Homilía del padre Carlos Padilla - 12 de febrero de 2023

Sábado 11 de febrero de 2023 | Carlos Padilla

VI Domingo Tiempo ordinario
Eclesiástico 15, 15-20; 1 Corintios 2, 6-10; Mateo 5, 17-37
«Si cuando vas a presentar tu ofrenda sobre el altar, te acuerdas allí mismo de que tu hermano tiene quejas contra ti, vete primero a reconciliarte con tu hermano»
12 febrero 2023 P. Carlos Padilla Esteban
«Sólo si me tratan con delicadeza, con ternura, sacarán lo mejor de mí. Sólo si me abrazan con misericordia y creen en el poder que tengo en mi interior podré llegar más lejos»
No tengo muy claro si uso bien las redes sociales o no. Ya no sé si me hacen bien o me esclavizan. Leía en un artículo: «La tecnología tiene el poder de iniciar, construir y mantener una relación, pero también el de dañarla. Depende del uso que le demos a esa herramienta. Y aquí, parafraseando al escritor francés Antoine de Saint-Exupéry quizás vale la pena recordar que lo esencial es invisible a las redes sociales» . Es cierto, lo esencial es invisible a las redes sociales. Lo esencial sucede en el corazón de cada persona y no se ve, no se puede juzgar desde fuera ni interpretar. Mi verdad habita en lo secreto del corazón. Tal vez por eso no sea tan necesario que suba todo a mis redes sociales, que me exponga sin pudor. No necesito perder horas viendo lo que los demás suben a las redes sin centrarme en lo que de verdad quiero hacer. ¡Cuánto tiempo pierdo inútilmente! No necesito tener muchos seguidores y no quiero que me afecten lo que opinan de mí, lo que comentan, lo que escriben. Hay mucho hater por ahí que no me hace bien con sus comentarios. Pero soy yo el que le da poder sobre mi estado de ánimo a los demás. No necesito la aprobación de miles para ser feliz. No me hace falta el apoyo incondicional de cientos de desconocidos que me siguen a mí entre muchos y que no son importantes realmente en mi vida. ¿Para qué uso en realidad las redes sociales? Surge esta pregunta en mi corazón. ¿Qué busco detrás de lo que publico? Cada día me miro en el espejo y me pregunto sobre mis verdaderas intenciones. ¿Soy capaz de desconectarme, de vivir sin redes, de desaparecer por un tiempo indefinido? Entonces veo el apego que tengo a vivir expuesto. Es como si lo que no quedara registrado en las redes no hubiera pasado. ¿Qué imagen de mi vida quiero trasmitir a los que me siguen? ¿Qué fotos subo? ¿Qué espero que digan, sientan al mirar mi vida, la vida de mi familia y amigos? Quizás he perdido el pudor y me da igual lo que sientan o digan. o tal vez vivo esclavo de las reacciones de muchos a los que no conozco ni amo. Las redes sociales son una gran herramienta para la vida. Gracias a ellas logro estar más cerca de personas que están lejos. Sé cómo se encuentran, lo que hacen, lo que viven. Pero a veces siento que se da un efecto contrario con los que están más cerca. Puedo estar enfrascado en mi celular en comunicación con gente que está lejos, mientras desatiendo y no escucho a los que están sentados a mi lado. ¡Cuántas veces las relaciones más íntimas sufren por la esclavitud que puede provocar mi adicción a las redes sociales! Además los vínculos creados en las redes no son demasiado profundos. Son flexibles y pueden ser muy laxos. Leía el otro día: «Las redes sociales representan una estructura que conecta y desconecta a la vez; es decir, que existe la misma posibilidad de estar disponible o no como una elección legítima (Vespucci, 2006). Por lo