Homilía del padre Carlos Padilla - 11 de septiembre de 2022

Domingo 11 de septiembre de 2022 | Carlos Padilla

Domingo XXIV Tiempo Ordinario

Éxodo 32, 7-11. 13-14; 1 Timoteo 1, 12-17; Lucas 15, 1-32

«Padre, dame la parte que me toca de la fortuna. Y con ese dinero se marcha. No muchos días después, el hijo menor, juntando todo lo suyo, emigró a un país lejano»

11 septiembre 2022    P. Carlos Padilla Esteban

«Mi felicidad consiste en tomar en mis manos mi presente. Estar feliz en casa o lejos de ella construyendo nuevos hogares. Estar feliz con mis síes asumiendo la renuncia que implicaron»

Siempre acabo siguiendo a alguien. Siempre hay alguien que ha recorrido el mismo camino que ahora sigo antes de que yo llegue. Siempre hay una senda marcada, unas marcas, unas flechas, para que no me pierda. Siempre hay alguien delante, aunque no lo vea. Nada es tan nuevo como para decir que yo lo he creado. Y aunque así fuera ¿qué mérito tiene mi creatividad? Todo es don en mi vida y yo me empeño en que sea un derecho, algo que me debe el mundo, Dios, el universo. Es como si estuvieran en deuda conmigo quien me ha dado la vida. ¿A quién sigo? ¿Quién me ha llamado? Escribe Benjamín González Buelta: «Cuando me llamas por mi nombre, ninguna otra criatura vuelve hacia ti su rostro en todo el universo». Él me llama, yo me doy la vuelta y entonces lo sigo. Porque quiero, porque lo necesito. Porque sin Él la mirada se pierde en el vacío. Porque sus palabras llenan mis silencios y sus abrazos calman mi herida de abrazos. Y algo cambia en mi interior al sentir que tengo muchos más motivos para la alegría que para la tristeza. Muchas más razones para dar gracias que para quejarme. Se vuelve y me llama. Pronuncia mi nombre como Jesús ante María Magdalena después de la resurrección. El tiempo se detiene y comprendo así, sencillamente, que sólo con Él mis pasos cobran sentido. Le pertenezco aunque antes, mucho antes, no supiera su nombre. Él ya sabía el mío, por eso lo sigo. No para decirle que estoy bien, que cumplo y todo funciona. No, si fuera así no necesitaría seguirlo. Quiero ser honesto conmigo mismo. Apartar las mentiras que yo me he creado sobre mí mismo. Mentiras que me acabo creyendo. No soy tan pleno, tan capaz, tan feliz como quisiera. Y la vida con arañazos aparta de mí esa capa de superficialidad que me vuelve indiferente ante el dolor ajeno y me hace distante. Aparto de mí los pensamientos que no me dejan soñar. Reviso en mi corazón las verdades que siempre estuvieron dormidas en mi alma. Soy de Dios porque su amor me levanta, me sostiene, me da paz. No necesito demasiados aplausos para seguir viviendo. Me basta su mirada entre las nubes del día para levantar mi ánimo. Pero en ocasiones pierdo su rastro. Me pierdo en mí mismo, mis miedos, mis agobios, mis superficialidades, mis dependencias. Hago de mi camino una búsqueda de mí mismo y me olvido de su voz. Busco otras voces, otros rostros, otros caminos. Y tiene lugar ese desencuentro que me pierde. Dejo de vibrar, de emocionarme, de llorar, de reír. Me seco con amargura. Ya no sonrío tanto cuando dejo de seguirle a Él. O mejor dicho, cuando dejo de verlo junto a mí, detrás de mí, escondido en mi sombra. Porque Jesús vive escondido en mis pasos, oculto en mi mirada, descansa en mi silencio. Me olvido de Él y de mi vocación, de mi misión. No le encuentro razón de ser a mis luchas. Necesito volver la mirada hacia su rostro. Quiero buscarlo entre las tinieblas que me abruman. Quiero tocarlo cuando la soledad es dolorosa y el silencio árido. Entonces su voz vuelve a resonar: «No estoy yo aquí que soy tu Madre». Dice la Virgen de Guadalupe. «No estoy yo aquí que soy el sentido de tu vida». Me dice Jesús sonriendo. No quiero seguir falsos dioses. No quiero estancarme en ideales vacíos, sin carne, ni espíritu. No quiero vivir lleno de palabras huecas. No quiero escribir frases sin vida, sin esperanza. Quiero ser seguidor, hijo, discípulo, enamorado, soñador. Quiero ser el reflejo de ese rostro de Jesús que todo lo llena y a todo le da un sentido. Me da miedo el fracaso en lo que emprendo. ¿Qué tengo que perder? Él lo ha ganado todo y me llama desde la orilla del camino, cuando me ve pasar, pronunciando mi nombre. Yo me detengo y lo miro. Tiene razón, sin Él estaría perdido. He perseguido demasiadas pistas falsas. Me he enredado en muchos laberintos sin saber por dónde salir. Sé que la soledad no se pasa llenándolas de sucedáneos. Y la meta sigue resplandeciendo aunque las nubes parezcan ocultarlo todo. Su rostro sigue vivo en otros rostros que reflejan su luz. No me engaño, no me mienten. La verdad es más fuerte que todas las mentiras que escucho. Levanto la voz para que se oiga su nombre. Pierdo el miedo a dar la vida. Lo haré cada día, sin importarme el cansancio.

