en un problema puedo sobrellevarlo. Pero si van pasando las horas, o los días y el problema sigue agobiándome, su peso llegará a ser insoportable. Pero ¿cómo logro cortar y dejar de pensar en lo que me quita la paz o me entristece? No hay un método sencillo. No es fácil romper con ese mecanismo que tengo metido. Una y otra vez dándole vueltas al problema que no parece tener solución. Sobre todo porque muchas de las cosas que me agobian no dependen de mí. Pueden suceder o puede que nunca ocurran. Mi inquietud no tiene que ver con ellas. Es mía, nace en mi inseguridad de hombre finito y limitado. Y dejo de creer en la promesa que me hace un Dios al que no veo, no toco, no está a mi alcance. Los problemas pesan, pero puedo aparcarlos sobre todo cuando no puedo hacer nada para encontrar una solución. Hablarlo con alguien me alivia, es un desahogo. Sacarlo del alma y ponerlo en el aire, donde parece más pequeño que al verlo dentro de mí. El que me escucha no querrá darme soluciones, simplemente escuchará y empatizará conmigo. Compartirá mis miedos, mis angustias, mis preocupaciones. No podrá darme respuestas sabias, ni siquiera un gran consejo. Tampoco quería encontrarlo. Sólo hablando llego a tener más paz. Incluso al verbalizar lo que me angustia hasta todo parece más liviano y de repente algo de luz se filtra por las paredes cerradas de mi alma. Y siento que puedo confiar más, creer más, esperar más. Miro a Jesús y quiero confiar más. Me gustaría vivir infinitamente despreocupado. Que no me alteren las malas noticias. Que no me hunda cuando las cosas no salen como yo esperaba. Que no viva con dolor por todas las expectativas que se han visto truncadas. Me gustaría tener un alma alegre capaz de reírse en momentos de angustia. El otro día un hombre ya mayor me hablaba de su esposa recientemente fallecida: «Cuando nos conocimos siendo jóvenes en una fiesta ella iba con un vestido precioso que se había comprado hacía poco tiempo. En la fiesta un camarero tropezó y todas las bebidas de su bandeja fueron a dar en su vestido. En ese momento ella rompió a reír. Su risa en ese instante me enamoró de ella para siempre y pensé: yo quiero a mi lado a alguien que se ría de la vida cuando las cosas marchen mal y parezca no haber esperanza. Eso ha sido ella en mi vida, la alegría constante». Ese testimonio me conmovió. Me gustaría ser causa de alegría para los que están conmigo. No sólo cuando todo marcha bien y no hay problemas. Me gustan esas personas que sonríen siempre, no tienen miedo, ven en todo lo que les sucede una oportunidad para ser más felices, más plenos. No se alteran, no pierden nunca la paz, no se inquietan en exceso. Prefieren no pensar demasiado en lo que no tiene solución. No lloran días enteros sobre la leche derramada. No viven apegados al dolor que en su momento laceró sus almas. Son libres, están más en el cielo que en la tierra, o un poco en ambas partes. Me gustan esas sonrisas constantes llenas de luz que todo lo calman, a todo le dan un sentido, para todo tienen el tiempo y la paz necesaria.

