Homilía del padre Carlos Padilla - 24 de diciembre

Domingo 24 de diciembre de 2023 | Carlos Padilla

Domingo IV Adviento y Navidad

Samuel 7,1-5.8b-12.14a.16; Romanos 16, 25-27; Lucas 1, 26-38; Isaías 9, 2-7; Tito 2, 11-14; Lucas 2, 1-14

«No temas, María, porque has encontrado gracia ante Dios. Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús»

24- 25 diciembre 2023    P. Carlos Padilla Esteban

«Quiero aprender a negarme a mí mismo para darle mi sí a Dios. Eso es Navidad. Morir a mí mismo, para dejar que Dios se haga fuerte en mi alma y nazca en mi vida para siempre»

El Adviento tiene mucho de espera. El corazón sueña. ¿Acaso he dejado de soñar con cosas grandes? Las cosas grandes son las que merecen la pena. Me asusta conformarme con una vida mediocre y rutinaria. La llegada de Jesús a mi vida en Navidad es una nueva oportunidad para cambiar. Un regalo de Dios que me dice que puedo dar más de mí, puedo ser más feliz, puedo traer más paz a los demás, puedo cambiar para entregar aquello que antes por miedo me guardaba. Sueño con un santuario, sueño con todo lo que puedo conquistar a través de ese santuario. Ahora, en medio de mi camino, sólo veo lodo y piedras rotas, tierra y soledad. No hay nada que me hable del futuro que anhelo. Un proyecto, un sueño. Sigo confiando en que el presente mueve el futuro. Ahora, al romperse la piedra se va abriendo un mundo nuevo, desconocido hasta entonces. Sueño con esas islas desconocidas más allá del horizonte que vislumbro en el mar. No veo lo que está más allá de mi mirada presente pero lo sueño. Así puedo ponerme a construir un barco. Así puedo empezar a trabajar los tablones. Sólo si sueño con lo que puede suceder encuentro fuerzas para algo más grande en mi vida. Llega la Navidad y el corazón se llena de ilusión, de sueños, de esperanza. Me preparo para que algo suceda. Algo íntimo en mí, en mi familia, en mi entorno. No es tan sencillo que todo cambie. No es tan fácil que le vida crezca. No depende todo de mí. Necesito una irrupción de la gracia en mi corazón. Como un baño de agua pura y purificadora que me cambie la vida. Confío en el poder de ese Dios misterioso que ha querido nacer en carne humana para confundir a los sabios. Hoy David le dice al profeta Natán: «Mira, yo habito en una casa de cedro, mientras el Arca de Dios habita en una tienda». Ha visto que ese Dios al que ama apenas duerme en una tienda de pastores. Siente que es poco digno y quiere para Él algo mejor. El profeta al principio le anima: «Ve y haz lo que desea tu corazón, pues el Señor está contigo». Así me he sentido yo muchas veces. He comenzado a correr hacia la meta pensando que tenía fuerzas suficientes para llegar hasta el final. He creído que yo sólo podría vencer el pecado y la muerte. Que yo