Homilía del padre Carlos Padilla - 23 de julio

Domingo 23 de julio de 2023 | Carlos Padilla

Domingo XVI Tiempo Ordinario

Sabiduría 12:13, 16-19; Romanos 8:26-27; Mateo 13:24-43

«El Reino de los Cielos es semejante a un hombre que sembró buena semilla en su campo. Pero, mientras su gente dormía, vino su enemigo, sembró encima cizaña entre el trigo»

23 julio 2023    P. Carlos Padilla Esteban

«Hay muchas vidas que se entregan en el silencio sin pregonar sus gestas. Me conmueve esa forma silenciosa de amar. Esos actos ocultos de los héroes de este tiempo»

Me da miedo perder el control, soltar las riendas. Me asustan los contratiempos, los riesgos me ponen inseguro. Es como si una voz muy dentro me dijera: cuídate, no hagas esto, no te arriesgues. Y entonces tiemblo. Como si ya nada estuviera bajo mi control. Me cuesta tanto confiar. En otros, incluso en mis fuerzas, también en Dios. Me cuesta dejar que otros decidan, hagan y me lleven donde no quiero ir. Es falta de confianza, eso es lo que es. Un día en un paseo me perdí. Parecía fácil el regreso a la casa desde la playa, pero yo no conocía el camino, era la primera vez que volvía solo. No pensé que iba a ser tan difícil. creía que era capaz de encontrar la senda. Comencé a caminar y poco a poco me iba alejando de la ruta sin saberlo. Todo el entorno me parecía igual. Arbustos, pequeñas dunas, salinas, aves, algunas ovejas pastando. No veía la casa en la que estábamos. No encontraba nada que me resultara familiar. No llevaba ni agua ni celular. Sobreestimé mis capacidades. Llegó un momento en el que tuve miedo. Y surgieron preguntas. ¿Y si llega la noche y no encuentro a nadie que me guíe? Tenía sed. El sol quemaba con fuerza. En ese momento miré al cielo, confiado. Señor, tú sabrás, le dije. No vas a dejar que me muera aquí por falta de agua. Estuve dos horas caminando. No vi a nadie. El páramo era impresionante. Una vasta extensión de tierra baldía llena de molinos de viento. Al final acabé llegando al mar por otro camino. En mi desubicación no entendía nada. Nunca fue mi don el poder ubicarme en espacios abiertos. Ahora lo comprobaba de nuevo. El miedo a que me pasara algo aumentó. ¿Saldría todo bien? Confiaba. Sólo me quedaba mirar al cielo y confiar. Sin saber cómo había llegado de nuevo al mar. Seguía sin ver a nadie. Me sentía algo más aliviado. Durante el camino recorrí paisajes preciosos. Decidí observarlos con paz. No tenía por qué vivir angustiado. En la vida sucede a menudo que me pierdo. Los paisajes son parecidos. Y nada me resulta familiar. Y no sé bien qué hacer. Decía Sor Verónica, fundadora de Iesu Comunio: «Tardamos en llegar a la felicidad porque primero intentamos agotar nuestros