Homilía del padre Carlos Padilla - 1 de octubre

Domingo 1 de octubre de 2023 | Carlos Padilla

Domingo XXVI Tiempo Ordinario

Ezequiel 18,25-28; Filipenses 2,1-11; Mateo 21,28-32

«Se acercó al primero y le dijo: - Hijo, ve hoy a trabajar en la viña. - No quiero. Pero después recapacitó y fue. Se acercó al segundo. Él le contestó: - Voy, señor. Pero no fue»

1 octubre 2023    P. Carlos Padilla Esteban

«La justicia y la misericordia van de la mano. Cuando hago el bien soy justo. Cuando perdono vivo la justicia. Cuando abrazo a mi enemigo siembro una justicia nueva, de Dios»

¡Cuántas veces en mi vida he deseado ser mejor, más noble, más justo, más misericordioso, más coherente! Me he rebelado impotente contra mí mismo al verme incapaz de avanzar, de progresar, de crecer. Es como si el tiempo se hubiera detenido y fuera incapaz de avanzar. ¿Cómo se hace? Le he preguntado al cielo tantas veces. La teoría la recuerdo. Frases profundas llenas de sentido. Es todo lógico, tiene una razón de ser. ¿Por qué no avanzo? Pretendo que mi voluntad sea fuerte, sólida como una roca. No basta. Quiero detener la tempestad con un grito, como ese Jesús que calmaba el mar. Yo no puedo. Me empeño en escribir con letra clara, para que lo entiendan todos. Es un vano intento. Recuerdo entonces que la puerta de entrada es pequeña. Esa puerta en Belén en la que hay que agacharse para entrar. Duele el alma. No quepo. Me agacho y sufro al pensar que no soy lo bastante bueno, lo bastante genial. Siento que se me escapa la vida sin lograr lo que ansío. Me hace bien agacharme, humillarme, sentir que todo es don, que no tengo derechos y que no puedo exigir nada. No puedo hacerlo. Siento que la vida es sencilla cuando conservo lo ojos de niño. Y muy complicada cuando mis ojos se envenenan fácilmente dejándose llevar por las envidias, los egoísmos y los derechos. Sé que una mirada basta para cambiarlo todo. La mirada de un niño. Unos ojos que me miren mientras yo trato de esconderme. He sembrado un montón de esperanza en mi alma. Me he agachado a tocar el corazón de Jesús niño, un corazón de carne. En sus entrañas creo que puedo cambiar algo. Puedo crecer o menguar si dejo que sea Dios el que obre milagros en mi alma. Si dejo que actúe. Y me haga más niño. Sí, consiste en eso, en ser como un niño. En descubrir los lugares conocidos como si fueran nuevos. En disfrutar la vida en medio de una barca a la deriva en la tormenta. Sin querer controlarlo todo, todos los hilos, todos los temas. Sin saber nada. ¿Es posible vivir sin saber realmente nada? Es difícil. El cielo se cubre de estrellas cada noche cuando me acuesto sabiendo que no he hecho las cosas bien, o quizás no tan bien como quisiera, ese afán mío de perfeccionismo. Un niño que lo revuelve todo y me cambia la vida. Un niño fuera de mí que quiere jugar con ese niño que vive dentro de mí. Ese niño al que condeno al silencio para que no grite, para que no haga desorden, para que no manche, para que no rompa, para que no sea rebelde. Lo sujeto con fuerzas para que no rompa en carcajadas. Es bueno reírse de uno mismo como si fuera un niño. Es de niños el reino de los cielos. Me hago adulto con mucha rapidez. Muy maduro, muy sabio, muy prudente, muy razonable, muy lógico. Y la vida se me escapa en esa incapacidad mía para dibujar el cielo ante mis ojos. Tiemblo esperando una mirada que me salve de mis miedos y tristezas. Una mirada que me permita superar todas mis