Homilía del padre Carlos Padilla - 2 de enero de 2022

Domingo 2 de enero de 2022 | Carlos Padilla

Epifanía del Señor

Isaías 60:1-6; Efesios 3:2-3, 5-6; Mateo 2:1-12

«Después de oír al rey se pusieron en camino y la estrella que habían visto en el Oriente iba delante de ellos, hasta que llegó y se detuvo encima del lugar donde estaba el niño»

2 enero 2022    P. Carlos Padilla Esteban

«Quisiera amar sin retener. Querer bien sin exigir lo que no me pueden dar. Sonreír incluso cuando broten las lágrimas por el dolor. Acariciar mis heridas sin sentir que son injustas»

El corazón sueña lo imposible en Navidad. Se levanta con paso firme, feliz en estos días en los que todo cambia, deseando tocar el cielo en la tierra. Eso es Navidad. Que la bondad se imponga sobre la maldad. Que el amor venza al odio. Que la paz sea más fuerte que la guerra. En medio de tantas miserias y noticias tristes una voz grita en el desierto: Jesús nace para cambiar mi vida, la de todos. Para que aprenda a amar en lo humano como Él me ama a mí, en mi carne rota, herida, vacía y llena de miedos. Viene para que aprenda a vivir desprendido de egoísmos y orgullos. Para que aprenda a vivir libre para poder darme y mirar con misericordia a mi hermano, sin envidias, sin rabias. Navidad puede ser ese milagro que espero y sueño. Puede venir en la noche sin previo aviso para regalarme la paz y la esperanza, la luz en medio de tanta oscuridad. Navidad puede ser la victoria final tras muchas derrotas, el abrazo alegre tras mucho llanto. Navidad es nostalgia del cielo que llegará algún día pero que ahora en medio de mis días lo puedo acariciar por un momento. Le pido a María y a José que me traigan la alegría del Niño Dios a mi corazón en Navidad. Es verdad que deseo que Dios se haga carne en mi alma con su presencia y que la luz brille en mi oscuridad. Es lo que le pido a Dios. Ese milagro que sucede en lo cotidiano de mi vida, en medio de mis prisas y mis miedos. En medio de mis preocupaciones y agobios. Es el milagro de una paz que me viene dada como un don sagrado cuando menos lo espero, cuando más lo necesito. Sólo basta conque yo abra mi corazón y confíe en el poder de Dios que puede acabar con todas mis resistencias. Eso es Navidad. Un Dios que se abaja sobre la tierra, sobre mi carne enferma para hacerla revivir. En este tiempo de pandemia, de enfermedades y muertes, de fracasos y derrotas, el corazón sueña con el cielo. Y un Niño Dios aparece en medio de mi tierra, en los brazos de una madre pobre, de un padre que no tiene dónde dar posada a su familia. En medio de la necesidad y de la pobreza. Viene sin lujos, sin gloria ni éxitos. Viene sin ruidos, en el silencio de una noche con estrellas. Viene para romper mis pronósticos pesimistas y hacerme pensar que las cosas pueden ser distintas. Que la Navidad sucede en mí, dentro de mi alma, para cambiarme por dentro. Puede haber milagros si me dejo hacer. Puede haber luz si me dejo romper. Navidad es cambiar la forma de pensar y de entender la vida. Es una manera nueva de ver el mundo e interpretarlo. Son categorías de cielo en medio de categorías humanas. Donde hay dolor brota la cura. Donde hay tristeza se enciende la alegría. Donde hay soledad surge el abrazo. Donde hay miseria llega la riqueza. Es Navidad ese milagro en el que necesito creer para no desesperarme. Es la luz que el mundo tiene que ver. La muerte no tiene la última palabra. La vida sí que es el comienzo de todo y el final de mi camino. Necesito volver a retomar mis días. Navegar confiado en aguas turbulentas. Avanzar sin miedo en la oscuridad de la noche. La luz la llevo dentro. La paz nace en el alma. No quiero vivir paralizado por los miedos. Confío en ese Niño indefenso y pobre que nace oculto con miedo a ser herido. Lo quisiera defender con mi vida. Pero sólo puedo confiar en que la victoria final será siempre a la manera de Dios y no a la mía. Se hizo carne de la forma más imprevisible. No nació rey, no buscó el poder ni las influencias. Sólo vino a decirme que soy el más amado de sus hijos. Vino para que yo creyera que su amor no pasará nunca y que no puedo vivir con dudas porque dudar me enferma. Confío más allá de la noche que atravieso. Siempre hay una estrella que señala el camino. Una luz que me deja ver una gruta escondida y un niño envuelto en pañales. Señales tan comunes, tan desprovistas de lo milagroso. Y yo quisiera vencer siempre e imponerme sobre los demás con mi capacidad y mis obras. Dios no quiere llegar al mundo a mi manera. No quiere que sea poderoso, sólo me necesita en mi debilidad, en mi impotencia. Cuando caigo roto y suplico misericordia. Como un niño desprovisto de defensas. Se encarna de esa forma para que confíe no en su poder, tampoco en el mío, que sólo confíe en que su abrazo permanecerá en mi vida como una constante. Pase lo que pase nunca me dejará solo. No debo tener miedo, ya lo he aprendido.