La credibilidad es algo que busco en todo lo que hago. Deseo que lo que vivo sea creíble. Que mis palabras sean dignas de confianza. Que cuando digo una cosa sea porque quiero hacerla. Que si me comprometo un día haga realidad mi compromiso. No quiero cambiar de opinión de un día para otro. Me gustaría ser una roca firme. Que lo que hoy afirmo mañana siga siendo verdad en mi vida. Eso me hará digno de confianza. Sé que una persona creíble es aquella cuya vida está en consonancia con lo que dice, con lo que piensa. Hay una coherencia en su estilo de vida. Se presume que es veraz y auténtica. La credibilidad de una persona puede desaparecer muy fácilmente. Basta con verter unas palabras que siembren la duda y la sospecha sobre su fama, su presente o su pasado. Una acusación sin fundamento. Un comentario mordaz fuera de lugar. Normalmente el que se expone tiene más frentes abiertos que pueden ser atacados. Es más fácil que no a todos les guste lo que hace, lo que vive, lo que dice. El que calla y se esconde tiene menos miedo, menos peligro de ser juzgado. Solo aquel que hace cosas pueda hacerlas mal. Puede equivocarse porque nadie es perfecto. El que no hace nada comete menos errores. Cuando intento hacer el bien puedo cometer errores. Como decía Santa Teresa: «¡Ay!, siempre hemos de estar sospechosos, y no descuidarnos mientras vivimos, que en esta vida nunca hay todo sin muchos peligros»[1]. Intento hacer el bien siempre, decir la verdad y ser coherente en todo momento. Pero puedo caer, temblar, ceder porque estoy hecho de carne elevada al cielo por el Espíritu. No quiero dejarme llevar por el desánimo cuando eso sucede. Tampoco quiero pensar que siempre lo haré todo bien. Ser creíble tiene que ver con mi honestidad en la vida. Con mi forma sencilla de enfrentar las dificultades. Tengo claro que soy débil pero intento ser fiel a mí mismo, al Dios que me llama a darlo todo. Y en el camino convivo con las sospechas, con las dudas, con los miedos, con las fragilidades de mi alma. Por eso me abstengo de lanzar comentarios negativos de nadie sin fundamento. No dejo que mi ira interior se transforme en acusaciones que pueden ser falsas. Para Dios mi vida es creíble porque conoce todo de mí. Me ama y ha mirado mi alma y sabe todo lo que hay en ella. El bien y el mal habitan en mi interior. No le sorprende. A mí sí me sorprenden las personas y también yo mismo en mis caídas. Miro a los demás y sólo veo caras, no corazones. Los idealizo pensando que ellos sí son veraces, honestos, auténticos. Y me siento engañado cuando veo cualquier fragilidad, cualquier herida. Me indigno por su falta de verdad. Pero puede que yo mismo sea el culpable al poner en los otros unas expectativas que no pueden cumplir. Quiero que el mundo sea mejor de lo que es y hago lo posible intentando pintar amaneceres. Como leía el otro día: «Me convencí al repetirme que si, mediante una historia, ayudaba al mundo a ser más bello, cumplía con mi deber bajo el cielo»[2]. Las palabras son más importantes de lo que pienso. Hacen bien cuando están llenas de luz. También pueden confundir, matar la fama, difamar, herir. Las palabras son sagradas y en ocasiones me veo sirviéndome de ellas sin cuidado, sin madurez. No tengo derecho a decir cualquier cosa a los demás. Mi libertad de expresión no es sin límites. Hay barreras que no puedo traspasar. No puedo hacer daño de forma gratuita, no puedo ofender, no puedo herir impunemente, no puedo verter sospechas para acabar con la fama de alguien. Al final del camino Dios es el único que sabe quién soy. Él ama mi verdad. Conoce mis límites y sabe cuáles son mis pecados, ya me los ha perdonado incluso antes de decirlos en alto. Pero la imagen que transmito a los demás no está bajo mi control. Aun haciéndolo todo bien sé que siempre algo podrá salir mal. Aun queriendo amar a todos con delicadeza y ternura sé que no siempre todos se sentirán amados. Aun intentando dar luz en medio de las sombras habrá momentos en los que la noche y las sombras sean más oscuras que mi luz y no pueda hacer nada. Sin Dios en mi interior nada consigo, porque sólo Él logra vencer la tristeza. Sin luz dentro de mí no podré acabar con las noches. Sin esperanza en mi alma no podré abrirles ventanas a los que viven sin paz. Me gusta creer en la credibilidad de las personas. No me importa que fallen y caigan porque tienen defectos y límites, como yo mismo. No cuelgo sobre ellos la piedra del desprecio cuando no logran hacer lo que prometieron. Tampoco pretendo canonizarlos en vida cuando envidio lo bien que lo hacen todo. Admiro la belleza en las obras humanas. Me llena de paz ver lo que hacen muchos sembrando ilusiones. Dando paz con palabras y con gestos. Abriendo caminos para crecer y mejorar. Es así cómo se cambia el mundo, sembrando semillas por todos lados. Se cambia con mi deseo firme de ser fiel, de dar la vida, de mantenerme en la huella que ha dejado Jesús.