inseguridades. ¿Cómo se puede robar el cielo? Me lo regalan, no hay que robarlo. Pero a mí me cuesta la gratuidad. No merecer algo y recibirlo. Sentirme incómodo y violento. Yo puedo hacerlo, yo puedo lograrlo solo. No quiero que me regalen el cielo, quiero merecerlo. Entonces Jesús me mira conmovido. ¿Qué me vas a regalar hoy? Yo le digo cuáles son mis mejores regalos. Tiene que estar orgulloso. He juntado tantos méritos, le digo con algo de soberbia brillando en mi mirada. Jesús me sonríe, me conoce tan bien. Soy tan débil que lo único que tengo son méritos. Me sonríe y me mira. ¿Qué más tienes? Nada más respondo. Sí, hay algo más, insiste. Me rindo. Tus pecados. O mejor, tu mayor pecado. Yo sé cuál es, lo sufro, me duele, ¡cómo olvidarlo! ¿Para qué lo quieres? Es repulsivo, yo lo detesto. Jesús sonríe. Como si yo, que me creo tan listo y sabio no entendiera nada. Es lo que necesito para que aceptes mi amor, me dice. Si no lo mereces mi amor acabará rompiéndote. Es lo que quiero. ¿Quieres que me rompa? Pregunto incrédulo. Pensé que me querías. Te quiero tanto, me dice. Y necesito que te rompas para poder caber en la grieta que se abra en tu alma. Mientras sigas protegido en ese aroma de perfección que pretendes fingir, no puedo entrar. Lo miro. Me mira. Esa mirada me puede, me rompe. Balbuceo mi pecado, ese que Él tan bien conoce. Sonríe. ¿Por qué sonríe? Me abraza entre mis lágrimas, y yo me rompo. ¿Será así como nacen los niños? Sí, con un llanto suave o fuerte, en medio de la suciedad de mi pecado, en la superficie quebradiza de mi alma enferma. Así me salva Dios de mi soberbia, de mi orgullo enfermo, de mi perfección. Jesús niño me mira a mí que también soy niño. Sonrío.

¿Por qué tiene que cantar el gallo? Siempre me molesta que el gallo cante desvelando mi fragilidad. Como un recordatorio de mi debilidad. Canta el gallo y me acusa. No he podido, no lo he logrado, no he sido fiel. Las caídas están marcadas por ese canto que molesta. Me gustaría matar al gallo. Para que no me recordara esa parte de mi verdad. Luego, cuando lo pienso bien mirando el horizonte, caigo en la cuenta. Si no estuviera el gallo, como esa noche de jueves santo en la casa de Caifás, no me daría cuenta de hasta dónde estoy cayendo. Si no existiera el gallo denunciando mi miseria, no me miraría Jesús a los ojos. No posaría en mí su mirada sanándome, levantándome, sosteniéndome. Sin ese gallo no me daría cuenta de su mirada y no lloraría amargamente como Pedro. El gallo y la mirada me hacen llorar con amargura. He fallado, te he decepcionado, no he estado a la altura. A menudo pienso que lo malo de mi pecado, lo que más me duele, más que el daño que provoco es el dolor de mi orgullo. Me duele el orgullo, porque me sentía fuerte, capaz, audaz, valiente. Y caer es el fracaso menos esperado, el más temido. Me gustaría no caer, no fallar, no dejarme llevar por esa tentación, siempre con cara de bien, que se presenta ante mis ojos. A veces el miedo es causa de mi pecado. El miedo a que me hagan daño, a quedar en ridículo, a fracasar. Ese miedo pertinaz que duele muy hondo. Me gustaría que ese miedo no me llevara a negar a nadie. Pero lo hago, niego lo evidente, Niego mis principios, niego mis valores, niego lo que pienso. ¿Dónde está mi libertad? Dentro de mí hay dos ángeles que luchan entre sí por hacerse con mi corazón. Uno me pide que recapacite, que sea prudente, que haga el bien. El otro me pide que me deje llevar, que