Hay muchas personas enfermas del alma y del cuerpo. Quizás todos estemos un poco enfermos. Miro mi vida, mi alma, mi historia y veo motivos suficientes para estar herido, enfermo. Mis adicciones, mis dependencias, mis dolores son síntomas de heridas más profundas. Son señales de alarma. Son gritos que brotan en mi interior pidiendo ayuda al cielo, a Dios, a los hombres. Todo por mi herida, por mi enfermedad. Y entonces deseo que alguien me sane, me liberte, rompa mis cadenas de esclavitud. Hay muchas vidas rotas, enfermas. Comenta el P. Kentenich: «Quien no mantenga un contacto continuo con el alma del hombre actual, enferma en varios aspectos, no tendrá ni idea de cuántas neurosis obsesivas convierten hoy en un infierno, o al menos en un insoportable purgatorio, la vida de incontables personas de todos los estados y clases, sin descontar, por supuesto, sacerdotes y religiosos»[3]. Hay enfermedades visibles, esas que todos ven. Hay otras ocultas, escondidas, mal vistas, juzgadas. Esas otras enfermedades se mantienen escondidas, como si estuvieran vetadas, o condenadas. La lepra era en el tiempo de Jesús una enfermedad maldita. El que la padecía era rechazado por Dios, por los hombres, era un impuro. El leproso tenía que vivir fuera de la ciudad y alejar de su presencia, haciendo sonar una campana, a los que se acercaban. Una soledad honda y profunda. Hoy hay enfermedades que me aíslan. La misma pandemia de Covid ha sido una enfermedad que nos ha aislado. Lejos de los demás para no contagiarnos, para que no se contagie el vulnerable. La enfermedad puede aislarme por muchos motivos. Puedo sentirme enfermo y no desear que nadie vea mi estado y me compadezca. No quiero que se compadezcan de mí. No quiero que me amen por misericordia. Es curioso. Por un lado la misericordia es lo que me salva. Por otro lado me gusta que me quieran porque me lo merezco, no porque lo necesito. Quiero que me amen porque soy valioso. Como me decían unos novios el otro día: «Nos admiramos. Y esa admiración por el otro hizo crecer el amor». Un amor condicionado por el éxito del otro. Porque hace las cosas bien y yo lo admiro y lo amo. ¿Seguiré amándolo cuando ya no lo admire? Será más difícil. ¿Dejaré de admirarlo cuando caiga y haga algo mal? No lo sé, quizás deberé encontrar otras razones para admirarlo. Y si se enferma y pierde sus capacidades, ¿seguirá siendo fuerte mi amor hacia él? ¿O habré dejado escapar ese amor que se nutre de la admiración? No lo sé. Tengo claro que el amor crece con la admiración. Y sé también que me cuesta más admirar al débil, al enfermo, al frágil. En ese momento entra el amor de misericordia que es el que acoge, perdona y cuida. Pero ese amor es difícil, es un don en mi vida, una gracia que se me regala. No quiero estar enfermo, al menos de esa manera que no pueda hacer mi vida normal. Me aterra perder la cabeza, enfermar en el alma. Me asusta perder la alegría y dejarme invadir por la tristeza. No quiero perder las capacidades que me hacen cercano con mis hermanos, y digno de admiración. Nadie admira a una persona enferma. ¿O sí? Puede ser que admire la forma cómo el enfermo enfrente la enfermedad. El enfermo sufre una dolencia pero no necesariamente su vida se convierte en la de un enfermo convaleciente. Puedo padecer una enfermedad pero no comportarme como un enfermo. No quiero vivir exigiendo compasión de los demás, esperando que me traten como corresponde a mi vulnerabilidad. Lo primero es reconocer que estoy enfermo. Es el primer paso que tengo que dar. ¿Cuál es la enfermedad que me asola, me devasta? Esa enfermedad que me aísla y vuelve insensible ante el dolor de los demás. Porque cuando uno está enfermo deja de apreciar la belleza a su alrededor. Y lo que es peor, en la enfermedad dejo de alegrarme por la vida que Dios me regala. Veo mi enfermedad y me enfado con ese Dios que permite mi sufrimiento. Si no estuviera enfermo podría hacer muchas más cosas. Podría construir puentes y levantar nuevos hogares. Si no estuviera enfermo me integraría en este mundo como la levadura de una nueva masa para cambiar lo que no me gusta. Si fuera capaz de estar sano. O al menos de no darle tanta importancia a mi enfermedad. No quiero que nadie sufra al verme enfermo. No quiero que me traten como a un enfermo. En cualquier caso miro mi alma y me gustaría saber qué enfermedad me aqueja. Miro al cielo y le pido a Dios que me sane. Él puede hacerlo. Al mismo tiempo acepto que no puedo hacerlo todo perfecto. Estoy enfermo, tengo carencias en mi alma y en mi cuerpo, estoy herido. La enfermedad me impide amar bien, amar de verdad. La enfermedad me hace vivir en tensión con los demás, conmigo mismo. Es una lepra que me va quitando la vida sin que me dé cuenta. Por eso quisiera hacerle caso a Dios para sanarme. Quisiera que Él me mirara y cambiara todo lo que está en desorden en mi corazón.