Reconciliar, unir, perdonar, olvidar, sanar, soltar, liberar. Son palabras de Navidad que se cuelan por la rendija de mi alma obligándome a detenerme y a pensar. ¿Dónde necesito perdonar y ser perdonado? ¿Dónde me duele el alma y me siento herido? ¿Dónde no logro soltar las cadenas que me atan pro dentro? Quiero sanar y perdonar, soltar y volver a comenzar. Son deseos que brotan en medio de la noche. Cuando nace una estrella rompiendo la oscuridad. Cuando se encarna Dios rompiendo mis esquemas tan del mundo. Porque yo separo lo espiritual de lo que está hecho de humanidad. Separo a Dios de los hombres. Y Él vino esta noche para cambiarme la mirada, para romper mis rigideces y divisiones. Y entonces me miro en mi debilidad. A través de esa herida en la carne que toco y miro, veo cuánto siento y sufro, amo y odio. Todo a la vez dentro de mi alma. Sintiéndome amado y olvidado, perdonado y rechazado. Tan niño, tan hijo, tan de Dios y de los hombres. El corazón se abre y se cierra en un movimiento constante de perdón y lejanía. De amor y rechazo. El alma sufre y se alegra. Se acerca y se aleja. No entiendo muy bien el corazón humano que no logra tener un criterio claro y constante, ni se deja mandar, ni obedece cuando yo se lo pido. Quiero algo y no lo hago. Detesto otras cosas que acabo realizando sin poder evitarlo. Quiero el perdón y no consigo darlo. Permanece el rencor con su bandera en alto. Quiero la libertad y me ato haciéndome esclavo. Quiero la humildad, que venza dentro de mi alma, pero es mi orgullo el que se abre paso con fuerza, dando golpes. Quiero no sentir ciertas cosas pero las siento. Quisiera sentir otras y no puedo forzar el sentimiento, no siento nada. ¿Quién manda dentro de mi alma? ¿Quién impone las normas, quién obedece? El alma rebelde no se somete y decide cómo tengo que vivir cada día. Con tristeza y amargura. Con resentimiento y dolor. En Navidad vuelvo a pedir milagros. Necesito un cambio para volver a nacer, como ese Niño que es Dios en medio de mis brazos, de mi carne. Quiero uno de esos milagros que el corazón acoge y la razón no entiende. Quiero perdonar lo que me han hecho, lo que recuerdo, lo que aún me duele, pero no perdono. Quiero olvidar lo que no dejo de recordar constantemente, el olvido es imposible. Quiero pasar página para no vivir atado en el pasado que tira de la piel hacia un ayer que guardo. Quiero tantas cosas que el corazón no consigue alcanzar, sigo tan lejos de lo que sueño en medio de las estrellas que iluminan mi noche. Me siento tan a medio camino entre el ayer y el mañana. Tan perdido en esos bosques llenos de oscuridades por los que camino. Me siento tan lejos de un