sólo podría resistir todas las tentaciones. He pensado que sí podría, que sería fácil. He cargado sobre mi espalda más peso del que podría cargar. A veces he notado la rabia, la ira en mi interior sin saber de dónde procedía. No era la persona que había soñado ser. No podía solo, no podía. Entonces Dios le dice al profeta: «Ve y habla a mi siervo David: - Así dice el Señor: ¿Tú me vas a construir una casa para morada mía? Yo te tomé del pastizal, de andar tras el rebaño, para que fueras jefe de mi pueblo Israel. He estado a tu lado por donde quiera que has ido, he suprimido a todos tus enemigos ante ti y te he hecho tan famoso como los grandes de la tierra. Dispondré un lugar para mi pueblo Israel y lo plantaré para que resida en él sin que lo inquieten, ni le hagan más daño los malvados, como antaño, cuando nombraba jueces sobre mi pueblo Israel. A ti te he dado reposo de todos tus enemigos. Pues bien, el Señor te anuncia que te va a edificar una casa. En efecto, cuando se cumplan tus días y reposes con tus padres, yo suscitaré descendencia tuya después de ti. Al que salga de tus entrañas le afirmaré su reino. Yo seré para él un padre y él será para mí un hijo. Tu casa y tu reino se mantendrán siempre firmes ante mí, tu trono durará para siempre». Dios será el que construya la casa, no yo. Y eso que yo creía ser el protagonista de mi historia. El constructor de casas, el hacedor de puentes. Como si conmigo comenzara una nueva época, un nuevo tiempo. Un deseo tan humano, tan teñido de vanidad y orgullo. Una sensación de omnipotencia que deja a un lado al Señor. Por eso hoy sus palabras resuenan en mi corazón con dureza. Yo te construiré una casa a ti, me dice Dios. Yo haré el barco, el santuario, me dice el Señor. Para que no me crea importante. Para que no piense que soy el protagonista de este tiempo, para que no me vanaglorie delante de nadie. Dios puede hacerlo todo nuevo en mi corazón. Puede construir una casa con mis pobres cimientos. ¿Qué tengo que hacer yo? Soñar, anhelar una casa nueva, un santuario, un hogar en el que pueda nacer el Niño, una casita sagrada para María. Anhelar el mar profundo y hondo, ese mar que me lleva a islas desconocidas, a tierras con las que sueño. Un mar inmenso que me hace soñar. Sin sueños no habría nada. Pero la casa yo no la construyo, no soy yo, es Dios en mí. Él tendrá la casa que desea. Será en la carne de un hombre, de Jesús. Será en mi propia carne, en mi vida llena de límites. No importa. Dios hará posible lo imposible y sobre mi impureza construirá su pureza blanca y llena de luz. Sobre mi rabia levantará la paz. Sobre mi ira construirá un mar de esperanza. Sobre mis miedos un salto al vacío que lo cambiará todo. Me gusta esa mirada de Dios sobre mí que me transforma por dentro.