En la parábola del hijo pródigo siempre me conmueve un hecho. En ambos hijos hay una incapacidad para ser felices. El hijo menor no está feliz en casa teniéndolo todo y por eso le exige al padre que lo libere: «Padre, dame la parte que me toca de la fortuna». Y con ese dinero se marcha: «No muchos días después, el hijo menor, juntando todo lo suyo, emigró a un país lejano, y allí derrochó su fortuna viviendo perdidamente». No es feliz en casa y piensa que va a ser feliz probando suerte, viviendo en libertad, son obligaciones, sin ataduras. Lo deja todo atrás y vive perdidamente. Me impresiona esa incapacidad suya para ser feliz. Pero lo más increíble es que el hijo mayor resulta que tampoco era feliz en casa y aún así prefirió quedarse: «Mira: en tantos años como te sirvo, sin desobedecer nunca una orden tuya, a mí nunca me has dado un cabrito para tener un banquete con mis amigos; y cuando ha venido ese hijo tuyo que se ha comido tus bienes con malas mujeres, le matas el ternero cebado». El hijo mayor, el obediente, servía con generosidad, pero su corazón tampoco estaba feliz, no tenía paz, no se sentía en casa. Me impresiona la incapacidad para aceptar la realidad como un camino de plenitud. El otro día leía: «La raíz de la felicidad es la aceptación y el amor de la propia realidad, de la propia misión y del propio lugar como divinamente otorgados»[3]. El que no acepta la realidad como lugar de salvación para su vida nunca va a ser feliz. Siempre va a estar descontento, inconforme, insatisfecho. Es como si le faltara algo o le sobrara la realidad. Hace poco leía sobre el metaverso. Esa realidad virtual en la que uno puede tener un avatar y vivir una vida diferente a la que tiene. Todo tiene que ver con esa incapacidad para amar mi realidad. Puede ser que haya elegido y emprendido un camino y al final no esté feliz, no me baste, me sienta incompleto o roto. Puede ser que la realidad que me toca enfrentar no sea la misma que un día me prometió Dios o yo pensé que Él me ofrecía. Y entonces surge en mi alma la infelicidad. Creo que la raíz de mi felicidad es la aceptación, no la inconformidad constante. Por más que choque y me indigne con lo real se acabará imponiendo en mi vida. No podré cambiarlo, no podré eliminarlo. La vida del hijo menor era la que tenía. Él no la quiso, se rebeló y huyó de casa. Se inventó otra vida. Buscó una salida y fracasó también. Podría haber sido feliz en casa. Podría haber sido feliz con la herencia en una tierra lejana. Estaba en su mano y lo desaprovechó. Lo mismo le sucede al hijo mayor, pero él nunca se fue de casa. Él siempre prefirió la realidad con la que nació. No buscó nada fuera, pero