tanto, el compromiso es algo fluido y laxo que puede dejar de ser consistente en cualquier momento, ya que se tiene la legítima opción de elegir entre estar conectado o no» . Puedo estar o no estar. Conectarme o desaparecer. Y mis vínculos se convierten en algo más débil: «En la sociedad posmoderna, los jóvenes hablan de "conexiones" en lugar de "relaciones", conversan más acerca de "redes" que de "parejas". Esto se debe a que las redes sociales entrañan una falta de compromiso en virtud de que conectan a las personas tan fácilmente que es también fácil desconectarse, en contraste con el compromiso mutuo que implican las relaciones de pareja cara a cara» . Son vínculos muy débiles que se pueden romper con facilidad. Hay menos compromiso, menos carga emocional. Todo comienza muy rápido y de forma intensa. Pero de la misma forma puede desaparecer. Creo en el poder de las redes sociales. Puedo aprender mucho y de forma muy fácil y cómoda. Puedo estar en conexión con muchas personas que viven lejos. Puedo compartir mi vida con personas a las que amo y están lejos. Todo eso es un bien inmenso, un don. No regreso al pasado, no me escapo de la realidad que vivo. Pero quiero hacerlo bien, con libertad, con compromiso. Quiero ser veraz y auténtico en todo lo que publico. Quiero entablar relaciones sanas a través de las redes. No quiero desatender a los que están más cerca, con los que comparto mi día, a los que miro cara a cara. No quiero perder mi tiempo dejando pasar imágenes constantemente. No quiero llenarme de lo que no me llena el corazón, sólo los sentidos. No quiero perder la vida en cosas superficiales que no me forman, no le dan un sentido a mi vida. Las redes sociales no son ni malas ni buenas. Como la mayoría de los avances de la humanidad todo depende del uso personal que les doy. Quiero que me ayuden a crecer en mis relaciones personales. Quiero reflexionar sobre el papel que cumplen en mi vida. Que todo lo que publique hable de mi verdad, de mi vida como es. Quiero darle un sí a esta forma de vivir conectado, pero sin desconectarme nunca de los que están a mi lado.
Jesús vino a dar plenitud a mi vida. Vino a dar cumplimiento a todo lo que Dios pensó para los hombres. Hoy me lo recuerda: «No creáis que he venido a abolir la Ley y los profetas. No he venido a abolir, sino a dar plenitud. En verdad os digo que antes pasarán el cielo y la tierra que deje de cumplirse hasta la última letra o tilde de la ley. El que se salte uno sólo de los preceptos menos importantes, y se lo enseñe así a los hombres será el menos importante en el reino de los cielos. Pero quien los cumpla y enseñe será grande en el reino de los cielos». Hay una continuidad entre el Antiguo y el Nuevo Testamento. Jesús se hace carne en un pueblo que creía en el amor de Dios, el pueblo de la alianza. El pueblo que esperaba un Mesías que iba a traer la liberación, la salvación. Pero el pueblo no escuchó a Jesús, no creyó que fuera el Mesías prometido. Y los que sí creyeron hicieron que naciera la Iglesia. Pero no por ello se olvida de donde viene el pueblo elegido. A menudo veo que la misma Iglesia tiene muchas normas, muchos mandamientos, muchos preceptos y pierdo la alegría. Como si todo consistiera en obedecer mandatos, en vivir la vida sin saltarme las normas, los stop, los límites de velocidad. Jesús me viene a decir que Él no quiere cortar con la historia sagrada del pueblo de Israel. Pero ahora le ha dado un nuevo carácter a la