María es Inmaculada. Su sí alegre y confiado siempre me sorprende. «María contestó: - He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra. Y el ángel se retiró». María escucha al Ángel y responde sin dudarlo. Es la esclava del Señor, es su hija. Es la niña concebida sin pecado. No duda. Sólo le pregunta al Ángel cómo sucederá todo: «¿Cómo será eso, pues no conozco varón?». Quiere saber cómo será todo, pero no tiene miedo. María es libre. Su sí convencido no es un acto obligado. No abre la puerta de la tierra a Dios a la fuerza. Es libre en su ingenuidad, en su inocencia. Me impresiona que no tenga pecado. No conozco a nadie sin pecado. A veces me encuentro con personas que me parecen muy buenas y pienso que casi no deben tener pecados. Luego cuando se abren descubro que no es así. También pecan en su fragilidad, en su debilidad. Menos que yo, seguro, pero pecan. Todos pecan. Incluso aquellos a los que más admiro necesitan abrir su alma en la confesión para volver a comenzar de nuevo. Al pensar en María que nunca pecó me asombro. Sufrió tentaciones, vería la sombra del mal junto a Ella tentándola. Se sentiría inclinada a no querer a ese Herodes por cuya culpa tuvieron que huir a Egipto. En Ella no habría amargura, ni rabia, ni ira. Siento que estoy tan lejos de María. Su corazón inmaculado no albergaría nunca la desidia, ni el desinterés por el hermano, ni la rabia contenida, ni la envidia ante los bienes que otros tenían. María tenía un corazón puro, inmaculado, preservado de todo mal. La miro y me emociona ver su pureza, su inocencia, su grandeza. Un corazón inmaculado en el que todos caben, sin excepción. Unos brazos los suyos que abrazan a todos. Un corazón sin mancha no es el que deseo, no lo tengo, pero sí es el que admiro. Conozco a personas que se asemejan mucho a María. Miran como Ella mira. Hablan como Ella lo haría. Aman con el amor de María. Tienen pecado, eso sí, no pueden evitarlo. Y su vulnerabilidad las convierte en almas puras necesitadas de una misericordia infinita. María no se sintió débil al pecar, pero sí al tratar de realizar en todo momento los planes de Dios. Se sentiría vulnerable en Belén, en Egipto, ese día de la anunciación de forma especial al ver la inmensidad de la misión que tenía por delante. ¿Cómo lo haría? El Ángel, una vez supo su respuesta, se retiró. Dios le encarga una tarea imposible y el Ángel la abandona. Me parece lo más injusto del mundo. Justo en ese momento en el que María se sentiría la más pequeña de los hijos de Dios, el Ángel la deja sola. Entonces comprendo que no basta con no pecar. La vida no se resume en un «esto es pecado y esto otro no lo es». Hay muchas cosas que no son pecado y aun así son imposibles. Supera mis fuerzas todo lo que Dios pone ante mis ojos. ¿Cómo voy a poder llegar hasta el final del camino? El Ángel dejó sola a María. Lo primero que tenía por delante era la misión de convencer a José. Ella sola no podría. Sólo un ángel en sueños podría hacerlo. ¿Quién era Ella para convencer a nadie? No era digna, sólo tenía fe. Una fe inmensa, una esperanza maravillosa y un amor muy grande. Esa era María inmaculada y revestida de sol. Llena del fuego del amor de Dios y de su gracia: «Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo». María recordaría estas palabras del Ángel todos los días de su vida. Quería dar un sí alegre y feliz. ¿Estaría feliz en ese momento? Estaría turbada, con miedo, pero confiada. Llena de la luz de Dios. Llena de su alegría. Me gustan las personas que sonríen siempre, no sólo cuando la vida las sonríe a ellas. Me gustan los confiados que no dudan, no temen, no se esconden, saltan valientes en medio de la noche. Me gustan las personas enamoradas que dan saltos de fe y amor. El amor hace que logre cosas imposibles. Una mujer alegre y llena de esperanza. Así es María. Así quiero ser yo. No quiero perder la alegría cuando atraviese valles oscuros, cuando me sienta sin norte y perdido. En esos momentos miraré al cielo. Siempre podrá sucederme algo malo. Siempre podré caer más bajo y experimentar el rechazo de muchos. No temo, no dudo. Dios va conmigo. Quisiera darle a Dios siempre un sí confiado y alegre. Él no necesita de mí que no peque. Sabe que caeré una y mil veces y me levantaré de nuevo para pedirle perdón y empezar una nueva batalla. No importa tanto mi pecado. Lo que Dios quiere es que siga caminando, confiando. Y que con mi vida logre a mi alrededor una atmósfera de cielo, de Inmaculada. No es sencillo pero depende de mí. De mis palabras, del amor que entrego, de mi disponibilidad para el servicio, de mi humildad para aceptar las críticas y los comentarios negativos de las personas. Mi capacidad para sobrevolar las dificultades y comenzar de nuevo. Dios quiere que mi corazón se llene de paz en medio de la guerra. No sé hacerlo todo bien, tampoco lo pretendo. No puedo contentar a todos. Pero sí puedo hacer que a mi alrededor reinen la paz y la alegría. María quiere que yo sea su instrumento. Quiere que a través de mí se haga más fuerte la luz de Dios.