tampoco era feliz con su realidad, con su padre, con su trabajo, con su vida. Hoy tanta gente vive quejándose de lo que tiene, de lo que le pasa, de lo que vive. No están satisfechos con su mundo y quisieran en un avatar inventarse algo mejor. Yo mismo me pregunto si soy feliz, si me gusta mi mundo, si estoy tranquilo con las decisiones que un día tomé. Pienso en todas las posibilidades que un día dejé pasar. Otras vidas, otros hogares, otros mundos por conocer. Mi felicidad no se encuentra lejos de donde yo estoy ahora. No está en otro mundo que nunca visité, ni en otra vocación por la que nunca opté. Dios no se equivoca cuando pone en mi alma un grito determinado. Me llama por mi nombre y me dice que puedo ser feliz aceptando mi realidad. Mi forma de ser, mis límites, mis capacidades, mis decisiones acertadas y aquellas que no lo fueron tanto. Seré feliz cuando le dé el sí a mi familia, a las personas con las que comparto el camino. Cuando deje de intentar cambiar a los demás para que sean como a mí más me gustan. Que sean más fáciles, más tranquilos, mejores conmigo. Que se comporten como yo espero de ellos. Mi felicidad verdadera consiste en tomar en mis manos mi presente. Estar feliz en casa o lejos de ella construyendo nuevos hogares. Estar feliz con mis síes asumiendo la renuncia que implicaron. Estar feliz con mis limitaciones que me confrontan continuamente con mi pobreza, mi mediocridad, mi indignidad. Estar feliz con las cosas que me ocurren, éxitos y fracasos, tratando a los dos como lo que son, dos impostores. Ser feliz no es simplemente lo que consigo cuando hago todo bien y me resulta todo lo que emprendo. Ser feliz consistirá muchas veces en aceptar los errores y volver a casa como el hijo pródigo: «Cuántos jornaleros de mi padre tienen abundancia de pan, mientras yo aquí me muero de hambre. Me pondré en camino a donde está mi padre, y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo: trátame como a uno de tus jornaleros». Se da cuenta de su error, de la forma torpe como perdió la vida y rectifica. Podría no haberlo hecho. Podría haberse quedado lejos lamentando su error. El hijo menor es humilde. La humillación lo ha convertido en una persona humilde. Al menos reconoce que estaba equivocado, que había jugado mal sus cartas. Y emprende el camino de vuelta a casa. No es fácil rectificar y asumir que he cometido errores. No es sencillo volver a empezar desde cero, incluso peor, siendo un jornalero, no ya un hijo. Él sabe lo que ha hecho mal y reconoce que el único camino para ser feliz es volver a casa. Me impresiona su capacidad para rectificar, para enmendar y pedir perdón. Esa actitud será la que lo salve.