nuevo nacimiento. Tan abandonado en el silencio de mi desierto. Tan acompañado estando herido por esos corazones que me contienen. No dejo de soñar mientras siga vivo. Así es Navidad cuando el deseo de crecer sigue brotando en medio de esa noche mágica en la que todo cambia sin que se vean los cambios. Así es tantas veces en mi vida. Cambio sin que lo vean los demás, sin que yo mismo lo sienta. Así ha sido a lo largo de muchas navidades en mi vida, de muchos años caídos como hojas de otoño delante de mis pasos. Brota el deseo como una suave melodía. Vuelve a crecer en mis ojos de niño que creen en lo imposible. Para Dios nada es imposible. En Navidad brota la ilusión en el corazón de un niño. Es así como me siento en este día mágico, en esta noche, en esta vida. No dejo nunca de creer, aunque parezca imposible. Abro mi corazón a un perdón que tiene que venir de lo alto para sanar la herida. Mi voluntad es firme. Mi orgullo, necesito vencerlo. Aplacarlo con mano firme. Hacerlo a un lado para que no me imponga sus sentimientos. No soy tan importante, ni tan valioso. No vale tanto mi vida, no importa tanto mi honor. Acepto que no soy el mejor, ni tampoco la peor persona. En mí se mezcla la grandeza de los santos y la maldad de los malvados, la tibieza de los mediocres y la pureza de los niños. En mí se unen el cielo y la tierra, el deseo de dar la vida y el ansia por retenerla. Quiero volar a las alturas mientras me arrastro en mi tristeza. Quiero alegrar la vida a otros mientras busco mi paz, y mi consuelo. Estoy a medio camino entre las estrellas y el barro, entre el mar y la orilla. Entre un lugar y otro, navegando en mi barca sin rumbo, queriendo que el Niño haga nuevas todas las cosas. Que restablezca los abrazos rotos, calme las ansiedades ante un futuro tan incierto, libere los miedos que me paralizan y construya los pilares sobre los que levantar mi vida. Me da paz saber que ese Niño nace dentro de mí para que yo sea niño, para que perdone y olvide, para que siga con paso firme caminando rumbo a las estrellas, para que ame dejándome la vida en esa entrega, para que desee ser mejor, más humano, más pobre, más libre. Más de Dios y más de los hombres. Más encarnado y más espiritual. A medio camino siguen mis pasos soñando con un milagro. ¿Por qué no voy a creer que lo imposible es posible? Jesús me lo recuerda en esta noche, en estos días. Me hace sentir que mi vida merece la pena. Tiene valor mi barro con el que puede hacer grandes obras. Vale mi sí, pobre y débil. Vale mi herida por la que entra su luz y brota su agua. Hay esperanza en mi oscuridad y puede reinar la paz en medio de mis guerras. Lo sé, todo es posible.