ley y a las normas. El espíritu de la ley es lo importante. Lo que está detrás de los mandamientos. Lo que de verdad Dios quiere es que viva en plenitud. A menudo siento que tengo la vasija de mi alma medio vacía. Plenitud significa totalidad. Y en este caso es la totalidad de las riquezas de Cristo. Para asimilar de esta manera a Cristo, tengo que ser fortalecido en mi interior. Quiero permitir que Cristo haga su hogar en mi alma. Estaré arraigado en Él para crecer en vida interior. Así es la fe que me permite aspirar al todo. Pero yo siempre tiendo a buscar sólo las partes. Me conformo con algo menos que el todo. Y no quiero aspirar a la totalidad. Así no puedo crecer. Si no miro las cimas más altas nunca llegaré lejos. Pero necesito a alguien cerca en mi camino que me anime a seguir, a luchar, a tomar fuerzas y seguir. No es tan sencillo, pero puedo hacerlo. Aspiro al todo, no me gustan las medias tintas. Si me entrego quiero hacerlo con toda mi alma, con todo mi ser. El otro día celebramos a Don Bosco. Siempre me impresiona este santo que creyó en el bien escondido en cada joven que tuvo ante él. Me gusta el relato de cómo comenzó su camino como educador. Un joven llamado Bartolomé merodeaba por la sacristía cuando D. Bosco, un sacerdote joven, iba a comenzar la eucaristía. El sacristán le pidió que ayudase en misa y él dijo que no sabía. Lo echó porque pensó que sólo quería molestar. D. Bosco lo vio y le mandó llamar. Después de la misa le preguntó qué sabía hacer. A cada pregunta suya le responde en forma negativa: «No sé nada». Repite hasta el cansancio. Hasta que finalmente Don Bosco le pregunta: «¿Sabes silbar?». Y claro, Bartolomé Garelli sí sabía silbar. El chico sonrió. Siempre hay algo por dónde empezar. Así comenzó su camino, todo partió con una amistad, un vínculo. Sin amor es imposible crecer. Y entonces hago las cosas porque quiero, porque son un bien para mí, como hoy escucho: «Si quieres, guardarás los mandamientos y permanecerás fiel a su voluntad. Él te ha puesto delante fuego y agua, extiende tu mano a lo que quieras. Ante los hombres está la vida y la muerte, y a cada uno se le dará lo que prefiera. Sus ojos miran a los que le temen, y conoce todas las obras del hombre. A nadie obligó a ser impío, y a nadie dio permiso para pecar». Dios respeta mi libertad. No me obliga a obedecer. Realmente sólo el amor me pone en camino, me saca de mi comodidad, de mi desidia. Sólo el amor hace que sea capaz de obedecer cualquier norma. Es imposible amar a la Iglesia y todos los preceptos que implican sin amor. Sin un encuentro previo como el que tuvieron Bartolomé y D. Bosco. Ese encuentro cambió la vida del chico. Y también la del sacerdote. Todo comenzó ahí, en ese cruce de miradas y en esa sonrisa. En ese momento entendió que seguir a Jesús de esa forma merecía la pena. Hoy es difícil que un joven ame a la Iglesia y sus normas si no se ha enamorado antes de Cristo, si no ha amado a un ser humano que represente para él Dios o la Iglesia. Sólo si me tratan con delicadeza, con ternura, sacarán lo mejor de mí. Sólo si me abrazan con misericordia y creen en el poder que tengo en mi interior podré llegar más lejos. No es tan sencillo pero puedo hacerlo. El amor de Dios se me regala en gestos humanos. Siempre me gusta de D. Bosco esa sencillez para preguntar. Supo tocar su corazón de ese joven. Le preguntó por aquello que sí sabía hacer y entonces todo cambió de golpe. El cariño lo llevó hasta Dios.