recursos. Esos caminos que tomamos». Yo recorro mis caminos perdiéndome. Porque no sé lo que busco. Porque no encuentro nada familiar que me oriente por el camino correcto. Porque creo que yo lo sé todo, pero no se me ocurre cuál puede ser la solución. Corro. Busco ayuda. Intento encontrar a alguien que me dé una respuesta. Pero no hay nadie o quizás nadie tiene la respuesta. Es mi camino, es mi salida la que busco. Ellos no la conocen. Sólo yo puedo tener la respuesta. Quizás me equivoqué al comienzo en algún momento. No me di cuenta o creí que ese camino era el correcto. Luego lo intenté todo pero no conseguí nada. Me da miedo no llegar a la meta marcada. En esos momentos de turbación, cuando estoy perdido, sólo puedo elegir cómo vivir el presente. Puedo angustiarme y vivir desesperado. O puedo aprovechar el momento que vivo, los paisajes nuevos que quizás nunca más recorra. Puedo vivir en presente sin pensar tanto en la falta de agua o en el calor. Yo decido cómo vivo la precariedad o el miedo. En la soledad no estoy solo. Siempre miro al cielo y está Jesús mirándome. Él conoce todos los caminos y sabe cómo encontrarme. Ese día, de nuevo en la orilla, me puse a caminar por ella en la dirección que yo creía correcta. Estaba tan perdido que dudaba de mis intuiciones. Caminé largo rato por la orilla del mar. Tenía más paz. Al final apareció en su moto el cuidador que había en nuestra casa y me rescató. Me sentí un poco ridículo y torpe. Pensé que esas experiencias me ayudan a entender cómo es mi vida. Me pierdo con frecuencia y sigo caminos que creo acertados. Miro el páramo extenso. Las posibilidades son muchas. Puedo perderme y perderlo todo. Nunca estoy solo de verdad. Lo importante en esos momentos es no sentirme solo. Saber que Dios está conmigo velando en mi corazón. A Él le importa todo lo que me pasa. Erraré muchos caminos. me equivocaré a menudo. No es tan relevante si no dejo de caminar, si no me desespero y no tiro la toalla. Confío en que donde se cierran puertas se abrirá alguna ventana. Podrán salirme las cosas mal pero siempre estaré con Dios en mi corazón.  Creo que perderme no es el problema en esta vida. El verdadero drama es desesperar y vivir angustiado. La confianza en ese Dios que va conmigo es lo que me salva de todos mis miedos y ansiedades. Quiero aprender a vivir perdido sin desesperarme. No siempre sabré si el camino por el que voy es el que me lleva a un lugar seguro. Confiaré. Dios mandará ángeles a mi vida para indicarme si debo seguir o es mejor cambiar de dirección. Dios no se desentiende, no deja de mirarme aun cuando nadie más me vea. Esa sensación de seguridad me invadió en medio de la incertidumbre. Encontré la paz mirando al cielo.