Puedo dar un abrazo, un beso, regalar una sonrisa. Acercarme más allá de la medida de la distancia exigida. Permanecer confiado en medio de una tormenta. Levantar la mirada más alto, por encima de todas mis montañas. Beber agua en la fuente más cercana. Esperar a que los vientos soplen en la dirección deseada. Saltar los obstáculos por encima de mis miedos. Sentir paz muy dentro del alma. Allí donde con frecuencia estallan guerras. Hablar por no callar, incomodan los silencios. Sentir con profundidad, siempre hay algo que duele. Bajar sin frenos por un sendero lleno de rocas. Pintar con vivos colores las paredes del hogar en el que habito. Reír a carcajadas ante la menor tontería. Saber que nada puede ir mal cuando todo está perdido. Vestirme de fiesta en medio de un calor de invierno. Sumar, añadir, aportar, construir. No sé si todo lo que tengo que dar es tan valioso. No sé si merece la pena escribir algunas palabras, gritarlas por encima de los silencios. Y abrazar al saludar rompiendo todas las reglas. Sé que nada está escrito en mis páginas en blanco. Nada dicho, nada hablado. Sé que la vida se escapa por caminos confusos. O soy yo el que está confundido. Alterar los planes trazados es parte de esta vida llena de imprevistos. Sentarme al sol para calentar el invierno. Albergar amaneceres en medio de tantos crepúsculos. Rompiendo los rompecabezas que dibujan un cielo lleno de estrellas. Volver al comienzo del camino. Llegar al final para ver que aún no es el momento. Que me duela la vida es parte de este tiempo. Todo esto es parte de la vida que comienza y se acaba. Un año que se inicia, un año que concluye. Un día que amanece o muere. Una fecha precisa. Un tiempo concreto. Horas, minutos, segundos. De nada me sirve hacer muchos planes. Sigo haciendo cuentas, soñando estrategias, pensando en posibles soluciones a problemas insolubles. Decido escribir algo para no perder el tiempo. Recoger en palabras la vida, en renglones llenos de signos, esperando ser comprendidos, leídos en alto o en silencio. Todo para que la vida no se me pierda entre un adiós y un buenos días. El tiempo es lo que todo el mundo tiene. No hay nadie más rico en tiempo. No sé ni el día ni la hora en que dejaré de contar los días y las semanas. Pero vendrá el momento. Será demasiado pronto o quizás lo esté esperando. Desde luego no quiero amargarme ni un minuto. Quiero aprovechar todo el tiempo del que llevo el alma llena. Tengo quizás ya más pasado que futuro. Pero eso no me preocupa. Hace tiempo decidí alegrarme cada día. Con cada nueva oportunidad de inventarme algún cuento. Llamar con palabras a la vida, deletrear las sonrisas que he podido ver por el camino. Entre nubes y claros. Entre miedos y alegrías. Me gustan los minutos constantes en los que amo. Hasta que se viste de amanecer y nostalgia el tiempo caído. No me molesta acabar un año, más bien me alegra. Y empezar otro, recién estrenado, parece tan nuevo. Pronto se llenará de desgracias y amores. De encuentros y desencuentros. Y yo navegaré por sus días rompiendo las olas a paso firme. Dispuesto a dejar mi huella. Es mi año, todos los son, que no se olviden. Y me sentiré feliz en la cresta de la ola mirando mar adentro. Igual que desde la orilla agradeceré el momento. Segundos que se marchan, días que caducan. Horas tristes y alegres. Y mi mano volviendo a colocar un reloj de arena ante mis ojos, viendo pasar el tiempo. No tengo muy claro si hay algo que debo conseguir. Una especie de lista de objetivos. Creo que nadie me la dio al romper a la vida, en un llanto ensangrentado, ese día de mi nacimiento, cuando morí a la paz de un útero. Todo era más fácil en la inconsciencia. Pero maduré, o eso me dijeron, en el momento en el que concebí un plan, un sueño, un propósito, un objetivo, un resultado. Y desde ese momento vivieron exigiéndome dar la talla, estar a la altura, cubrir objetivos, llegar a alguna meta. Como cuando tengo que saludar cada mañana. Y ser educado, un niño bien, entre gente adulta. Para no desentonar de aquellos que sí dan el tono correcto. Un año más se abre paso en mis entrañas llenándome de miedos. ¿Sabré hacerlo bien ahora que comienza? Tengo miedo al vacío blanco de sus hojas bien dispuestas ante mis dedos. Me asustan los propósitos no escritos que un Dios escondido parece exigirme. ¿O soy yo el que se exige todo lo posible? Para Dios nada es imposible, por eso creo que no es Él quien me exige. Soy más bien yo que sueña con ser perfecto. Una obra conclusa. Una historia maravillosa. Yo que no sé deletrear ni mi nombre con acento correcto. Y mientras el día amanece me limito a dar gracias. Un año nuevo, un año viejo. Uno que empieza, otro que acaba. Es el segundo concreto que me lleva a dar el salto. Yo confío en que todo será igual y diferente. Nadie cambia tan rápido. Pero me decido a tomar sabias decisiones. A seguir por caminos preciosos. A inventarme una aventura llena de amores eternos. A levantar en mis brazos la esperanza que ahora alumbra. No le tengo miedo a la vida que continúa entre cantos y abrazos, entre sonrisas y paz. Las estrellas siguen iluminando la noche del alma y su mañana. No me preocupa porque todo tendrá un sentido más allá de mis días. De las horas que pasan y se reanudan. Todo es eterno y el tiempo es sueño. Se me quita el miedo.