Es muy importante agradecer para que mi corazón se ensanche. Soy capaz de agradecer cuando no me creo con derecho a nada en la vida. Hoy de los diez leprosos curados sólo vuelve uno a agradecer. Los otros nueve también estarían agradecidos en su interior. Pero no se toman la molestia de regresar para agradecerle en persona a Jesús por el milagro recibido: «Uno de ellos, viendo que estaba curado, se volvió alabando a Dios a grandes gritos y se echó por tierra a los pies de Jesús, dándole gracias». Sólo uno fue capaz de volver: «¿No han quedado limpios los diez? Los otros nueve, ¿dónde están? ¿No ha vuelto más que este extranjero para dar gloria a Dios?». Sólo uno de diez vuelve, es muy poco. Sólo uno sintió que su corazón desbordaba de gratitud y necesitaba ir en persona a decírselo a Jesús. Me cuesta agradecer cuando las cosas salen como yo esperaba. Más aún cuando siento que me merezco todo lo que me sucede. Me merezco el amor, el reconocimiento, el éxito, la adulación. Me merezco todo lo bueno que tengo, todo lo bueno que me sucede. ¿Cuántas veces al día le doy gracias a Dios por la vida que me ha regalado? Siento que tengo derecho al bien, al amor, a la vida. Un día más de vida por vivir. Y no doy gracias. Me hace bien alabar a Dios por la vida que se me regala. Quiero darle gracias por los sueños que tienen lugar en mi alma. Dios es bueno y bueno es todo lo que me pasa. Quisiera pensar que la vida es un don inmerecido, una cascada de gracias que se derraman sobre mí. Me hace bien sentarme ante Dios, cantar, alabar, dar gracias en silencio por el regalo de la vida. ¿Qué me pasa que a menudo voy corriendo sin tiempo para dar gracias? El que agradece tiene el corazón más lleno, con más paz, con más luz. Quisiera ser siempre así. Agradecer por todo lo que recibo sin merecerlo. Agradecer por la vida. Por lo bueno y por lo malo. ¿Cómo es posible dar gracias a Dios por lo que no me gusta, por lo que no es un bien? El otro día me sorprendió una persona que vivió todo un día enfadado con el mundo porque no le gustaban las circunstancias que le tocaban vivir. Me sorprendió. ¿Un día perdido? Creo que vivir enfadado con el mundo me quita paz, energía, ilusión por vivir. No ser capaz de vivir contento en las contrariedades. ¿Y si en esas circunstancias adversas Dios me está queriendo decir algo? Puede ser que, oculto en los contratiempos, me esté pidiendo de rodillas: «Hijo, alaba ahora, da gracias ahora. Cuando vengan mejores tiempos tendrás más ganas de hacerlo. Pero ahora es cuando si alabas vas a crecer por dentro, vas a madurar, vas a ser más libre». Y yo miraré sorprendido. Porque justo en ese momento es cuando menos alegría tendré. Echaré de menos lo que no tengo. Estaré llorando por lo que he perdido. ¿Cómo alabar a Dios y cantar dándole gracias cuando vivo enfadado con Él, con el mundo, con los demás que me ponen las cosas difíciles en esta vida? Cuando busco sólo mi lugar, mi posición, mis derechos, ¡qué infeliz voy a ser en esta vida! El otro día una persona me contaba algo de su trabajo y su forma de enfrentarlo. Cómo prefería estar oculta sirviendo que buscar sólo su beneficio. Me sorprendió su mentalidad y pensé, ojalá muchas personas pensaran como ella. Ojalá muchos vivieran así su vida. Habría más amor, más paz, menos guerras, menos rencores, menos heridas. Pero lamentablemente mi corazón no es así. Busca los primeros puestos y no está en paz con cualquier cosa. Se me llena el corazón de palabras, de buenos