En la vista me conformo a menudo con cumplir con los mínimos. Con respetar lo que me piden. Hago lo que me exigen. Y no hago lo que me prohíben. Soy bien mandado, como se suele decir. ¿Eso basta realmente para ser feliz? Seguramente no. Hoy escucho: «Dichoso el que, con vida intachable, camina en la voluntad del Señor; dichoso el que, guardando sus preceptos, lo busca de todo corazón». Caminar en la voluntad de Dios es más que atenerme a la norma marcada. Buscar a Dios de todo corazón es mucho más que no hacer el mal o evitar las ofensas. Y Jesús me lo deja más claro todavía: «Porque os digo que si vuestra justicia no es mayor que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos. Habéis oído que se dijo a los antiguos: - No matarás, y el que mate será reo de juicio. Pero yo os digo: -Todo el que se deja llevar de la cólera contra su hermano será procesado. Y si uno llama a su hermano imbécil, tendrá que comparecer ante el Sanedrín, y si lo llama necio, merece la condena de la gehenna del fuego. También habéis oído que se dijo a los antiguos: - No jurarás en falso y Cumplirás tus juramentos al Señor. Pero yo os digo que no juréis en absoluto». Mi justicia es como la de los fariseos si sólo me dedico a respetar los límites, a no salirme de los márgenes, a evitar las prohibiciones, a respetar las señales, haciendo caso de lo que me ordenan. No bastan los mínimos entonces. Jesús me pide ser magnánimo. Ser generoso. Idealista y soñador. No quiere que me conforme con lo que he logrado. No tengo que impedir solamente que ocurran cosas malas. Tengo que hacer que sucedan las buenas. No basta con no matar a alguien, tengo que amarlo, cuidarlo, hacer que su vida sea feliz y plena. No basta con no engañarte en la vida, tengo que hacer que vivas una vida lograda. En eso consiste seguir a Jesús. Se rompen los moldes del amor. No te quiero amar lo justo, lo necesario, no deseo hacerte un poco feliz. Quiero darlo todo, arriesgarlo todo, aunque lo pierda, aunque me pierda. No importa. La vida se juega en los instantes en los que le digo que sí a Dios aceptando las consecuencias de mi entrega. No necesito saber todos los riesgos que asumo cuando amo. Si supiera el dolor que me espera al amar, o las dificultades y sinsabores que tendrá ser padre de mis hijos. Tal vez no empezaría nada. Por eso me arriesgo sin medir las consecuencias. A veces creo que calculo demasiado. Mido. Averiguo lo que significa decir que sí a Dios. No imagino a María en la anunciación calculando los riesgos de su sí. Ella no midió las consecuencias, no pretendió que los límites fueran muy concretos. A veces veo a personas obsesionadas con las normas, con los límites posibles, tratando de dejar dentro de un molde todas sus decisiones. Con un miedo terrible al error, a la equivocación, al pecado. Con una obsesión por respetar todas las líneas. Buscando una pureza fría, desencarnada, sin amor. Queriendo que alguien humano me responda continuamente a todas mis preguntas. Para no fallar, para no decepcionar a nadie. Para que no imaginen en mí intenciones ocultas, para no estar en la boca de la gente. Me gusta Jesús cuando me pide que tenga una sensibilidad muy viva para percibir que el desamor ya no es amor. Y el olvido ya es desprecio. Quiero aspirar a lo máximo sin obsesionarme con los mínimos y los límites. Quiero entregarlo todo sin tener un miedo enfermizo a que me vaya mal. Una mujer decidió perdonar a su esposo después de que él le había sido infiel con una persona. Lo perdonó porque quiso, porque vio que era lo que le daba paz. No lo hizo con la pretensión de que nunca más fuera a fallarle. No lo hizo pensando que ella era perfecta y nunca se equivocaba. Lo hizo porque le dio más importancia a todo lo vivido con él, a todos sus aciertos. Y dejó pasar ese grave error, ese desamor que la había dejado tan herida. Decidió perdonar para poder vivir. Decidió soltar para poder empezar de nuevo. Una decisión así sucede en el interior de cada corazón, yo no puedo juzgarla. No me toca a mí. Cada uno es libre de elegir un camino u otro. Ella decidió seguir amando desde el perdón. No se quedó en el mínimo. Porque el que perdona ama por encima de cualquier mínimo. El alma grande no espera a que los demás correspondan en la entrega. No desea que las cosas se adapten a sus deseos. Se arriesga en la aventura del amor aunque pueda sufrir muchos desengaños. Jesús me pide que escuche mi corazón y en su interior escuche la voz de Dios. No ser fiel en lo pequeño, en lo insignificante es algo que me duele. Tener un alma grande es no dejar de soñar con cosas que parecen imposibles. Vivir en la magnanimidad no hace que yo juzgue a los demás desde ese criterio. Es mi elección amar más de lo exigido. Soy yo el que decide caminar más millas de las que me piden. Es mi camino si decido entregarte más de lo que esperas. Soy yo, es mi amor. No me van a dar una recompensa más grande por haber perdonado. No se trata del premio por la vida lograda. Es más bien querer ser dichoso haciendo la voluntad de Dios, estando donde Él me pide que esté, con aquellos que me ha confiado. Es la felicidad de hacerlo todo sin esperar nada a cambio. Dándole gracias a Dios por lo recibido aunque a menudo no sea lo esperado. Me gusta ese Jesús que me pide que siga caminando cuando tal vez lo razonable es detener mis pasos. Me alegra este Jesús que me invita a dar más aun cuando he recibido menos de lo prometido. Ese Jesús que sale a mi encuentro cuando no merezco su abrazo y me dice que mi vida vale la pena cuando yo sólo veo miserias y pobrezas. Es ese Jesús que me pide que no me limite a lo que dice la letra de la norma. Que mire el espíritu y busque a Dios detrás de todos los caminos. Es la esperanza dibujada en ese corazón grande que perdona, acepta, sonríe y espera. Ese corazón que no les teme a las derrotas, ni se asusta ante las soledades.