Se abre un nuevo año ante mis ojos de la mano de María. Y quiero tomarme muy en serio este tiempo nuevo que se me abre. Decía el P. Kentenich: «En los ejercicios hemos de empeñarnos más por abrazar los valores de cada idea que por tomar propósitos. En una época como la actual, de tanto desarraigo y que nos ha enfermado tanto, no iremos muy lejos acumulando propósitos. Esa acumulación no nos hará mejores, al contrario, nos enfermará más si no se remonta todo a un determinado valor»[1]. No quiero acumular propósitos al abrir el año nuevo. No quiero llenarme de buenas intenciones, pretendiendo hacerlo todo ahora mucho mejor. Es verdad que deseo ser mejor en todos los ámbitos de mi vida. En eso no dudo. Mejor en mis relaciones, mejor en mi autocontrol, mejor en mi forma de enfrentar la vida, mejor en mi relación con Dios. Pero tiemblo al querer que todo funcione bien, mejor que antes. No me siento tan capaz, ni fuerte. Es verdad que quiero que este año sea mejor que el pasado. Me ha dejado herido este tiempo de incertidumbres y pandemia. ¿Qué encontraré al doblar el almanaque, al abrir la primera página del calendario? Nada habrá cambiado tanto. Seguiré siendo el mismo hijo, torpe en mi entrega, débil en mi fuerza de voluntad. ¿Cómo lograré remontar todas las cuestas que se presenten ante mis ojos? No quiero fracasar, ni perder. Al cerrar el año veo alegrías y penas, éxitos y fracasos. No todo está tan mal como a veces me parece. Ni todo tan bien como he pensado en alguna ocasión. El término medio, la mirada justa, ecuánime. María mira así mi vida al acabar un año y comenzar otro. Ella es la puerta que atravieso para cruzar el umbral de un nuevo año. «María conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón». Me gusta su manera de mirar la vida. Lo observa todo, lo guarda en su corazón sin hacer un juicio y medita lo que Dios quiere de Ella en todo momento. ¿Cómo lo hace? Una canción expresa el deseo de aprender: «¿Cómo lo hiciste, María, para guardar tantas cosas en tu corazón? ¿Cómo pudiste, María, creer que era posible lo imposible en tu vida? Si yo tuviera la fe para mover montañas.  Si logrará caminar sobre las aguas. Si supiera acabar lo que comienzo. Y vencer tantos miedos que me impiden soñar. Si supiera abrazar sin retener a nadie. Si lograra vivir sin todas las respuestas. Si supiera sonreír entre tanto llanto. Y lograra calmar a los que tienen miedo». Necesito su fe para saber guardar las cosas que me suceden como lo hizo Ella. El año se acaba con mil enseñanzas y María me ayuda a mirar mi año con misericordia. No me quedo con el último sabor de boca. No me fijo sólo en las derrotas y en los fracasos, que siempre duelen. Soy mucho más que el incumplimiento persistente de mis propósitos. Mucho más que mi deseo de estar a la altura de lo que esperan de mí cada mañana. Quiero mirar mi vida con libertad, con los ojos de María. Ella me enseña a agradecer. Y es lo primero que hago al acabar el día, al comenzar uno nuevo. Un año más de vida, un año nuevo que comienzo con salud. Dios sabrá lo que será de mí. Pero el presente está en mis manos. Puedo dar mucho más, puedo renovar mi sí alegre y convencido. Puedo darme por entero. Puedo abismarme en este año nuevo lleno de esperanza. Dejo a un lado mis temores. Pienso en todo lo que estoy viviendo. Dios sabe lo que quiere de mí. No me sorprendo cuando no logro mis propósitos. No desfallezco cuando no resultan mis planes. Miro este año en blanco y sé que Dios irá tejiendo conmigo esta historia. Pienso en María y en cómo Ella vivió siempre en presente. Es el mayor don que le pido a Dios al comenzar el año. Vivir en presente sin angustiarme ante el futuro, sin ansiedad. Con incertidumbres, pero confiando. Nada puede salir mal si María va conmigo. No tengo miedo, creo en el poder de Dios, que va más allá de mis fuerzas humanas. Hoy escucho: «¡Arriba, resplandece, que ha llegado tu luz, y la gloria de Yahveh sobre ti ha amanecido!». Comienzo el año como un niño de la mano de María, mi Madre. Nada puede salir mal si Ella va conmigo. Su camino siempre lleva al cielo. Le pido a Dios la fuerza para dar el siguiente paso. Agradecido le ofrezco a María luchar por ser más generoso, más niño, más dócil, más bondadoso, más alegre, más sencillo, menos caprichoso, menos quejumbroso, más capaz de dar abrazos, más soñador, menos amargado, menos egoísta. Así voy tejiendo una red de sueños que brotan del corazón. Con mi sí Dios podrá hacer milagros. El sí de mi alianza con María. Ella no va a soltar a su hijo querido. Soy un niño agradecido por todos los presentes que me hace Dios. Miro siempre lo bueno y no me fijo tanto en lo que no ha podido ser. Valoro el regalo que recibo. Pienso en los sueños cumplidos. Asumo que la vida es muy larga y da muchas vueltas. No pienso que lo bueno de ahora durará eternamente. Tampoco me parece que tenga que acabarse antes de tiempo. Se lo confío a María, alzo la mirada y espero en su poder. Necesito su fe para guardarlo todo en mi corazón, meditando la vida.