La soledad duele. Sentir que nadie te sostiene y el suelo no es firme. El otro día leía: «Su apoyo incondicional, su enorme corazón, que siempre viera el lado bueno de las cosas. Desde sus ojos todo era siempre mejor. Más bonito. Más brillante. Mucho más fácil. Ella había sido mi mapa. El camino a casa. A su lado, encontré mi sitio. Cuando se fue, perdí el norte»[1]. Hay personas que marcan el norte, que me permiten caminar en medio de las tinieblas. Me gustaría tener esa fe, esa mirada positiva. No es tan fácil lograrlo. La vida es larga y los momentos oscuros son muchos. La soledad duele cuando el sol brilla demasiado, calienta en exceso y no quedan fuerzas para seguir solo. Siempre necesito esperanza para caminar. «Ninguna esperanza es falsa. La esperanza es una decisión, significa esperar incluso cuando reina la desesperación. Decide tener esperanza y ocurrirán cosas asombrosas»[2]. Me conmueven aquellas personas que vencen en los momentos en los que parece imposible hacerlo. Siento que se me escapa la vida y no sé si hago lo que debería hacer. Me gustaría dar esperanza a las personas, mostrarles el cielo con mi mirada, con mis ojos, hacerles creer que todo es posible. Navegar en aguas revueltas y tocar el cielo con ambas manos. Así de sencillo, así de imposible. La soledad duele cuando no siento a nadie a mi lado que me sostenga. Quiero tener esa fe de los niños que se levantan sabiendo que su padre está a su lado, descansando. No tengo que demostrarle nada a nadie. Debo quizás perdonarme por todo aquello que no hice bien en el camino. Aprender de los errores, caminar con seriedad sin tenerle miedo a los desencuentros del camino. Los miedos hacen que no me atreva a hacer locuras, ni siquiera esas locuras de amor que transforman este mundo. Llevo prendido en el pecho el fuego de una llamada, de una voz que me dice que todo puedes ser distinto, mucho mejor, mucho más grande. Hay milagros que suceden en la oscuridad del corazón cuando una luz brota en medio de las tinieblas. Hay más calor en un abrazo hondo que en muchos fuegos perdidos. Los silencios de la soledad cargados de palabras me calman. No le tengo miedo a la vida. Puede ser todo mucho peor o mejor, no importan tanto las circunstancias sino la forma de vivirlas cada día, cada mañana. He comprendido que acompañar al que está solo es el camino más fácil para ser feliz y pleno. He inventado caminos de soledad en los que no camino solo, sino muy acompañado. No voy a tirar la toalla en ningún momento. No me gustan los que se desaniman antes de tiempo. Aquellos que no entienden que la vida se juega en las decisiones realmente importantes. He comenzado a gritar que tengo fe en el hombre, en mí mismo. Aunque sea más consciente ahora de mis límites que antes. Aunque pueda decirte con claridad el color de mis pecados. Ahora soy más maduro, tengo más alma, más vida. He llegado al final del camino muchas veces y he vuelto a empezar. He caído cuando menos lo deseaba y me he levantado cuando no lo esperaban. El apoyo incondicional de los que me aman me da fuerzas para seguir luchando. No me desespero. Quiero aprender a vivir en presente. Sin temer tanto dónde estaré el día de mañana. Me gusta esa expresión: Dios proveerá. Cuando no tenga fuerzas y parezca todo perdido Él me dirá al oído que soy su hijo, que me quiere. Que nunca nada ni nadie me harán daño y podré seguir viviendo a su lado. Que lo que me salva es perdonarme. Y lo que me hunde es alejarme de su presencia. Sé que a su lado todo tendrá un sentido y lejos nada valdrá la pena. He visto demasiados finales complicados. He presenciado demasiadas pérdidas. Aun así la vida continúa y los sueños siguen elevándose en el cielo abierto. Me da paz y consuelo saber que hay personas dispuestas a dar la vida por amor. No todos son egoístas y traicioneros. Hay muchas personas buenas que hacen el bien. Veo muchas vidas que se entregan en el silencio sin pregonar sus gestas. Me conmueve esa forma silenciosa de amar. Esos actos ocultos de los héroes de este tiempo. Que salen al campo de batalla sin armadura y mueren luchando hasta el final. Me gusta pensar que siempre hay tiempo para hacer cosas heroicas. Y la esperanza nunca muere en lo hondo de mi pecho. Hay una luz que brilla cuando todas se apagan. Y una voz que resuena por encima de todos los silencios. Me impresiona la vida que florece. No le tengo miedo a nada, confío.