disfrute el momento, que busque mi bien. A los dos los escucho mientras me miro en soledad. ¿Podré vencer el mal en mi corazón? Menos mal que mi Iglesia, esa en la que creo, es sólo un hospital lleno de enfermos. Menos mal que Dios me ha llamado a cuidar a los que no están sanos. Y Él ha venido para cuidarme a mí que estoy enfermo. Pero a veces me siento un hipócrita. Juzgo a los demás. Los cubro de santidad alejándolos un poco. Y, cuando fallan, me cierno sobre ellos como un ave de rapiña devorando sus entrañas. Han fallado, grito, no han podido. Y una mezcla extraña se vuelve sabor dulce en mi boca. Mezcla de tristeza y alegría. Hipócrita. Soy un hipócrita cuando juzgo a los demás y conmigo soy tan indulgente. Hablo mal de los otros y de mí sólo destaco lo bueno, mi bondad, mi belleza. La maldad de los demás me escandaliza y la señalo. He convertido la comunión en la eucaristía en el premio de los puros no en el remedio de los enfermos. He querido que en la Iglesia habiten sólo los que cumplen y se alejen los que no hacen nada bien. El canto del gallo me recuerda una parte de mi vida. Soy el que soy, débil y lleno de heridas. No tengo el alma limpia. He fallado con frecuencia y el gallo me ha dicho que no valgo, que no sirvo. En ese momento, hundido y sin aliento, siento que nada es posible, que no hay salvación. Lloro amargamente. La tristeza amenaza con teñir mi alma de amargura. No quiero que eso suceda. El gallo me dice que no me detenga. Que la vida no se acaba con la derrota. Jesucristo vence por encima de la muerte. En realidad ya ha vencido en la cruz dándome la vida. Su mirada. Esa que desde la cruz aún coloca sobre los suyos, sobre los que lo matan, sobre el buen ladrón. Esa mirada que se detuvo en Pedro. ¡Cuántas palabras no dichas! ¡Cuántos silencios cargados de amor! Esa mirada es la que me salva del deseo que tengo de dejar de luchar. Esa mirada me muestra la otra cara de la moneda. Me hace ver la belleza escondida bajo la suciedad del pecado. Esa mirada me levanta cuando estoy caído en el barro y sostiene mis pasos. Quiero mirar a Jesús cuando siento que no valgo nada. Cuando mi orgullo herido quisiera matar al gallo, para que nadie sepa, para poder vivir yo sin sentimiento de culpa. Tengo esperanza en el corazón. Sueño con un mundo nuevo en el que el mal no tenga la más mínima fuerza. Mientras tanto me enorgullezco de mi fragilidad. Soy débil. Las apariencias engañan. Dentro de mí hay miseria y la conozco, también Dios la conoce. Me avergüenzo muchas veces. Lo bueno es que Jesús me mira y no siente vergüenza. ¿Estará viendo lo mismo que yo? No, no lo está viendo. Es como la mirada de esa o esas personas que me conoce tanto que me ama de forma incondicional. Bendito amor humano que me lleva al cielo. Si alguien con pecado como yo me ama así, no puedo imaginar cuándo me amará Dios. Y así es. El amor incondicional de Dios es el que siempre vence. Un amor que atraviesa las paredes de mi alma cuando las tengo cerradas por miedo a la muerte. Es el amor de ese Dios que me salva cuando yo mismo me he convertido en mi peor enemigo. Sonrío al pensar que la muerte no tiene la última palabra. Ni esa cisterna fría. Ni tampoco el gallo que canta tendrá la última palabra en mi vida. Mi pecado no es el final de nada, pero puede ser el principio de una nueva vida. Cuando tomo mi pobreza en las manos y se la ofrezco a Dios. Él me mira amándome, perdonándome siempre, sin echarme nada en cara.