Los Magos de Oriente lo dejaron todo para buscar el rastro de una estrella. Y detrás de ella la posibilidad cierta del Mesías. Después de mucha espera se ponen en camino. «Nacido Jesús en Belén de Judea, en tiempo del rey Herodes, unos magos que venían del Oriente se presentaron en Jerusalén, diciendo: - ¿Dónde está el Rey de los judíos que ha nacido? Pues vimos su estrella en el Oriente y hemos venido a adorarle». Siempre me impresiona la inocencia de estos magos venidos de Oriente. Ha nacido un rey y vienen a adorarlo. Sospechan quizás que el Salvador al que esperan debería nacer de otra manera. En un palacio. Hijo de un rey. Un lugar digno donde todos esperarían su nacimiento con alegría. ¡Cuánta inocencia en una sola pregunta! El rey de los judíos, ¿quién era? ¿Herodes? ¿Los ejércitos romanos? ¿Los fariseos? Llegan los magos y con una sola pregunta siembran la sospecha, el miedo, la duda, la confusión. Herodes sembrará la tierra de muertes inocentes, niños nacidos en los últimos dos años. Todos bajo sospecha de querer ser posibles usurpadores de poder. Y es que el poder es muy frágil. Hoy me respetan y obedecen. Mañana me atacan y condenan. No hay ningún reinado perpetuo, todos son temporales. Durante un tiempo me aclaman y eligen, luego me condenan y olvidan. Una vez que tengo una cierta cuota de poder no quiero perderla. Que no me destituya nadie de mi cargo, que nadie me quite la responsabilidad que me dieron. El poder se convierte en el sentido de mi vida. Vivo para realizar con dignidad ese poder que me han confiado. Es verdad que no hay nada malo en ello. Tener poder es poder servir la vida de los que confían en mí. Parece todo tan sencillo. Pero luego el poder se convierte en una cadena que me ata. No soy capaz de vivir en el olvido, sin cargos, sin honores, sin gloria, sin poder. Saber es poder, ser informado, consultado, buscado. Por muy pequeño que sea mi poder siempre puede atarme y quizás alguien quiera arrebatármelo. Herodes temía perder su posición. Me acostumbro a mi lugar, a mi casa, a mis relaciones humanas, a mis cargos. Y no quiero que nadie rompa mi mundo en mil pedazos. Aunque ese mundo sea pobre y pequeño. Aunque no sea el mejor lugar para mis sueños. Pero en él, dentro de sus muros, me siento seguro. Salir a la intemperie, exponerme al lugar en el que no soy conocido ni querido, me asusta. Así es la vida del hombre que se siente inseguro y débil y teme al poderoso. Que venga alguien a quitarme el poder, lo que sé hacer y cambie las categorías que me dan paz, me asusta. Mejor acabar con Él antes de que se haga fuerte. Los Magos buscan a ese niño poderoso sin saber nada de Él. Han dejado su tierra, su seguridad y se han puesto en camino. Han renunciado a su poder