Cuidar a quienes nos cuidaron

El ser humano cambia con los años, pero aunque las personas se queden dormidas, no nos escuchen, sean desobedientes, caminen con dificultad o incluso cuando ya no nos recuerden, ellas siempre NOS AMAN y debemos aprender a amarlas en sus pequeñeces, pues el alma que Dios nos regaló es eterna y no envejece jamás.

| Marcelo Felipe Lizana Marcelo Felipe Lizana

Hace ya bastantes años, en el mundo se está produciendo un vuelco en la pirámide poblacional. Muchas estadísticas y datos duros nos dicen que el mundo está envejeciendo, que la carga económica que se viene para los jóvenes es tremenda (que al ser menos, no alcanzan para mantener a los mayores), lo cual acarrearía una gran crisis económica. Incluso se habla de países en donde existen incentivos para que las parejas se decidan a tener hijos. Por otro lado, el problema más próximo es en dónde, quién y cómo serán cuidados o atendidos estos adultos mayores.

Hoy es posible ver al menos tres alternativas: los abuelos abandonados, los cuidados por profesionales y a quienes los cuidan sus familiares. Los primeros son un signo de la crisis moral de la que tanto habla el Santo Padre, en donde el debilitamiento de la familia conlleva lo mismo en sus principios incluso más nobles, como el cuidar de otro ser humano tan cercano. Para los Schoenstattianos debe ser un llamado más a fortalecer el valor y rol de la familia en nuestra sociedad, pues este abandono debe entenderse no solamente en lo físico o material, sino también en lo espiritual. Podemos tener a una persona en el mejor hogar de ancianos del mundo, pero si se encuentra solo sin nadie que lo visite, entonces también ha sido abandonado.

Los segundos (asumiendo que son bien acompañados por sus seres queridos), ante tal decisión han sido muchas veces motivo de dolor en sus familias, quienes fácilmente son pre-juzgadas por algunos miembros de la sociedad. Sin embargo, esta decisión tomada en la Caridad, conlleva una gran signo de amor y responsabilidad, pues tener en casa a quien tanto se quiere, pero al mismo tiempo sin poder proveer de los cuidados necesarios arriesgando incluso su propia seguridad, sería un síntoma de gran egoísmo e irresponsabilidad.

Y, por último, aquellos que acompañan día a día, que si bien tienen una gran responsabilidad que muchas veces limita incluso su propia vida social, es un deber que al final se traduce en una forma de santificar el mundo, en una entrega incondicional de la mano de devolver el amor entregado. Es ese amor dado en su momento, también de forma incondicional, que en definitiva es la bendición que regresa a quienes bendijeron.

El cuidado que se debe otorgar a los abuelos, radica en la labor de velar por la vida que nos fue encomendada. "...El carácter relativo de la vida terrena del hombre y de la mujer. En verdad, esa no es realidad «última», sino «penúltima»; es realidad sagrada, que se nos confía para que la custodiemos con sentido de responsabilidad y la llevemos a perfección en el amor y en el don de nosotros mismos a Dios y a los hermanos" (Evangelium Vitae, 1995).

El llamado es a velar por quienes acompañaron desde el primer minuto de la vida a otro ser humano, que éste no lo abandone y se encuentre a su lado cuando llegue el último minuto en este mundo. «La vida de los ancianos ayuda a clarificar la escala de valores humanos; hace ver la continuidad de las generaciones y demuestra maravillosamente la interdependencia del Pueblo de Dios" (Prov 17, 6).

El ser humano cambia con los años, pero aunque las personas se queden dormidas, no nos escuchen, sean desobedientes, caminen con dificultad o incluso cuando ya no nos recuerden, ellas siempre NOS AMAN y debemos aprender a amarlas en sus pequeñeces, pues el alma que Dios nos regaló es eterna, no envejece jamás y el nos ama en nuestras pequeñeces.

 

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