Caminar sin un sentido no es peregrinar. Confundir la dirección del camino siempre es posible. Por despiste, por error, por fragilidad. En mi vida he tomado caminos equivocados, o he perdido la senda marcada. He creído que era por un camino y no lo era, estaba equivocado. Me he alejado de mi felicidad, de la meta de mis sueños. Me he perdido. No era mi camino el que recorría, no era la ruta ni la dirección que me iba a hacer feliz. Y no importaba lo bajo que hubiera caído, lo lejos que hubiera llegado a ninguna parte. En toda circunstancia hay algo que tengo claro, Jesús me persigue, se acerca por mi espalda, va por mi camino. Él siempre ha ido conmigo desde el comienzo. Me ha seguido aunque la dirección que yo había tomado no fuera la correcta. Él no me deja solo, no quiere que me pierda, porque me ama. No le importa perder el tiempo a mi lado caminando a cualquier parte. No le duele esforzarse por llegar a mi altura y caminar distancias en vano. No le importa, porque, para el que ama, hay muchas cosas que no le importan. Jesús se adapta a mí porque me ama. Se adapta a lo que yo necesito, a lo que a mí me hace falta. Viene a mí de la manera en la que yo pueda reconocerlo. Y entonces, cuando me encuentro con Jesús vivo en medio de mi camino, de mis angustias, de mis tristezas, todo cambia. Y recuerdo en ese instante que mi corazón arde, porque Jesús está vivo y me ama. Mi corazón tiembla de emoción. ¿Acaso no arde mi corazón en esas ocasiones en las que he reconocido la belleza de su amor en mi caminar? Jesús me susurra cuánto me quiere a través de las personas que me acompañan en la vida. Aun cuando me confundo y me alejo, Jesús me acompaña. Aunque yo no quiera que Él venga conmigo, no me deja solo. He recibido mucho más de lo que podría pagar con dinero, mucho más de lo que merecía. ¿Se pueden comprar la misericordia, el amor, la paz? ¿Acaso se puede merecer el amor? No tiene precio. Mi experiencia de Dios es gratuita. Y lo gratuito duele, porque no deseo estar en deuda con nadie. Quiero saldar las cuentas que tengo. Que nadie me haya dado más de lo que yo le haya dado. Jesús Me mira, me sostiene, me hace sonreír. Esa mirada, esos ojos. Al verlo a mi lado tiemblo. Él no me obliga a regresar. Sólo me mira y me seduce. Y yo le pido en ese momento que no se vaya, que se aleje del camino que seguimos. Le pido que se quede conmigo, en mi corazón y se haga presente en los acontecimientos de mi vida. Quiero que se quede conmigo cuando vuelva a casa. Quiero reconocer su presencia en medio de los actos cotidianos de mi vida. ¿Dónde me habla Dios? Jesús me ha cambiado la vida, me ha enamorado con gestos, con abrazos, con su delicadeza y fidelidad. Y desde ese encuentro con Él sé que todo tiene que ser diferente. Pero ¿en qué? Me pide que sea santo y yo pienso que tengo que hacerlo todo bien, cumplir siempre, no fallar nunca. El siempre y el nunca son decisiones que me matan por dentro. No puedo hacerlo todo bien siempre. No puedo no caer nunca. Quizás la santidad de perfección es la que buscan en mí algunos o yo la busco en otros. Para justificar mi debilidad. Para que al menos exista alguien perfecto, aun cuando yo no lo sea. Cargo en otros esas exigencias. Que ellos no fallen, mientras yo sí puedo fallar. Puedo caer, siempre lo hago. Lo malo es cuando mi pecado hiere a otros. Mi debilidad puede herir a muchos. Mi ira puede arrasar con la paz de mi hermano. Puedo ser injusto en mis juicios y hacer el mal. No basta con excusarme en mi debilidad. Quiero cambiar, crecer. Ser santo es mucho más que no hacer daño. Mucho más que el hecho de caer o no caer. La santidad se levanta sobre la fragilidad de mi alma, de mi vida. Mis intenciones se quedan a menudo en buenos deseos. No cambio nada a fuerza de voluntad. Una y otra vez tropiezo en la misma piedra. En ese momento pienso en la santidad que Dios me pide. Es un don, una gracia, pura misericordia. Lo que espera Jesús de mí es que no renuncie a mi originalidad, a mi misión, a mi vida. La santidad comienza sobre el barro único que vive en mí. Quiero ser siempre yo mismo ante Dios. Él me reconoce en mi verdad. Sabe cómo soy y logra que a través de mi barro brille su amor. Mis obras no salvan. Es Dios en mis obras. Porque Dios se manifiesta en lo cotidiano. En gestos muy humanos y sencillos. Jesús me dice: «Te amo como eres, no dejes de ser tú mismo, deja que yo me muestra en tus actos de cada día». Es posible encontrarme a Jesús en casa, en lo cotidiano, al partir el pan. Lo que hago, lo debo hacer como si fuera la primera vez, que nada se vuelva evidente. En la cotidianeidad Dios me asalta y hace que arda mi corazón con su presencia. Cuando menos lo espero, donde menos parece estar. Allí, en lo más humano de mi vida aparece. Lo veo y siento que arde mi corazón sin un motivo claro. Su amor es muy ordinario. No busco cosas extraordinarias. ¿Cómo puedo ser más de Jesús en el amor sencillo que recibo, en ese amor que entrego? Quiero hacer de mi casa, de mi vida una tierra santa en la que Jesús habite, ame y se entregue. Sé que de cómo vea la realidad dependerá el significado de lo que vea. No quiero pensar tanto en el mérito. Jesús me ama sin merecerlo. Eso es revolucionario, lo cambia todo. Logra así que mi vida sea mucho mejor.