El otro día vi un rebaño de ovejas negras y de color castaño. La excepción era encontrar una oveja totalmente blanca entre muchas oscuras. Siempre de pequeño creí que las ovejas negras eran la excepción. Eran las que se escapaban del redil, las que no cumplían las normas, las que se metían siempre en problemas. Eran las que no valían, las rechazadas, las perseguidas. Este niño es la oveja negra de la familia, decían. Les creí. Me dijeron que tenía que ser como las ovejas blancas. No dar problemas, cumplir las exigencias, alcanzar las metas propuestas y estar a la altura de lo que se esperaba de mí. Si cumplía con todo eso me dejarían quedarme en el rebaño. No me echarían, me salvaría. Llegué a pensar que realmente Jesús prefería a las ovejas blancas y detestaba a las negras. Pero luego me sorprendió con sus palabras, no venía para estar con los justos sino con los pecadores. Con los enfermos, y no con los sanos. Me sorprendió porque no venía para cuidar con cariño a las ovejas blancas que se habían portado bien, sino que quería tratar de reunir a esas ovejas perdidas que vagaban sin pastor. Vino a buscar a las ovejas negras, enfermas, heridas, enojadas con la vida, desahuciadas para el resto del mundo. Amó más que a las blancas a las ovejas que no se merecían el amor. Me conmovió su mirada tan distinta a la mía. Vino a salvar a las que no habían encontrado su hogar y se sentían abandonadas, solas, sin amigos. Me gustaría ser como Jesús y acercarme a los que no son sanos. En el fondo del alma creo que no deseo sentirme salvado, vivo, limpio, puro, perfecto. Prefiero asumir mi condición de pecador, de esclavo, de siervo, de niño torpe, de hombre herido, de oveja negra. Asumo así que mi rebaño va a ser el de las ovejas de color, no el de las blancas. Y por eso me siento con paz al ver que mi vida es una búsqueda de la felicidad en medio de mis guerras interiores tratando de ser perfecto. Sé que nunca lograré responder a todas mis expectativas, menos aún a los que me exigen una perfección que nunca poseeré. Y aun así me empeño en conseguirlo. Deseo en el alma desasirme de esas exigencias impuestas. Quiero dejar de querer cumplir todas las normas, hacer bien todas las cosas y solucionar todos los problemas. No deseo en el fondo que nadie escriba una biografía falsa alabando mi propia vida. Sólo yo sé cómo es mi alma. Y sólo yo tengo acceso a mis últimas miserias y caídas. No me importa mirarme en el espejo lleno de arrugas y manchas, viejo y cansado. Con el pelaje negro, no blanco, ahora ya impuro. No me afecta el no ser especial ni preferido. No sé bien dónde encontraré mi hogar un día de estos. Ni cómo sabré a qué sabe la misericordia que sólo Dios les da a todos. Quiero experimentarla cada día, así lo hago. Vuelvo a mirar al cielo con las manos abiertas, busco a ese Jesús que camina a mi lado para que no me pierda, para que no me aleje de la ruta. Si tuviera claro lo que puedo llegar a dar al mundo si tan sólo me dejara llevar por la misericordia que viene del cielo. He asumido en el último tiempo que pedir perdón es el único camino para comenzar el sendero que lleva a lo alto del monte. Hay que reconocer los errores, cuando hice daño, dije o hice cosas mal. Reconocerlo me hace más humilde. Pedir perdón me sana. Asumir mi culpa y reconocer mi tristeza. Comenta Alyssa Milano: «Primero acepta la tristeza. Date cuenda de que sin perder, ganar no es tan genial». Acepto que la vida que vivo es la que tengo, aunque duelan las derrotas y las pérdidas. Aunque mi vida esté llena de momentos de tormenta que no sé dejar atrás. Reconozco que mis errores me han dejado herido desde hace mucho tiempo. Soy totalmente imperfecto y esa sensación me hace reír ahora, antes lloraba. He buscado la misericordia de los demás sin perdonarme a mí mismo, y eso me mataba. Creo que debo hacer antes yo esto último y perdonar mi propia debilidad, mi fragilidad, mi pequeñez. Quiero reconocer que no puedo hacer las cosas tan bien como quisiera. No me afecta la imagen que proyecto o la que los demás me muestran. Por eso dejo de criticar a muchos, ya que es un deporte peligroso. Si hablo mal de otros, seguro que otros hablarán mal de mí, es una cadena. ¿Me importa mucho la maledicencia? A veces sí. Mi imagen, lo que otros piensan de mí, parece quitarme vidas. Me protejo de la crítica y de la condena. Sé que no tienen ningún derecho a hacerme daño si no se lo doy yo, no pueden herirme, pero sucede. Me hacen daño los juicios que oigo, lo que me dicen, lo que vierten sin piedad contra mí. No importa cómo, pero me duele. Sé que en cuanto intenten hacerme daño, fracasarán si no les doy ese derecho. Seguro que es más fuerte mi corazón cuando se encuentra apegado a Cristo. Me detengo a pensar que voy de camino. Pasado mañana seré más feliz. Pero hoy ya es posible, puedo serlo ahora mismo. De mí depende la paz que tenga en el alma, y de ese Dios que me abraza. Las ovejas negras sólo vuelven a casa cuando son amadas, perdonadas, abrazadas con misericordia. Me gusta recibir ese amor que no merezco. Recibir un abrazo incondicional sin haber llegado nunca a hacer algo de forma perfecta. La misericordia que predico es la que quiero vivir todos los días de mi vida. Veo un rebaño de ovejas diferentes, pobres, heridas, rechazadas, negras, de color castaño. Siento que Jesús me mira y sabe que soy yo el amor de su vida, no importa el color. Me sostiene, me recoge, me ama. Su mirada me salva.