Hoy Jesús me pide que perdone a mi hermano antes de ir al altar a presentar mi ofrenda. Y me siento aludido al ver que en mi alma hay muchas heridas, muchos rencores, mucha falta de perdón: «Por tanto, si cuando vas a presentar tu ofrenda sobre el altar, te acuerdas allí mismo de que tu hermano tiene quejas contra ti, deja allí tu ofrenda ante el altar y vete primero a reconciliarte con tu hermano, y entonces vuelve a presentar tu ofrenda». En ocasiones no me acerco al altar porque he pecado, he sido egoísta, me he buscado a mí mismo, he dejado de lado a mi hermano. Pero la mayor parte de las veces lo que me detiene y no me deja acercarme al altar es la falta de perdón. Quiero acercarme al altar pero no estoy reconciliado. Guardo un rencor sangrante. Me duele la herida y pienso en todos los que me hicieron daño un día. No los perdono, no los dejo ir. ¿Cómo logro perdonar al que me hizo algo malo? ¿Cómo perdono al que me ignoró, olvidó, dejó de lado? ¿Cómo perdono al que no me ama como yo espero o dijo alguna cosa que me ofendió en lo más hondo? Me detengo a mirar mi corazón que no está en paz, ni tranquilo. Algo me duele en el estómago. Una piedra pesada que no me deja respirar. Quisiera tomar aire y comenzar el camino hacia Dios. Quisiera acercarme al altar a presentar mi ofrenda con el corazón liberado, reconciliado. Pero quiero ser coherente. No he perdonado a mi hermano, no he apartado de él mi rabia, menos aún mi odio. Puede que sea una historia del pasado. Algo que sucedió y que ya olvidaron muchos, tal vez él incluso, quien me hizo daño. Pero yo no lo olvido. O tal vez nunca supo el daño que me había causado. Siento el dolor, me angustia la injusticia. Pero yo quiero ir al altar y decirle a Dios que lo amo sobre todas las cosas cuando a mi lado huyo de mi hermano. No consigo encontrar la paz. No logro sacarme esa espina que lacera mi corazón. No es tan sencillo perdonar. Lo intento de muchas maneras. Pero no lo logro. Digo que sí, que está perdonado, pero no es suficiente. Las palabras no llegan al corazón. No lo siento de verdad, en mis entrañas. Cuando me propongo perdonar pienso que le estoy haciendo un bien al que perdono. Porque no se merece el perdón y yo se lo estoy dando libremente. Pero más bien me estoy haciendo un bien a mí mismo: «Es el que perdona el que recibe un enorme beneficio de su propio gesto. El perdón es una de las protecciones más poderosas de que dispone el hombre para hacer frente al mal y a sus consecuencias. Cuando alguien no lo tiene en cuenta, se atormenta de un modo muy cruel, hasta destruirse. ¿Cuántos se han destrozado a causa de los sentimientos de culpa por lo que han realizado? ¿Cuántos, en cambio, se atormentan a sí mismos por el mal que han recibido de otros continuamente, envenenándose cada vez más? Perdonar es como liberar a un prisionero, para descubrir después que el prisionero eras tú» . Cuando no hay perdón, cuando no perdono, puedo llegar a destruirme. No consigo olvidar lo que me hicieron, no logro dejar ir al que me ofendió. Y la herida sigue sangrando. Perdonar libera al que me hizo el daño. Pero sobre todo me libera a mí que soy el