Me quejo ante Dios de todo lo que me sucede. Siento que es injusto el mal que sufro. No el bien que vivo. Cuando todo me resulta no pienso que sea injusto, todo lo contrario. Me lo merezco. Dios me lo ha dado y eso es bueno. Cuando me llega el mal sin buscarlo me indigno. Hoy Jesús me enfrenta con mis propias injusticias: «Así dice el Señor: - Comentáis: - No es justo el proceder del Señor. Escuchad, casa de Israel: ¿es injusto mi proceder?, ¿o no es vuestro proceder el que es injusto? Cuando el justo se aparta de su justicia, comete la maldad y muere, muere por la maldad que cometió. Y cuando el malvado se convierte de la maldad que hizo y practica el derecho y la justicia, él mismo salva su vida. Si recapacita y se convierte de los delitos cometidos, ciertamente vivirá y no morirá». Convertirse y hacer el bien. Cambiar el corazón. es lo que mi alma necesita. No basta con ser yo mismo. No siempre cuando actúo según lo que yo soy hago el bien a los demás. Hay momentos de debilidad en mi vida en los que sale mi peor yo. Actúo con violencia, con rabia, con ira. En esos momentos cuando soy incoherente hiero a los demás. De nada basta que argumente y diga que mis injusticias no son voluntarias. En ocasiones pueden serlo. En otras no. Me pueden faltar escrúpulos al hacer el mal. O miento, engaño sin que mi conciencia se intranquilice. No todas mis debilidades son iguales. Mi debilidad puede dejar a muchos heridos cuando paso ante ellos. De nada vale pedir perdón. Te hiero y te pido perdón. Te insulto y te pido perdón. Te golpeo y te pido perdón. No basta, no es suficiente. Mi injusticia desestabiliza el mundo a mi alrededor. Surge una brecha que lo rompe todo. Soy responsable del mal que hago, de la injusticia que cometo. Soy responsable de todo lo que realizo con mis actos y omisiones. Con mis palabras y mis silencios. De nada sirve actuar mal. Eso sí que es injusto y no el preceder de Dios. Él permite el mal en mi vida y me parece injusto. Él conduce mi vida y permite que sucedan cosas que no son justas. Él no es injusto en su actuar. Porque su justicia es la salvación del hombre. La justicia que Dios me pide es la que escucho en el salmo: «Recuerda, Señor, que tu misericordia es eterna Señor, enséñame tus caminos, instrúyeme en tus sendas: haz que camine con lealtad; enséñame, porque tú eres mi Dios y Salvador, y todo el día te estoy esperando. Recuerda, Señor, que tu ternura y tu misericordia son eternas; no te acuerdes de los pecados ni de las maldades de mi juventud; acuérdate de mí con misericordia por tu bondad, Señor. El Señor es bueno y es recto, y enseña el camino a los pecadores; hace caminar a los humildes con rectitud, enseña su camino a los humildes». Dios me enseña el camino de la justicia y es el que quiero practicar. A S. José se le conoce como el justo. ¡Qué bonito que a uno lo recuerden por ser justo! Porque la justicia es misericordia, es bondad, es ternura, es lealtad, es humildad, es rectitud en las intenciones y en los actos. Me conmueve ese deseo de Dios. Él quiere que sea justo en mi proceder y yo lo quiero intentar. Su bondad me lleva a hacer el bien. Su amor es más grande y me salva. Su misericordia es poderosa y puede cambiar mi corazón. ¿En qué me ha ayudado Dios a cambiar en el último tiempo? A veces uno puede pensar que cambiar es imposible. Y pasa haciendo el mal una y otra vez y comportándose de forma injusta. Sigo teniendo envidia, soy egoísta con mis bienes. Sigo hablando mal de mi hermano, difamándolo en su ausencia. Sigo hiriendo con palabras y actos a aquel que sólo busca mi cariño. La justicia de Dios es un don que le pido. Justo es aquel que actúa haciendo el bien. Jesús les dice hoy a los fariseos: «Porque vino Juan a vosotros enseñándoos el camino