Me gustan las palabras que he repetido en el salmo. Me hablan de ese Dios que es misericordioso: «Pues tú eres, Señor, bueno, indulgente, rico en amor para todos los que te invocan; Dios clemente y compasivo, tardo a la cólera, lleno de amor y de verdad, ¡vuélvete a mí, tenme compasión! Da tu fuerza a tu siervo, salva al hijo de tu sierva». Un Dios compasivo, lleno de amor, verdadero, lento a la cólera, clemente. Son rasgos que sueño para mi vida. Pienso en ese Dios que me mira bien, que no se detiene ante mi pecado, que borra mi culpa, que lava mi delito. Un Dios que me abraza en mi indigencia y levanta mi cuerpo en su fragilidad. Un Dios bueno y santo, que no mira mi debilidad, se fija sólo en lo que puedo llegar a ser. «Dueño de tu fuerza, juzgas con moderación y nos gobiernas con mucha indulgencia porque, con sólo quererlo, lo puedes todo». Un Dios poderoso, rico en misericordia y en perdón. Un Dios que no lleva cuentas del mal que hago, que sabe ver lo bueno y le agrada. Un Dios indulgente que lo puede todo. Me gusta ese Dios que es consciente de mi condición. Sabe cómo soy y reconoce en mi pobreza la misma carne que Él ha creado. Amo a ese Dios que me busca sin descanso. Y me espera en el recodo del camino. Aguarda mi llegada. Me ama sin medida. Pensar en esa misericordia me conmueve. No tengo miedo a un Dios que juzgue mis faltas. Sé que su bondad es mayor que su rigidez. Mira mi alma y sonríe. Se alegra al verme. Sufre cuando caigo. Me levanta cuando me siento abandonado. Me abraza cuando necesito esa validación. No me defrauda su mirada misericordiosa. Yo no miro así a los demás y tampoco me miro a mí mismo con misericordia. Soy un juez duro que no se detiene compasivo ante el que sufre en mi interior. Sufro y mi mente me condena. Como leía el otro día: «La delicadeza hacia el cuerpo debe hacerse extensiva a nuestra alma que sufre un desconsuelo espiritual, y también debemos ser compasivos con nuestra mente, cuidando de no asimilar sus críticas y mensajes que nos generan culpa. Cuidémonos de nuestra mente, digámosle que ya nos enteramos de sus críticas y que después las atenderemos»[3]. Quiero apagar mi voz interior condenatoria. Esa voz que me recuerda lo que hago mal. Me repite que no valgo, que no soy capaz, que siempre caigo en lo mismo y cometo los mismos errores. Esa voz interior me deprime. Me hace ver que no hay salida, que haga lo que haga todo voy a hacerlo mal a la larga, no voy a conseguir lo que quiero, no voy a salvar a los que van conmigo. Quiero ser más compasivo conmigo mismo. Perdonarme cada vez que caigo y cometo errores. Perdonar mi fragilidad cuando no soy capaz de levantarme después de una caída. Quiero liberarme de los pensamientos negativos que me invaden. Cuando no hago lo que quería hacer o no cumplo las expectativas del mundo. Quiero meterme en la cabeza esas ideas misericordiosas que me hacen creer en mí por encima de los que me desprecian. Miro al Dios compasivo que camina a mi lado y me salva. Me gusta esa mirada que me levanta del barro de la ignominia, del pecado, de la pobreza espiritual. Tengo un alma que no es limpia. Y ante eso mi juicio no tiene misericordia. Me exige lo que no puedo dar. Ese juicio mío lo he aprendido entre los hombres. He escuchado muchas condenas y muchas opiniones. He visto que la vida es injusta y he sentido que la condena es la salida cuando todo sale mal y no resulta. Me cuesta aceptar la misericordia de Dios que no se me debe. Dios se la da a todos porque es bueno. Creo en ese Dios que escucha compasivo mi oración y me hace caso: «Señor, presta oído a mi plegaria, atiende a la voz de mis súplicas. Vendrán todas las naciones a postrarse ante ti, y a dar, Señor, gloria a tu nombre; pues tú eres grande y obras maravillas, tú, Dios, y sólo tú». Sé que Dios proveerá e inventará caminos donde sólo veo muros. Abrirá puertas donde reina la oscuridad. Despertará una luz viva donde reina la noche. Así es el Dios en el que creo y que hace maravillas. Él es poderoso en obras y en amor. Su misericordia todo lo invade porque se abaja ante el abatido y levanta al pobre sin hogar llevándolo a su presencia para consolar su dolor y sus ansias. Así es el Dios que me acompaña. La misericordia y la compasión de Dios me consuelan cada día. Para Dios no hay delito más grande que no pedir perdón y no ser capaz de reconocer los errores. El orgullo de los hombres es aquello ante lo que Jesús chocaba cada día. No podía hacer nada cuando el corazón se cerraba a su misericordia. Y frente al que suplicaba perdón siempre había esperanza y salvación. Dios no podía desoír la súplica del débil que estaba perdido. No podía no consolar al que lloraba. Así es Dios. Nunca desoye mi llanto, ni se olvida de mi suerte. Me busca continuamente por los caminos y me salva. Me recuerda que estoy hecho para la vida eterna y que no hay pecado mayor que negar su existencia y rechazar su perdón. Su misericordia me salva, me levanta, me sostiene. Sin su perdón yo no soy capaz de perdonarme a mí mismo ni perdonar a nadie. No rechazo su amor, me abro y lo acepto. Quiero cambiar esa imagen de Dios juez que algún día anidó en mi corazón. Me niego a vivir siempre con miedo. Su misericordia me hace sentir que ya estoy salvado en medio del camino.