Me gusta la palabra misericordia. Un corazón que se abaja ante el pobre. Un corazón que se humilla para levantar al caído. Un corazón que me hace experimentar un amor gratuito. Un amor que se me da sin merecerlo pase lo que pase, haga lo que haga. Así es la promesa llena de misericordia del Dios de Moisés: «Multiplicaré vuestra descendencia como las estrellas del cielo, y toda esta tierra de que he hablado se la daré a vuestra descendencia para que la posea por siempre». Esa es la promesa de plenitud hecha al hombre desde Abrahán. El pueblo de Israel no tenía nada que temer porque Dios les había prometido todo. Sabían que Dios siempre estaría con ellos y les regalaría su misericordia. Pero el hombre pronto se olvida y comienza a pensar que el amor o se merece o no se recibe, o se lo merecen los demás o no puedo dárselo. Castigo al que actúa mal y premio al que se comporta como yo espero de él. El corazón humano no es como el de Dios. Mi corazón no es tan misericordioso. Y por eso me cuesta a mí, como al hijo pródigo, creer en la misericordia infinita, de Dios, de los hombres: «Su hijo le dijo: - Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo». O hago algo para merecerlo o es normal que nadie me ame. Es la experiencia más humana. Si trato mal a una persona, si la desprecio, sería extraño que me tratara con dulzura, con amor. Si insulto y agredo acabaré recibiendo insultos y agresiones. Si trato con ternura y sonrisas a las personas puede que reciba algo parecido. Mis actos despiertan actos similares. Mis palabras despiertan palabras. Mis silencios invocan silencios. Toda mi vida tiene un eco en el mundo. Cuando hago el mal no me suelen tratar con bondad. Siempre recuerdo una escena de la obra Los miserables de Victor Hugo. En ella el protagonista le roba al obispo que lo había acogido en su casa y le había dado comida caliente y ternura. Se despierta en la noche y le roba objetos de plata. A la mañana siguiente lo detienen y lo llevan de regreso ante el obispo. El obispo, en lugar de echarle en cara a Jean Valjean su acto mezquino lo trata como si fuera un amigo y él mismo le hubiera regalado esos objetos. La policía lo libera y el obispo le invita a irse con esos objetos valiosos, a ver si así logra cambiar de vida. Jean Valjean no puede creer en la bondad del obispo. Él no ha experimentado nunca la misericordia, más bien sufrió la injusticia y el castigo excesivo por actos pequeños. Es lo que me puede pasar en mi vida. ¿He experimentado alguna vez la misericordia? ¿He tocado la bondad de alguien que me ha amado sin yo merecerlo? ¿Me han dado un abrazo cuando lo que yo merecía era el desprecio y el abandono? Si nunca he experimentado la misericordia es muy difícil que crea en ella. Si he recibido castigos por mis actos siempre, yo actuaré igual con los míos. Les pagaré de acuerdo con sus obras. Si son