de la justicia, y no le creísteis». Juan dijo cómo había que vivir para ser justo. Y los fariseos no lo escucharon. No soy justo cuando trato a las personas de forma distinta. Cuido a algunos y desprecio a otros. No todos me parecen tan dignos y merecedores de mi amor. Actúo sembrando el mal y no me doy cuenta. Espero mucho de los demás pero luego yo no hago lo que a los demás les pido. Digo que hay que ser positivo y tener mucho ánimo y yo me desanimo ante la primera contrariedad. Digo que hay que vivir con libertad y yo estoy sujeto a muchas esclavitudes. No tengo libertad interior, no siembro el amor a mi paso. No soy bondadoso ni misericordioso con los que me rodean. Me gustaría tener un corazón más misericordioso y justo. Creo que la justicia y la misericordia van de la mano. Cuando hago el bien estoy siendo justo. Cuando perdono estoy ejerciendo la justicia aun cuando lo que haya recibido sea injusto. Cuando abrazo a mi enemigo siembro una justicia nueva, la de Dios. Cuando acojo a mis hermanos, aun cuando ellos no me quieran ni deseen estar conmigo, estoy siendo justo y misericordioso. El camino de la justicia pasa por reconocer las injusticias que cometo. Pasa por no perdonarme los errores para poder mejorar. Pasa por ser consciente de mis incoherencias y vanidades, por reconocerme en mis actos malos, aun cuando no los haya cometido con intención. Para eso debo tener el corazón lleno de Dios. Su misericordia puede cambiarme por dentro.

Las palabras de Jesús son duras. Les dice: «En aquel tiempo, dijo Jesús a los sumos sacerdotes y a los ancianos del pueblo: - ¿Qué os parece? Un hombre tenía dos hijos. Se acercó al primero y le dijo: - Hijo, ve hoy a trabajar en la viña. Él le contestó: - No quiero. Pero después recapacitó y fue. Se acercó al segundo y le dijo lo mismo. Él le contestó: - Voy, señor. Pero no fue. ¿Quién de los dos hizo lo que quería el padre? Contestaron: El primero». Esta historia me resulta muy familiar. Dos hijos, uno dice que no y lo acaba haciendo. Otro dice que sí y no lo hace. Falta quizás un tercero, el que dice que sí lo va a hacer y lo hace. Y un cuarto que dice que no y no lo hace. Entre el dicho y el hecho hay un buen trecho, dice un refrán no sin razón. Entre mis palabras y mis deseos y la realización de lo que prometo hay un camino largo. Yo me identifico a menudo con el primer hijo. A veces, por el cansancio o por ser demasiado rígido con mis compromisos, me falta flexibilidad para aceptar nuevos compromisos. Y en ese momento respondo con prontitud que no puedo, que no quiero, que no deseo hacer lo que me piden. Ni ir donde me indican, ni cumplir lo que me exigen. Me siento rechazando la petición que me hacen. Elijo otro camino, no hacerlo y rechazo la petición. Siempre me ha gustado otro refrán, ante el defecto de pedir, la virtud de no dar. Me gusta, aunque no es tan positivo. Tiendo al no como primera respuesta, luego recapacito y actúo. No me mantengo en el no, me arrepiento de mi primera respuesta y hago lo que me piden. Es verdad que en ciertas ocasiones me ha pasado lo contrario. No sé cómo me he entusiasmado con algo y he prometido cosas que no pensaba entregar. En esos momentos digo que sí con los labios y mis actos desdicen mis palabras. Mi comportamiento es opuesto a lo que he prometido. Dije que iba a ser fiel, y me dejo llevar fácilmente por las tentaciones. Dije que estaba ahí para lo que quisieran y cuando me piden algo, aunque sea pequeño, no acepto la petición. Prometo cosas que no cumplo. En ocasiones me veo diciendo que sí para que me dejen tranquilo. Sí, lo haré, iremos juntos, te acompañaré y otra serie de promesas. Luego no resulta bien y claudico ante las primeras dificultades en el camino. Digo que no con mis actos, con mis