agraviado, soy el prisionero de un rencor que me enferma el alma. ¿Cómo puedo llegar a perdonar? «Se puede perdonar, porque, y en la medida en que, se ha pasado por la experiencia de haber sido perdonado. Dejar que el otro me perdone [...] no es menos difícil que perdonar. Con todo, la experiencia de ser perdonado, de sentirse perdonado, forma parte de la vida desde la infancia y nada es más alentador que tener la certeza de poder volver al corazón del otro» . Cuando he sido perdonado puedo comenzar un camino nuevo. Recordar que alguien me abrazó y perdonó cuando no lo merecía es lo que me sana y me da fuerzas para hacer lo mismo. Por eso pedir perdón es sanador. Me ayuda reconocer mi culpa, asumir mis errores, mostrar a mi hermano mi fragilidad aceptando que no he sido capaz de hacerlo mejor. Ser perdonado, recibir el perdón, es una gracia mucho más grande. El que ha experimentado la libertad del perdón está más capacitado para dárselo al que lo necesita. ¿Me he sentido alguna vez perdonado por alguien? ¿Me han abrazado perdonándome? Que alguien me haya perdonado es un regalo inmenso. Lo guardo como un tesoro en el corazón. Asumo que no lo hago todo bien. Cometo errores, peco, hago el daño que no deseo que me hagan a mí. Falto a la palabra dada, soy infiel y me dejo llevar por la tentación de elegir el camino fácil, de huir cuando el peligro es grande. Quiero tocar el perdón que me da mi hermano. Ese perdón me sana. Y también el perdón de Dios. ¿Cuándo he tocado la misericordia de Dios en la confesión? Yo repito una y otra vez los mismos pecados y Dios no puede dejar una y otra vez de absolverme por mis mismos pecados. Se repite la ofensa, se repite el perdón. Es liberador notar ese abrazo, sentir que el poder de Dios entra en mi alma y me purifica por dentro y para siempre. Ver la confesión como un camino de regreso al Padre me sana. Es volver a sentarme en su regazo y notar su amor inmerecido dentro de mí.
Si entendiera que siguiendo lo que me pide Dios seré más feliz. Si comprendiera que sus mandatos son para mi bien. Hoy escucho: «Ojalá esté firme mi camino, para cumplir tus decretos. Haz bien a tu siervo: viviré y cumpliré tus palabras; ábreme los ojos, y contemplaré las maravillas de tu ley. Muéstrame, Señor, el camino de tus decretos, y lo seguiré puntualmente; enséñame a cumplir tu ley y a guardarla de todo corazón». Hacer el bien me sana por dentro. Renunciar por amor me construye como persona. Dar sin esperar nada me salva. Construir desde el amor es lo que hace que sea mejor. Los mandatos de Dios son para mi bien, porque Él me conoce y sabe perfectamente lo que me conviene. Yo me encapricho con aquello que no me hace libre. Me esclavizo buscando la paz, pero no consigo nada de lo que quiero, no avanzo, ni sumo. Quisiera tener un corazón más libre y pienso que sin normas lo sería. Viviría sin apegos y sin obligaciones. Creo que la vida sería más fácil si no tuviera que seguir ciertas normas. Dios lo que desea es lo que me conviene. Es curioso. La fidelidad me da estabilidad. El amor generoso ensancha mi alma. La mirada pura sobre las personas me libera y engrandece. El corazón