buenas les daré mi amor. Si son malas les daré mi desprecio. Y no creeré que sea posible ser amado sin merecerlo. Me parecerá una quimera. Por eso viviré intentando demostrarle al mundo que merezco el amor. Que merezco que me amen. Que mis obras son dignas de amor, de bondad. Lucharé por hacer que mi vida valga la pena y los demás la valoren. Me empeñaré en recibir el amor merecido. Si soy bueno me querrán. Si no actúo bien me despreciarán. Entonces mis obras no son movidas por el amor a los demás sino por el miedo al rechazo. No actuaré movido por el deseo de abrazar, de amar a todos, sino que actuaré movido por el miedo a que alguien descubra mi miseria y me trate como me merezco. Si mis obras son malas, merezco el desprecio y el olvido. Si mis obras son buenas merezco los halagos y los abrazos. ¡Qué difícil resulta cambiar este esquema con el que he crecido! Desde niño recibí castigos y caras largas si no actuaba como me habían dicho que lo hiciera. Si no me porto bien, castigo. Me detengo ante el cielo abierto y me pregunto: ¿Cuándo recibí amor cuando lo que merecía era el desprecio? ¿Cuándo me dieron un abrazo en lugar de una bofetada? ¿Cuándo recibí un elogio cuando merecía una crítica? Mirar mi historia me da luz. Y me ayuda a ver cuándo he vivido la misericordia. ¿Acaso no me ha perdonado Dios mis pecados muchas veces? ¿Cómo me pueden seguir amando después de mis enojos, rabias, reproches y distancias? La misericordia es un don, nunca un merecimiento. Quisiera ahondar en mi vida y palpar cuándo fui amado por mis hermanos, amigos, familiares sin merecerlo. Si buceo en el alma encontraré esos destellos de luz que acaban con la sombra que me deja la culpa. Porque la culpa me llena de sombra, de oscuridad, de miedos. Me hace sentir que no merezco el amor, ni el abrazo, ni el perdón. Quisiera darme cuenta siempre que fui rescatado de las aguas por las manos de un Dios bondadoso. Recordar a los que un día me dijeron que mi vida valía tal como era, que no necesitaba cambiar nada para merecer ser amado, que mis heridas eran parte de mi belleza, y mis sombras parte de mi verdad. Que no tenía por qué ocultar lo que no me gustaba de mí. Que no importaba si transparentaba con torpeza mis flaquezas. Que los demás me iban a amar no por mis éxitos y mis logros, sino por mi humanidad herida, caída y levantada desde el barro. Esa verdad la olvido cuando vivo mendigando amor y tratando de mostrarle al mundo cuánto valgo. Es como si gritara a todos: ¿No veis que merezco ser amado? Esa lucha me enferma. Y lo que me salva es ser yo mismo en mi pobreza. No intentar parecer ser lo que no soy. Eso nunca funciona. La misericordia es clave en mi vida, porque esa mirada misericordiosa de Dios es la que me construye de nuevo, me sana por dentro y cura todas mis heridas. Sólo desde ese amor único e incondicional vuelvo a la vida.