omisiones, con mis ausencias. Dejo de estar presente para vivir eludiendo la responsabilidad. Decir que sí es por sí mismo algo valioso. Las personas que dicen que sí suelen ser positivas. Se entusiasman con facilidad. Creen que podrán hacer todo lo prometido. No quieren engañar a nadie. Decir que sí cuando no pienso hacerlo es propio de personas cobardes que no son capaces de decir que no de primeras. Les da miedo la reacción del que me pide algo. Y le digo que sí para que me deje tranquilo, para que pase el tiempo y se le acabe olvidando. Decir que sí de esta manera no es tan bueno. Lo digo por miedo a tu rechazo, no porque de verdad quiera hacerlo. Lógicamente el amor exige renuncias. Y muchas veces ese amor me pedirá aún aquello que no deseo dar. Un padre le pide a su hijo y el hijo no siempre hace de buena gana lo que le piden. En mi vida no siempre he reaccionado con prontitud y alegría a lo que me pedían. El fastidio se me ha dibujado en el rostro muy a menudo. He querido huir, evitar el compromiso, me he negado a obedecer, a hacer, a dejar, a cambiar. He buscado más mis planes, mis deseos, mis comodidades. No es fácil la actitud del hijo que dice que sí y siempre lo hace. No siempre que me piden algo tengo que hacerlo, no siempre es la voluntad de Dios. Si así fuera puede que estuviera corriendo de un lado a otro sin pausa. Con frecuencia me piden cosas que no puedo dar. porque hay otras que van antes, son prioritarias. Si por atender a las peticiones de mi párroco desatiendo a mi familia, estaré confundiendo las cosas, lo que de verdad importa. Pondré en una balanza los posibles caminos que se me abren. Y diré entonces que sí, pero depende. A veces el sí que dé será con la forma de un no. Diré que no a una petición para atender aquello que creo que es lo que Dios me pide. Esa forma de discernir es importante. Tomo una decisión con el corazón, la expreso con los labios. Esa es la antesala de su realización. Puedo decir que sí con vehemencia y quedarme luego ahí, sin hacer realidad lo que esperan de mí. Quiero recorrer el camino que va de la decisión a su realización. Deseo que Jesús sienta que al final estoy con Él, donde Él desea que esté. La fidelidad a la palabra dada. La coherencia de vida. Son las actitudes más importantes. Decir que no con mis actos es una huida, un escapismo. No quiero el compromiso cuando se vuelve exigente, no quiero dártelo todo cuando estoy cansado. Me gustan las personas que dicen que sí con sus obras. Que son coherentes o su incoherencia es para cambiar del no al sí, de la no acción a la acción. Quisiera ser así para que no se cumpla lo que concluía hoy Jesús: «Os aseguro que los publicanos y las prostitutas os llevan la delantera en el camino del reino de Dios. Porque vino Juan a vosotros enseñándoos el camino de la justicia, y no le creísteis. En cambio, los publicanos y prostitutas le creyeron. Y, aun después de ver esto, vosotros no recapacitasteis ni le creísteis». Jesús había llegado y ellos tampoco lo habían reconocido. Lo habían rechazado. No habían querido seguir sus pasos. Los publicanos y las prostitutas habían buscado en Jesús su salvación. Él sí tenía palabras de vida eterna. Y, sin muchos conocimientos, creyeron, se llenaron de esperanza. Habían dicho que no y ahora hacían de sus actos un sí lleno de amor y esperanza. No me siento mejor que los publicanos y las prostitutas. Lo que sí quiero es tener fe y confianza en Jesús. Quiero verlo en mi vida, seguirlo y hacer realidad mis sueños y proyectos. Él sabe mejor que yo lo que me conviene. Es por eso por lo que sólo quiero obedecer a sus palabras. Quiero decir que sí para que se haga en mí su voluntad, y no la propia. Quiero tener fe en el plan de Dios que se me va revelando sutilmente.