para servir el poder de otro hombre que ahora es un niño. Hay mucho de inocencia y libertad interior en esa búsqueda. Los magos son hombres libres, han dejado sus ataduras y viven sin miedo. No temen la reacción de la gente, no temen por su vida. Eso siempre me impresiona. Personas tan libres en su interior que no tienen miedo a nada. Pueden perder la vida pero están dispuestas porque ya antes han dado un sí más grande, le han entregado todo a Dios, lo han puesto todo en sus manos. Hoy escucho en el salmo: «Los reyes de Tarsis y las islas traerán tributo. Los reyes de Sabá y de Seba pagarán impuestos; todos los reyes se postrarán ante él, le servirán todas las naciones. Porque él librará al pobre suplicante, al desdichado y al que nadie ampara; se apiadará del débil y del pobre, el alma de los pobres salvará». Reyes poderosos no temen perderlo todo y se postran ante un rey que nace. Un rey que respetará al débil y al pobre y salvará al indigente, al que nadie ampara. Me impresiona. No vienen a servir a un rey con más poder en la tierra, sino un rey que se preocupa de los desvalidos. No tiene en su corazón las mismas categorías que yo tengo. Se pone a servir y sabe que su amor es el poder más eficaz y maravilloso. Ante ese rey llegan los que lo tenían todo. ¿Qué necesitaban esos reyes de Oriente? ¿Qué les faltaba en sus tierras lejanas? Lo tenían todo y al mismo tiempo les faltaba el que daba sentido a sus vidas. Ese es el Dios que hoy se encarna. Es el niño que no cuestiona el poder de los poderosos de esta tierra, porque su reino no es de este mundo. Por buscar a un rey así conviene dejarlo todo. Lo encuentran, se postran y regresan a sus casas por otro camino: «Y, avisados en sueños que no volvieran donde Herodes, se retiraron a su país por otro camino». Algo ha cambiado en ellos. Tal vez no era lo que esperaban. El caso es que no regresan por el mismo lugar por evitar a Herodes. Y en ese cambio de camino hay una invitación a cambiar mi mirada. Ese rey niño me cambia la mirada. Hace que no me preocupen las cosas del mundo con tanta fuerza que pueda perder la paz y la alegría. Justamente ese rey indefenso ha llegado para salvar al débil, al desvalido, al vulnerable. No hay llegado para conceder al hombre más poder humano. Sino para darle la llave que abra todos los corazones, la capacidad de amar con un corazón humilde. La humildad rompe el orgullo del que me enfrenta. Y mi amor ablanda los corazones que quieren imponerse por orgullo. Los magos cambian de camino, cambian de vida, cambian su corazón. Desde ese momento ya saben lo que tienen que esperar. Reinará ese niño de una manera muy distinta a la que muchos esperan y otros muchos temen. No es una amenaza, su presencia es la salvación.