En la vida corro el peligro de construirme un becerro de oro: «Anda, baja del monte, que se ha pervertido tu pueblo, el que tú sacaste de Egipto. Pronto se han desviado del camino que yo les había señalado. Se han hecho un novillo de metal, se postran ante él, le ofrecen sacrificios y proclaman: - Éste es tu Dios, Israel, el que te sacó de Egipto». Mi peligro es construirme un becerro de oro. Adorar otros dioses, distinto a ese Dios que me ha dado la vida. Diferentes al Dios que vino a salvarme y me dijo que me quería. Tengo muchos becerros de oro que me turban. Son apegos enfermizos. Obsesiones que no me dejan avanzar en esta vida. El pueblo de Israel se hizo un Dios de metal al que poderle exigir que cumpliera sus planes. Un dios reducido en su tamaño. A menudo me he imaginado un dios hecho a mi medida. Un dios pequeño y manejable según mis deseos. Un dios que se adaptara a lo que yo quiero. De esa forma ese dios es menos exigente que el Dios que me ama con locura. Y por eso Dios me mira y me dice: «Veo que este pueblo es un pueblo de dura cerviz». Soy muy del mundo, apegado a la tierra y a los caprichos, obsesionado con el éxito y la fama, con los bienes que me den paz y seguridad. Busco dioses ante los que poder postrarme en oración. Como si al ser de metal me hicieran caso y cumplieran lo que yo busco. En medio de las dificultades del desierto busco dioses que satisfagan mis necesidades inmediatas. Pienso al comenzar este año en los dioses pequeños que han ido ocupando un lugar en mi corazón. El trabajo se convierte en un dios cuando invierto mi tiempo, mis esfuerzos, mi vida de forma obsesiva en el trabajo. No desconecto nunca. Me obsesiono y pierdo la alegría cada vez que las cosas no salen como yo quiero. Las redes sociales pueden ser mi dios. Invierto tiempo, me dedico a ellas, vivo centrado en todo lo que me pueden dar. Son mi dios que consulto continuamente a ver dónde tengo que reaccionar, a quién tengo que responder, qué tengo que decir o hacer. Las modas pueden ser mi dios que me llevan donde a lo mejor no iría si fuera más libre. Puede que mi dios sean los bienes de esta tierra y me obsesione con comprar los últimos modelos de todo lo que poseo. Es el dios del poseer que llena mi alma de deseos insatisfechos porque siempre hay algo que me llama la atención, algo que quiero obtener. También puede ser un dios el poder. En la vida todos buscan el poder. El poder de la información, el poder también en la Iglesia. El tener la capacidad de tomar decisiones sobre otros, el actuar movido por esa avidez de tener más poder que otros. Todos son pequeños dioses que minan mi voluntad y me hacen seguir caminos diferentes al que Dios quiere para mí. El hijo pródigo se dejó llevar por esos dioses que lo tentaban y le hacían pensar que fuera de casa sería más feliz, tendría un camino más pleno, más lleno de vida. Entonces lo dejó todo, lo que tenía como camino de plenitud y se alejó de su Padre quien le amaba, a quien en teoría amaba con toda su alma. Pero la tentación de ser libre fue más fuerte, sin saber que, yéndose detrás de esos dioses, acabaría siendo esclavo y pasando hambre: «Cuando lo había gastado todo, vino por aquella tierra un hambre terrible, y empezó él a pasar necesidad. Fue entonces y tanto le insistió a un habitante de aquel país que lo mandó a sus campos a guardar cerdos. Le entraban ganas de llenarse el estómago de las algarrobas que comían los cerdos; y nadie le daba de comer». El hambre cambiará su vida. Igual que en ocasiones una pérdida o una enfermedad pueden cambiar para bien la vida de una persona. En medio de los apegos de este mundo el hambre es un motor. Todos los dioses pequeños del mundo no me sacian, no me alegran, no me llenan. Permanece dentro de mí el corazón insatisfecho. Paso hambre y decido volver a casa: «Me pondré en camino a donde está mi padre». Moisés bajará del monte y destruirá el becerro de oro convirtiéndolo en cenizas. Quizás necesitaré de alguien que me ayude a dar ese paso. Alguien que me vea desde fuera y vea mis límites, mis torpezas, mis incoherencias, mis inconsistencias y me diga: Vuelve a casa. Deja de deambular buscando dioses humanos que no responden a la pregunta más honda del corazón del hombre. Esa pregunta infinita, ese deseo insaciable en esta tierra, ese amor que sólo Dios podrá colmar un día y hacerme ver el sentido último de mi camino. Me gusta pensar en ese abrazo al volver a casa. En ese reencuentro cuando haya dejado atrás dioses innumerables.