deseos. Digo que quiero ser el último, el servidor de todos. Lo digo con el corazón lleno de buenos deseos. Pero luego, cuando la vida aprieta, cuando otros no me respetan, cuando no valoran todo lo que hago, cuando la vida no me sonríe, me quejo, me indigno, me frustro. ¿Cómo voy a ser feliz con esa mentalidad? Imposible. Viviré buscando enemigos por todas partes y le echaré la culpa a los demás de mi malestar. Yo sólo quiero ser feliz, les diré. Déjenme serlo. Pero no consiste en eso la vida. Quizás si supiera agradecer todo sería más fácil. Si agradeciera más a las personas por lo que hacen. Ahí comienza mi misión. Ser agradecido con el que está junto a mí. Me pongo en sus zapatos y quiero mirar la vida desde su perspectiva. Desde sus heridas, desde el color del tamiz por el que mira todo lo que le rodea. Me gustaría ser así siempre. No vivir pensando sólo en lo que a mí me falta, en lo que necesito, en lo que me conviene. No me quejaré de mi mala suerte. No culparé a los demás de mi poca fortuna. La vida es injusta y no da a cada uno lo que se merece. Es una realidad que he constatado muchas veces. Las cosas no salen como espero. Y los sueños, algunos se hacen realidad y otros mueren a mitad de camino. Por lo tanto quiero tener una actitud agradecida con la vida. Bastantes cosas tengo, bastantes bienes he recibido. Tengo mucho más de lo que merezco. No me debe nadie nada. Ni el mundo, ni los demás. No me tienen que respetar por mi cargo. No tienen que seguir mis instrucciones, no tienen que aceptar mi parecer, no es necesario que me hagan caso ni me escuchen. Compruebo con facilidad cómo me indigno y pierdo la alegría. No puede ser pienso en mis adentros. Quiero alabar a Dios, quiero agradecerle por la vida que me ha regalado. Entono un himno de alabanza: «Cantad al Señor un cántico nuevo, porque ha hecho maravillas. Aclama al Señor, tierra entera, gritad, vitoread, tocad». La vida es un don inmenso. Si supiera ver todo lo bueno que me sucede y agradecer también por lo malo, sería más feliz, viviría más pleno.

El que tiene un corazón agradecido recibe mucho más en la vida que el que vive quejándose por todo lo que le pasa. Le sucede como al leproso agradecido que regresa feliz para dar gracias. Todavía postrado ante Jesús, escucha: «Levántate, vete; tu fe te ha salvado». Estaba agradecido y como respuesta a su gesto recibe mucho más de lo que esperaba. Él le dio gracias a Jesús por la vida nueva que le había dado y recibe el don de un amor inmenso. Antes de haber sido sanado el leproso vivía lejos de los hombres, lejos de su hogar, de sus amores. Ser sanado en primer lugar implicaba volver a su casa. Para reincorporarse totalmente a la comunidad lo primero que les pide Jesús a los leprosos, incluso antes de ser curados, es que vayan a ver al sacerdote: «Id a presentaros a los sacerdotes». Ellos fueron, obedecieron y su vida cambió por completo. No sólo fueron curados de la enfermedad. Sino que además pueden volver a su aldea, a su familia, a los suyos. Seguramente los otros nueve ya estaban con sus familias. Tenían una buena razón para no haber desandado el camino hasta Jesús. Alguien los esperaba en casa porque ya no están marginados. Liberados de la lepra pasan a formar parte de su pueblo, pertenecen a alguien. Antes no pertenecían a ningún lugar, eran malditos, habían sido abandonados por todos. Ellos mismos se habían excluido del mundo. Jesús ve su desesperación y tiene compasión de ellos: «Jesús, maestro, ten