En este día de la Epifanía los reyes traen sus regalos: «Ellos, después de oír al rey, se pusieron en camino, y he aquí que la estrella que habían visto en el Oriente iba delante de ellos, hasta que llegó y se detuvo encima del lugar donde estaba el niño. Al ver la estrella se llenaron de inmensa alegría. Entraron en la casa; vieron al niño con María su madre y, postrándose, le adoraron; abrieron luego sus cofres y le ofrecieron dones de oro, incienso y mirra». Los regalos de los reyes me han fascinado desde niño. Siempre esperé con ilusión esta noche mágica. Permanecía sin poder dormirme esperando el cumplimiento de las promesas. Confiaba que sin merecerlo me trajeran regalos. Porque así son los regalos, se reciben sin ser merecedor de tenerlos. La gratuidad es algo que olvido con facilidad. Nadie da nada a cambio de nada. Todos dan confiando recibir. Me da pena esa forma de pensar, pero es la que me inculcan. Trabajo para merecer, me porto bien para ganarme el cielo. Y olvido la gratuidad. Doy un gran regalo esperando recibir otro. Doy mientras mantengo la mano extendida a ver qué me entregan a mí. ¿Cómo puedo cuidar más la gratuidad en mi vida? Dando incluso aquello a lo que estoy apegado. Regalando mi vida sin esperar siquiera el reconocimiento. Amando sin esperar ser amado. Haciendo regalos aunque no sea el momento ni la ocasión. Quiero cultivar la gratuidad cada día. Nada de lo que tengo es merecido, es un don. Yo me acostumbro a los derechos y exijo que se haga justicia. Que me den lo que me deben, que me paguen como es justo, que no me traten peor que a otros, que me valoren y reconozcan en mi verdad. Vivir la gratuidad me exige vivir como un mendigo. Todo lo que tengo se me regala como un don. A nada tengo derecho. Miro entonces mi vida y sólo puedo agradecer. En lugar de quejarme por lo que no sucedió, por ese regalo que no llegó, sólo me queda agradecer con humildad por todo lo que tengo. Es mucho, la vida, el amor, la salud, la comida, un lugar donde dormir, personas con las que convivir, con las que trabajar por construir un mundo mejor. Todo es gratuito. No es justo todo lo que tengo. Es injusto. Muchos no tienen nada, viven en la precariedad, no tienen un hogar en el que descansar, están solos y no reciben amor. Tanta gente a mi alrededor sufre mucho más que yo. Es injusto y no me quejo. Me quejo sólo cuando esa injusticia me perjudica a mí. Creo que este día es una ocasión para agradecer por todo lo que me ha regalado Dios. Miro conmovido y quiero ser generoso con mi vida como lo fueron esos magos de oriente. Ellos dejaron su comodidad para dar alegría al niño recién nacido. Traían en sus camellos grandes regalos. El primer regalo, quizás el más importante, era el oro. Es el metal más valioso, que simboliza la belleza que tengo en mi corazón. El don que Dios puso en mí al nacer. El oro lo guardo con celo y no quiero compartirlo. Lo escondo para no perderlo nunca. Pero no entrego lo que de verdad soy en mi corazón. No doy esa belleza escondida. Me la guardo con cuidado y al final se pierde porque nadie la ve ni la disfruta. ¿No me pasa algo así tantas veces? Tengo dentro de mí grandes dones. Una alegría de niño, una inteligencia despierta, una intuición poderosa. Son dones grandes que Dios me da y yo guardo por miedo al rechazo o por egoísmo y comodidad. Quiero dar mi oro a los que están junto a mí. Quiero que participen de ese don que tengo escondido. El segundo don es el incienso. Es el ansia que tiene mi alma de trascenderse, de mirar al cielo, al Dios escondido y misterioso. Esa búsqueda inquieta por encontrar al que dé sentido a mis pasos. El incienso es mi entrega silenciosa en oración. Es la paz que recibo del cielo cada vez que paso las horas mirando a Dios, cara a cara. Quiero entregarle a Dios mi tiempo de silencio. Estar solo con Él, sin hacer nada. Y por último la mirra, esa inquietud mía por sanar al enfermo, por calmar el dolor del que sufre, por saciar el hambre del hambriento y evitar cualquier dolor a mi hermano. La mirra la entrego cuidando al que sufre, al que necesita algo de paz. Son los tres regalos más preciosos que puedo regalar a los míos. Al mismo tiempo me gustaría a mí recibirlos. Estar atento a aquellos que los traen ante mi puerta. Atento para recibir, dispuesto a dar.

 



[1] Kentenich Reader Tomo 3: Seguir al profeta de Peter Locher, Jonathan Niehaus

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