Pero a los hijos del padre misericordioso les cuesta creer en la misericordia del padre. Creen mucho más en la justicia. El hijo menor sabe que no se merece un premio sino un castigo por el mal cometido. El hijo mayor, que siempre estuvo en casa, cree que no son justos con él al no darle un cabrito para una fiesta con sus amigos. Se indigna con su padre y su bondad: «Él se indignó y se negaba a entrar». No quiere entrar en la casa a celebrar. Ambos piensan que la justicia es lo primero. El que actúa mal merece el castigo. El que se comporta correctamente merece el premio. Recuerdo ahora las palabras escritas por un sacerdote enfermo que acaba de fallecer, Jesús Villarroel: «Está muy claro que yo no soy justo por mis obras ni ellas me justifican delante de Dios. Ni Dios me va a preguntar por ellas. Me va a preguntar por mi fe en su hijo Cristo Jesús. Y ahí, confieso sin ambages que soy un creyente. Creo en mi salvación gratuita gracias a la sangre de Cristo Jesús. Esta fe arrastra toda mi culpabilidad y la hace desaparecer. Huye el miedo a la muerte, al encuentro, al juicio, al reproche y abre las puertas al abrazo, al deseo consumado, a la meta alcanzada»[4]. No son mis obras, mi virtud, ni mi buen comportamiento las cosas que me salvan. No es eso lo que me permite enfrentarme tranquilo con la muerte, esperando el encuentro con mi Padre. Es más bien la paz de saber que creo en Él, que persevero, cayendo y levantándome. Y que siempre puedo volver a casa porque Él me espera para abrazarme. Pero mucha gente hoy considera injusto creer en un Dios que perdone al pecador que vuelva arrepentido. Piensan como el hijo mayor quien considera que la misericordia de su padre es injusta. Él había servido toda su vida, se había portado bien, y ahora ese hijo vago y perdido es tratado como un príncipe heredero. No cree el hijo mayor en el amor del padre, ni en su bondad. Y además no es feliz en la casa de su padre. Se olvida de lo más importante: «Hijo, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo: deberías alegrarte, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido; estaba perdido, y lo hemos encontrado». Estar en la Iglesia, con Dios, es un regalo, una gracia, un milagro. Y todo lo demás importa menos. El premio ya es aquí en la tierra, disfrutando del amor de Dios. Luego, lo que después venga, siempre será un don. Dios es claro. Es justo y misericordioso al mismo tiempo. Y tiene más alegría por un pecador que se convierte que por cientos de justos que viven en casa. Jesús hacía eso mismo en su vida terrena, buscaba al que estaba perdido y lo abrazaba, comía a su lado. Por eso le criticaban: «Ése acoge a los pecadores y come con ellos». La alegría es mucho mayor al encontrar a la oveja perdida que al volver a casa y ver las noventainueve que se quedaron en el redil: «Si uno de vosotros tiene cien ovejas y se le pierde una, ¿no deja las noventa y nueve en el campo y va tras la descarriada, hasta que la encuentra? Y, cuando la encuentra, se la carga sobre los hombros, muy contento; y, al llegar a casa, reúne a los amigos y a los vecinos para decirles: - ¡Felicitadme!, he encontrado la oveja que se me había perdido». Así es el corazón de Dios. No se cansa de esperar a su hijo junto a su puerta: «Cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió». Dios es activo. Está a la puerta de su casa esperando. Sale a buscar la oveja perdida. Busca como loco la moneda que se le ha perdido: «Y si una mujer tiene diez monedas y se le pierde una, ¿no enciende una lámpara y barre la casa y busca con cuidado, hasta que la encuentra». Dios es así, pero el hombre no conoce a Dios realmente. No ha vivido esa misericordia. Desconoce estas palabras de Jesús. Así es su Padre: «Sacad en seguida el mejor traje y vestidlo; ponedle un anillo en la mano y sandalias en los pies; traed el ternero cebado y matadlo; celebremos un banquete, porque este hijo mío estaba muerto y ha revivido; estaba perdido, y lo hemos encontrado». El hijo pequeño estaba dispuesto a ser tratado como jornalero. Y su Padre lo rescata como hijo querido, el más amado, y le pone su anillo y sus sandalias. Lo reviste, lo lava, lo salva. Me conmueven estas palabras. Esta descripción del abrazo de Dios es lo que quisiera revivir una y otra vez en mi vida. Soy el hijo menor que huye de Dios pensando que va a ser más feliz y luego se siente demasiado culpable para volver a casa. No creo en esa misericordia incondicional. Y también soy el hijo mayor, seguro y orgulloso en casa que no tiene misericordia con el débil, con el pecador que quiere buscar el abrazo de Dios. Me gustaría creer más en esa incondicionalidad del amor de Dios. Es lo que me salva.

 



[1] Jesús Sánchez Adalid, Y de repente, Teresa

[2] Cristina Petit, Algo parecido al verdadero amor

[3] O. G. de Cardedal, Raíz de la esperanza, p. 394

[4] Jesús Villarroel, Mi fecha de caducidad

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