Jesús me habla en parábolas. Para decirme cómo crece el reino de Dios recurre a imágenes que el pueblo podía entender fácilmente. Hoy me habla de la semilla buena y de la cizaña: «El Reino de los Cielos es semejante a un hombre que sembró buena semilla en su campo. Pero, mientras su gente dormía, vino su enemigo, sembró encima cizaña entre el trigo, y se fue. Cuando brotó la hierba y produjo fruto, apareció entonces también la cizaña. Los siervos del amo se acercaron a decirle: - Señor, ¿no sembraste semilla buena en tu campo? ¿Cómo es que tiene cizaña? Él les contestó: - Algún enemigo ha hecho esto. Le dicen los siervos: - ¿Quieres, pues, que vayamos a arrancarla? Les dice: - No, no sea que, al recoger la cizaña, arranquéis a la vez el trigo. Dejad que ambos crezcan juntos hasta la siega. Y al tiempo de la siega, diré a los segadores: - Recoged primero la cizaña y atadla en gavillas para quemarla, y el trigo recogedlo en mi granero». Me sorprende la actitud de Jesús. Cuando veo la cizaña creciendo junto con el trigo me pongo nervioso. Cuando el mal abunda junto al bien tiemblo. Cuando no todo es luz sino que hay sombras me entran las dudas. La cizaña es la amenaza. Y mi tentación es ponerme manos a la obra para matarla. ¿Para qué esperar? Jesús me pide que tenga paciencia. Que deje que crezcan juntos el mal y el bien, la semilla y la cizaña. Porque si me precipito podré matar el trigo junto con la cizaña y no habré avanzado nada. Esa actitud me gusta pero me desconcierta. Hoy en el mundo, a mi alrededor, veo mucho bien y mucho mal. Veo gestas buenas, hombres buenos que hacen cosas buenas, personas generosas que dan su vida. Veo a personas capaces de amar hasta el extremo y me conmuevo. Veo el bien que hacen los santos con su fidelidad heroica. Y luego, lamentablemente, veo que abunda también el mal en esta vida. El mal que se impone en muchas ocasiones con su fuerza, con su odio. Es como si el amor fuera insignificante al lado de la guerra que ha provocado el odio. Y me gustaría que se acabara todo el mal de este mundo. Que desaparecieran todas las personas malas y permanecieran las buenas. Pero me confundo. Dentro de mí no sólo veo buenas intenciones, buenos deseos, buenas actitudes y gestas. En mi mismo interior hay una batalla. Dentro de mí luchan el bien y el mal. Hay un ángel bueno que me anima a hacer el bien y hay un ángel malo que me tienta y me lleva donde no quiero ir. El mal reina a veces y no sé cómo vencerlo. Dios me pide que me calme, que confíe, que el mal se podrá sacar más tarde. Que ahora tengo que luchar y dejar que el bien venza. Que el mal sea más débil. Descubrir la cizaña en mi interior me hace más humilde. No soy sólo virtud. No soy sólo un hombre puro e inmaculado. Tengo esa mácula del pecado que vuelve gris todo y parece ensuciar todo lo que hago. Aun así soy mucho más que mis errores, que mi cizaña. Valgo mucho más que mis caídas. Hoy no se acepta el error de las personas. Hay una búsqueda obsesiva de las debilidades de los demás. Como si al ponerlas de manifiesto yo fuera mejor que antes. Trato de desprestigiar a mi hermano. Que no valga tanto para no sentirme yo menos. Cuando descubro el pecado de los demás me siento mejor, más feliz. Como si sus pecados justificaran mis propios errores. Quiero asumir que no voy a hacer todo bien, no soy perfecto y no lo necesito. Porque Dios me utiliza como soy, con mi fragilidad, con mi humanidad herida y envía su Espíritu para que me guíe: «Y de igual manera, el Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza. Pues nosotros no sabemos cómo pedir para orar como conviene; mas el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables». El Espíritu Santo me guía, despierta en mi interior la voz de Dios y me hace confiar. Yo sólo no puedo caminar hacia Dios. No puedo hacer lo que deseo, lo que he planificado, lo que me gustaría alcanzar. A menudo siento que no hago el bien que deseo sino el mal que quiero evitar a toda costa. Quiero así mirar con alegría mi vida como es. Con sus pecados, con sus virtudes, con sus glorias y sus miedos. En mi alma no reina sólo el bien, también el mal. Y a veces me parece que soy demasiado débil y me dejo tentar por una vida que no es la que yo hubiera soñado. Es mejor, es la que es y la acepto con alegría. Me gustaría regar más la semilla buena. Hacer buenas obras, proponerme ser mejor, caer y levantarme, luchar sin dejar de pensar que puedo ser más pleno, más noble, más limpio. Ojalá no me recuerden sólo por mis caídas, sino por todo el bien que con humildad Dios ha hecho a través de mi pobreza, de mi humanidad herida. Queriendo amar bien no siempre lo hice. Queriendo proteger he podido herir. Queriendo abrazar he buscado mi felicidad reteniendo. Queriendo sanar he dejado a otros olvidados en el camino. Queriendo servir me he servido a mí mismo de forma egoísta. Soy consciente de todo lo que he hecho mal. No me asusta que la vida no sea tal como yo la quería. Sólo vuelvo a decirle que sí a Dios y dejo que reine en mí.