que no se apega enfermizamente a los demás es un corazón que vuela y sueña. Acercarme a Dios con asiduidad me ayuda a dejarme amar. Confesar mis pecados me hace más humilde y puedo experimentar así la misericordia del perdón de Dios que me sana por dentro. Amar a Dios en mi vida por encima de todo lo demás me permite amar en plenitud. No envidiar lo que no poseo me da un corazón libre. No desear lo que no es mío me hace más fuerte. Vivir contento con lo que tengo me permite tener bien puestas las raíces en tierra firme. Perdonar aunque no me hayan perdonado es el camino que me salva. Dejar que me perdonen me hace sentir en deuda: «Dejarse envolver por el perdón del otro es, con frecuencia, una experiencia que nos deja turbados. Nos hace descubrir y tocar de cerca nuestro propio límite, nuestro propio egoísmo y por eso se vive con dificultad en todo su poder sanador» . Me perdonan y me siento egoísta, o creo que yo tengo que hacer tanto como han hecho por mí, devolver el bien recibido. Pensar en el bien del otro me libera de mi mirada egocéntrica. Vivo a menudo pensando sólo en mí, en lo que necesito, en lo que deseo. Pero vivir así estrecha mi camino. Confundirme y tocar los límites es parte del aprendizaje. Asumir los errores sin negarlos, sin ocultarlos, me hace más verdadero. Estar dispuesto a que los demás me traten sabiendo como soy, limitado y pobre es lo que me permite crecer en esta vida. Sólo desde la verdad seré libre y creceré como persona, maduraré. Seguir el camino que Dios me marca me enseña a vivir de verdad. No sé hacerlo. Busco mi camino y quiero dejar detrás los caminos que parecen más exigentes y duros. Prefiero el camino de la no exigencia. Porque me gusta la comodidad y no quiero que nadie me recuerde lo que no he hecho, lo que no vivo, lo que no consigo llevar a cabo. Vivir sin normas me hace caminar por mis caminos, pero esos caminos se alejan a menudo de lo que Dios me pide. Mis deseos y caprichos. Mis sueños y anhelos. Yo no tengo la mirada de Dios y me quedo enredado en mis pequeñeces, en mis egoísmos. Yo quiero el bien y por eso rechazo el mal de mi vida. Quiero pensar en lo que mi hermano necesita y renuncio a lo que yo también deseo. Busco su bienestar, su éxito, su fama y no pienso tanto en lo que a mí me corresponde en justicia. La vida no es justa, nunca lo es. No puedo afanarme en buscar que se me haga justicia. Sólo quiero hacer lo que veo que Dios quiere para mí. Sus caminos quiero que sean mis caminos. Me gusta la vida como es, no como creo que debería ser. Acepto la realidad en su presente, sin querer maquillarla o tapar aquello que no me gusta. No acepto sólo lo que me gusta y conviene. No pretendo que las cosas sean diferentes. Les doy el sí con alegría. Sueño con una vida grande siguiendo el camino por Dios marcado. Me hará bien hacer su voluntad y no seguir mis caprichos. No dudo de su amor por mí, no deja de buscarme, de amarme, de perdonarme, de esperarme. Y yo quiero hacer lo que Él hizo en la tierra: - Amar a todos, buscar a todos y sobre todo amar al que más lo necesitaba en cada momento. Me gusta vivir diciéndole que sí a Dios, siempre.