Las palabras del apóstol hoy son edificantes: «Si queréis darme el consuelo de Cristo y aliviarme con vuestro amor, si nos une el mismo Espíritu y tenéis entrañas compasivas, dadme esta gran alegría: manteneos unánimes y concordes con un mismo amor y un mismo sentir. No obréis por rivalidad ni por ostentación, dejaos guiar por la humildad y considerad siempre superiores a los demás. No os encerréis en vuestros intereses, sino buscad todos el interés de los demás. Tened entre vosotros los sentimientos propios de Cristo Jesús. Él, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos. Y así, actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz. Por eso Dios lo levantó sobre todo y le concedió el Nombre-sobre-todo-nombre; de modo que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra, en el abismo, y toda lengua proclame: Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre». Es mucho lo que se me pide, tener los sentimientos de Cristo. La compasión, la humildad, el perdón, la comprensión, la alegría, la esperanza, la generosidad. Me pide Dios que tenga un corazón magnánimo y grande. Un corazón generosa que piensa en los demás y no se deja llevar por su egoísmo. Un alma grande que siempre quiere más, sueña más, entrega más. Se trata de buscar el interés de los demás. Es difícil. El otro día escuchaba que varios millonarios han pedido ayuda a empresas que fabrican búnkeres para escapar en caso de una catástrofe mundial. El deseo de estas personas extremadamente ricas es el de salvarse ellas aunque el resto del mundo perezca. Me llamó la atención la actitud que se esconde detrás de esa búsqueda enfermiza de la propia salvación. Ante esa actitud las palabras de Pablo tienen más fuerza. Humildad, compasión, generosidad, perdón, solidaridad. Una actitud abierta de ayuda. No pensar sólo en mí, en mi vida, en lo que a mí me conviene. Vivir unánimes en un mismo amor y sentir. Una actitud que me lleva a ver la necesidad de mi hermano, a no ignorarla. Personas inmensamente ricas que no buscan ayudar a los demás sino crear un mundo diferente en el que sólo ellos se habrán salvado. Una búsqueda enfermiza del propio bienestar sin pensar en las injusticias sobre las que se asienta este mundo. Jesús no hizo alarde de su categoría de Dios. Se hizo esclavo de todos para servirlos. Esa actitud del servicio es la que me propone hoy Jesús. Quiere que me ponga en camino al encuentro de mis hermanos. Quiere que busque el bienestar de las personas a las que tengo cerca. Mi egoísmo me dice que piense solo en mí. Me insinúa que el camino fácil y cómodo es siempre el mejor. Me anima a pensar en mí para ir más rápido por el camino sin llevar ninguna carga. Me gustaría tener esos sentimientos de Cristo. Se lo pido cada día y cada día choco con mis sentimientos, tan lejos de los de Jesús. Quisiera ser humilde y pensar que los demás son mejores que yo. Me ayuda pensar así y ver en los demás una belleza que yo anhelo. Sin compararme, sin creerme mejor que nadie. Me ayuda pensar en los demás y no sólo en lo que a mí me interesa. Me hace bien abrir el corazón para que muchos quepan. No juzgar a los demás como inferiores. No pensar que no tengo nada que ver con los que no comparten mis ideas y no son de mi agrado. Me gustaría tener ese corazón del que me habla S. Pablo. Los sentimientos de Cristo. Una actitud generosa y humilde. Un corazón apasionado que actúe sin dejarse llevar por el miedo. ¿Cómo podré someter el futuro para que respete mis deseos? Aunque tenga todo el dinero del mundo no podré posponer el día de mi muerte. Aunque posea todas las opciones posibles para salvarme, llegará un día en el que no pueda oponer resistencia a la muerte. Querer huir no sirve de nada. Enfrentar el futuro confiado, y en comunión con mis hermanos, logra que mi corazón se ensanche y así acabo siendo más feliz. Dejo entonces a un lado mis rivalidades, mis comparaciones, mis ostentaciones. Dejo a un lado todo lo que me pesa para abrir mis brazos al que más me necesita. Así hizo Cristo cuando vivió entre los hombres. Esos fueron sus sentimientos fundamentales. Es así como quiero vivir cada día.

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