Hoy Jesús me habla de su reino usando otra parábola: «El Reino de los Cielos es semejante a un grano de mostaza que tomó un hombre y lo sembró en su campo. Es ciertamente más pequeña que cualquier semilla, pero cuando crece es mayor que las hortalizas, y se hace árbol, hasta el punto de que las aves del cielo vienen y anidan en sus ramas». Me gusta esa imagen. Tan pequeño como un grano de mostaza. Pasa desapercibido. No llama la atención. Así crece el reino de Dios sin que nadie lo note. Se esconde la semilla más pequeña bajo la tierra y acaba dando vida al árbol más grande en cuyas ramas muchos pájaros se cobijan. Es similar a esta otra parábola: «El Reino de los Cielos es semejante a la levadura que tomó una mujer y la metió en tres medidas de harina, hasta que fermentó todo». Lo pequeño es el origen de lo más grande. En la Iglesia las grandes obras comenzaron con muy pequeñas decisiones. Bastó un paso pequeño, al que sigue otro, y así hasta la meta. Una piedra pequeña es la base de una futura catedral. Lo que ahora hago, un gesto pequeño, una palabra, puede ser el origen de algo mucho más grande que supera mis fuerzas. Me gustaría creer que en mis propias pocas fuerzas se encuentra el origen de mi salvación. De nada me sirve ser poderoso. El camino es la humildad del que sabe que nada puede, nada logrará si no se deja hacer por Dios. La semilla tiene en su interior el germen de una vida nueva. Si no muere no surge esa vida. La semilla no lamenta su tamaño, se deja utilizar y da una vida más grande, inmensa. Leía el otro día: «Necesito los pequeños detalles, son el reflejo de cada uno de nosotros. Por eso no se puede reemplazar a nadie, porque todos estamos hechos de pequeños y preciosos detalles»[4]. No soy reemplazable. Porque lo que yo no dé, lo que no entregue, nadie lo podrá dar en mi lugar. Me siento tan pequeño y al mismo tiempo siento una fuerza poderosa en mi interior. Dios lo ha puesto dentro de mí. Es un nuevo nacimiento, una nueva vida que brotará y dará vida a muchos. Me gusta pensar en todo lo que puedo llegar a hacer. Con mis manos, con mi voz, con mis obras y mis palabras. Antes tengo que reconocerme pequeño y frágil. No pienso que lo puedo todo. No cuento mis batallas como si fuera vencedor en todas ellas. He perdido muchas luchas. He fracasado y he caído. Y aun así veo que el reino de Dios crece en la pequeñez de mi vida. En los pequeños momentos en los que me decido de nuevo por el reino de Dios. Y comienzo con fuerza, sin miedo. En esos momentos siento que me hago responsable de la vida como es ahora. Entender que lo pequeño es el origen de lo grande me tranquiliza. No necesito hacer gestas heroicas. Basta con decirle que sí a Dios en las