compasión de nosotros». Suplican compasión y la reciben. Jesús se acerca a ellos o, al menos, deja que ellos estén cerca. No tiene miedo al contagio, no huye. Puede curarlos si tienen fe. No los toca, no les dice que están curados. Simplemente les indica que vayan a ver al sacerdote. Ellos obedecen, tienen fe en Jesús y se ponen en camino. Han experimentado la compasión. Jesús no se alejó. Los acogió a su lado. Es bonito ver cómo ama Jesús al necesitado, al que no tiene nada y sólo puede suplicar compasión. Ellos no tienen derechos. Son abandonados, están proscritos. No se rebelan contra Jesús, todo lo contrario. Suplican, gritan, piden el don del amor en sus vidas. No pueden exigir, sólo suplicar. Ojalá fuera siempre consciente de que todo es un don en mi vida. Cuando vivo así sólo puedo suplicar que tengan misericordia de mí. Nadie me debe nada. A nadie le puedo exigir nada. Todo es un don, todo es gracia. Y cuando recibo lo que no me merezco y doy gracias por ello, a cambio recibo mucho más. El leproso sanado recibe el don de la salvación de su alma. Ya no sólo está limpia su piel. También su alma ha sido liberada. Ese hombre que sólo volvió para dar gracias, a cambio recibió mucho más y se fue salvado. Su fe en Jesús lo salvó. Hizo lo que la ley prescribía, ir al sacerdote para reintegrarse en la sociedad. Eso bastaba. Nadie les pidió que volvieran a dar gracias. Jesús mismo no les pidió que hicieran otras cosas. Por el camino quedaron sanos. ¿Para qué tendrían que regresar hasta Jesús? «Mientras iban de camino, quedaron limpios». No hizo nada especial. No era necesario volver. Todos estarían agradecidos en su corazón. Alguien esperaba en casa su regreso. No querían perder el tiempo. Tengo claro que en la vida hay cosas que no son necesarias. No es obligatorio porque no lo prescribe la ley. Vivo muchas veces sujeto a la ley, a lo que tengo que hacer, a lo obligatorio. Cumplo y hago las cosas que están prescritas, las exigidas. Pienso que son eso es bastante para vivir, para ser feliz. Hago el mínimo exigido, exigible. Y me siento en paz. No doy más de lo necesario. No estudio más de lo que hace falta. No trabajo más horas que las que me pagan. No doy más amor que el que recibo. Me acostumbro a la ley de los mínimos y pienso que con eso basta, con esa actitud sobrevivo. Pero no doy más de lo necesario. No vaya a ser que me desgaste sin sentido y luego esté muy cansado. Quiero descansar y que no me exijan tanto. ¿Y la gratuidad? Sólo hago las cosas si me pagan por ello. ¿Y lo gratuito? Sólo amo si me van a amar en la misma medida, ni más, ni menos. Porque no quiero tampoco vivir en deuda con nadie. Quiero que me amen con la misma medida con la que yo los amo. Que me den lo mismo que yo les entrego. No más. ¿Y la magnanimidad? Es la actitud que habla de tener un corazón muy grande. Un alma sin límites. Una actitud en la vida de generosidad. Jesús me pide que sea magnánimo, que no me conforme con los mínimos. Es su mirada sobre mí la que me salva. Quiere que sea agradecido, que dé más de lo que recibo, que no escatime en gastos, que sea compasivo y generoso. Y recibiré el ciento por uno. No quiero olvidarlo. Dios me dará mucho más que lo poco que yo haya entregado.

 



[1] Giovanni Cucci SJ, La fuerza que nace de la debilidad

[2] Christian Feldmann, Rebelde de Dios

[3] Locher, Peter,Niehaus, Jonathan. Kentenich Reader Tomo 1: Encuentro con el Padre Fundador

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