Me pide Jesús que haga las paces con el que me ha puesto un pleito. Quiere que esté en paz con todos los que me ofenden: «Con el que te pone pleito, procura arreglarte enseguida, mientras vais todavía de camino, no sea que te entregue al juez, y el juez al alguacil, y te metan en la cárcel. En verdad te digo que no saldrás de allí hasta que hayas pagado el último céntimo. Habéis oído que se dijo: - No cometerás adulterio. Pero yo os digo: todo el que mira a una mujer deseándola, ya ha cometido adulterio con ella en su corazón. Si tu ojo derecho te induce a pecar, sácatelo y tíralo. Más te vale perder un miembro que ser echado entero en la "gehenna". Si tu mano derecha te induce a pecar, córtatela y tírala, porque más te vale perder un miembro que ir a parar entero a la "gehenna". Se dijo: - El que se repudie a su mujer, que le dé acta de repudio. Pero yo os digo que si uno repudia a su mujer - no hablo de unión ilegítima - la induce a cometer adulterio, y el que se casa con la repudiada comete adulterio. Que vuestro hablar sea sí, sí, no, no. Lo que pasa de ahí viene del Maligno». Jesús me recomienda que aspire a lo máximo y no me conforme con los mínimos. Me dice lo que está bien y lo que puede estar mejor. No basta con lo bueno, tengo que aspirar a lo mejor en mi vida, en mis sueños, en mis anhelos. No los mínimos, sino los máximos. Quiere que no tenga rabia en el alma. Que tenga un corazón paciente y pacífico, reconciliado, en armonía con los hombres, con la vida. Quiere Dios que esté dispuesto a entregarlo todo en mi camino. Que no me conforme con la mediocridad. En ocasiones me siento tibio, mediocre y me conformo con los mínimos. Comentaba el P. Kentenich: «¿Qué forma presenta el desprendimiento del yo en el grado máximo del Poder en Blanco? Implica preferir, al menos de vez en cuando, lo más difícil, lo más perfecto. No digo que siempre deberíamos hacer lo más difícil y lo más perfecto, pero sí de vez en cuando» . El Poder en Blanco es un acto de entrega en el que se profundiza la alianza de amor con María. Le entrego a Dios, a María, mi vida. La pongo en sus manos. Nada de lo mío me pertenece. Todo lo que tengo es don, gracia, regalo. No puedo apropiarme de la suerte, de lo que hoy poseo, de lo que me dieron, me pertenece. Todo es pasajero y no permanente en esta tierra. Aspirar a vivir la alianza en el espíritu del Poder en blanco implica generosidad y renuncia. No siempre elegir lo más difícil como opción, pero sí de vez en cuando. Porque eso me libera, me hace más niño, más de Dios, más puro. Y es que el no vivir encadenado a mis deseos me hace más independiente, más libre. Sin apegarme a los planes trazados, a las decisiones tomadas. Un corazón capaz de darlo todo sin pretender guardarlo todo. Un corazón que se abre a los más leves deseos de Dios sabiendo que pueden ser en ocasiones complicados. Desear vivir así me ayuda a entregar la vida. El sentido de las normas y los preceptos es lo importante. Lo que está detrás de un mandato o una prohibición. Debo tener la capacidad para buscar el espíritu de todo lo que hago y entender por qué no hago otras cosas. En el pensamiento ya puedo pecar y alejarme de Dios. No necesito hacer algo, basta con desearlo. Quisiera tener un corazón así, grande, magnánimo, generoso y libre. Que sepa vivir mi alianza en el grado de la entrega libre a Dios. Sin desear que se haga realidad todo lo que deseo. Siempre puedo dar más, siempre puedo renunciar a algo. Puedo caminar sin apegos, sin esclavitudes. Por la senda que conduce al corazón de Jesús. Ese corazón que amó hasta el extremo a los suyos y supo morir por amor a ellos. Reconciliación, perdón, sembrar la paz, pensar bien de mi hermano, no condenar, no juzgar, no desear lo que no es mío. No envidiar lo que no poseo. Vivir así es una gracia que le pido a Dios cada mañana. Vivir arraigado en el corazón de Dios y saber que no me va a dejar nunca. Él tiene en sus manos mi vida y comprende todas mis acciones. Sabe leer en mi corazón las intenciones más íntimas y comprende que necesito mis tiempos para decidir lo correcto, lo que me libera. Estas palabras de Jesús en el monte me hacen más libre. Me invitan a darlo todo sin temer perder nada de lo que poseo. Confío en el amor de Dios que hace posible lo imposible en mi vida. Quiero darle gracias a Dios por todo lo que me entrega cada día. Dios tiene una mirada pura sobre mí. Comprende lo que vivo y sabe mejor que yo lo que necesito.

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