decisiones pequeñas de cada día. Y como leía el otro día: «Debemos intentar asumir la responsabilidad de nuestras propias acciones, pero no podemos responsabilizarnos de las de los demás»[5]. Soy responsable de mis actos y decisiones. a veces minimizo mis errores, escondo mis debilidades, justifico mis decisiones, echo la culpa a otros de lo que yo hice, busco culpables lejos de mí para poder sobrevivir sin cargar con la culpa. No me recrimino lo que hice mal o lo que no hice. Quiero aprender a asumir la responsabilidad de mis actos. Desde los pequeños a los grandes. En las decisiones pequeñas ya fue haciéndose vida el reino o todo lo contrario. La semilla pequeña puede dar mucha vida en mi corazón. Si dejo que esa semilla muera y deje que surja una nueva vida. Las cosas que puedo hacer no son indiferentes. No es lo mismo ir que no ir, hacer que no hacer. Puedo justificarme y encontrar razones para todo lo que hago. Quiero entender que hay un Dios escondido que recoge donde no siembra, y hace salir hijos de Abrahán de debajo de las piedras. Ese Dios en el que creo es todopoderoso, no tiene el tamaño de mi mano. Pero necesita de mis pies, de mi mano, de mi voz, de mi semilla. Necesita que yo siembre la semilla, Él se encargará de regar y permitir que surja un reino que supere todas mis fuerzas. No tengo miedo. Sé que las cosas mayores, las que de verdad importan, comienzan con una semilla pequeña, con un poco de levadura. Una medida pequeña que no salva a nadie. Esa certeza es la que me sostiene por los caminos. Bastan mis pequeñas fuerzas, y mi sí alegre y confiado. Dios proveerá. Esta imagen me acompaña en los momentos de dolor, cuando no sepa cuál es el camino para salir de mi dolor, de mi aflicción. Como dice Séneca: «Las aflicciones pequeñas son locuaces, en cambio las grandes son mudas»[6]. Antes esas grandes aflicciones, la respuesta es muda, pequeña, insignificante, pobre. No entiendo cómo en lo más diminuto y frágil se encuentra mi salvación. Dios me rescata en mi pequeñez, me levanta en mis flaquezas. Usa mis fuerzas débiles y me ayuda a caminar confiado. Sólo tengo que dar un paso más cada día. Uno a uno, sin prisas, sin forzar. Dios provee.

 



[1] María Martínez, La fragilidad de un corazón bajo la lluvia

[2] Lucinda Riley, Harry Whittaker, Atlas. La historia de Pa Salt (Las Siete Hermanas 8)

[3] Edgardo Riveros Aedo, Focusing desde el corazón y hacia el corazón

[4] María Martínez, La fragilidad de un corazón bajo la lluvia

[5] Lucinda Riley, La hermana tormenta, Las Siete Hermanas 4, La hermana perla: La historia de CeCe

[6] Peter Locher, Jonathan Niehaus, Kentenich Reader Tomo 3: Seguir al profeta

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