Juan Diego se siente un niño, demasiado pequeño y frágil. En el monte que Juan día recorría habitualmente aparece una Mujer maravillosa. Hay pájaros y música. Es como si estuviera en el cielo. María le habla con ternura y le pide lo imposible. Juan Diego se siente muy pequeño pero obedece: «Señora mía, Niña, ya voy a realizar tu venerable aliento, tu venerable palabra; por ahora de Tí me aparto, yo, tu pobre indito». El obispo lo escucha sin mucha fe. Juan Diego ya tenía dudas desde que María le miró a los ojos. ¿Acaso él era la persona más preparada para hablar con el obispo? Imposible. Siente su pequeñez y se turba. ¿Por qué María se ha fijado en él? No tiene conocimientos, no es una persona formada. Se siente muy insignificante. El obispo no lo toma en serio esta primera vez. Se lo hace saber a su Madre: «En verdad yo soy un hombre del campo, soy mecapal, soy parihuela, soy cola, soy ala; yo mismo necesito ser conducido, llevado a cuestas, no es lugar de mi andar ni de mí detenerme allá́ a donde me envías, Virgencita mía, Hija mía menor, Señora Niña». Pero María insiste y Juan Diego vuelve una segunda vez a ver al obispo. «Es muy necesario que tú, personalmente vayas, ruegues que por tu intercesión se realice, se lleve a efecto mi querer, mi voluntad». Juan Diego hace caso pero el obispo no le hace caso tampoco y le pide una señal. Juan Diego duda. ¿Qué señal será tan poderosa como para convencer al obispo? Es imposible. Duda, teme, tiembla. Y súbitamente su tío se enferma gravemente. Juan Bernardino está al borde de la muerte. Es necesario ir a buscar un sacerdote. Juan Diego ve una excusa en esa situación de dolor y no aparece al día siguiente. Cuando amanece el martes doce de diciembre su tío está en las últimas y corre a buscar un sacerdote. Para evitar encontrase con María toma otro camino. Pero Ella se le aparece donde no la espera. Juan Diego, apesadumbrado y lleno de vergüenza, trata de evitar el tema: «Jovencita, Hija mía la más pequeña, Niña mía, ojalá que estés contenta; ¿cómo amaneciste? ¿Acaso sientes bien tu amado cuerpecito, Señora mía, Niña mía?». María calma su corazón y todos sus miedos. María le dijo tiernamente a San Juan Diego en el Tepeyac: «Que ninguna otra cosa te aflija, que no te inquiete; que no te acongoje la enfermedad de tu tío, porque de ella no morirá por ahora, ten por cierto que ya sanó. (Y luego en aquel mismo momento sanó su tío, como después se supo). Y Juan Diego, cuando escuchó el venerable aliento, la venerable palabra, de la Reina del Cielo, muchísimo con ello se tranquilizó, bien con ello se apaciguó su corazón» (Nican Mopohua). Esas palabras llenas de ternura calman su corazón. Juan Diego estaba inquieto, agobiado. ¿No me parezco yo a Juan Diego? Busco otros caminos para evitar la responsabilidad. Quiero que venga alguien y me quite el peso de la carga. ¿No me dijo Jesús que su yugo es suave y su carga ligera? ¿Por qué a mí me pesa tanto la carga y me parece muy duro asumir mis responsabilidades? Quisiera que alguien, un Salvador, viniera a liberarme. Quiero quedarme con lo bueno, con las oportunidades bonitas que me da la vida. Uno comienza un camino y cuando menos lo espera llegan peticiones que superan mi capacidad, mi valor. ¿Habrá un milagro que lo cambie todo? Juan Diego sólo desea atender a su tío. Es eso lo urgente. Por eso elige otro camino. Y estas palabras de María le dan paz. Que ninguna otra cosa le aflija. Que nada pueda quitarle la paz. Miro a María a los ojos en este día de su fiesta y siento esa mirada y esas palabras dichas en mi alma. «¿Acaso no estoy yo aquí que soy tu Madre? ¿No estás bajo mi sombra y resguardo? ¿No soy la fuente de tu alegría? ¿No estás en el hueco de mi manto, en el cruce de mis brazos? ¿Tienes necesidad de alguna otra cosa?». Esa certeza me da ánimo para caminar. A Juan Diego le dio alas ese día. Bastaba con creer. Aceptó la petición de María. Fue donde María le dijo y encontró unas flores preciosas. Y con ellas guardadas en su tilma, en su regazo, fue corriendo a ver al obispo. Y cuando le dieron entrada y pudo verlo le dijo: «Y para que aparezca que es verdad mi palabra, mi mensaje, aquí́ las tienes; hazme favor de recibirlas». Y así cayeron las flores maravillosas: «Y luego extendió́ su blanca tilma, en cuyo hueco había colocado las flores. Y así́ como cayeron al suelo todas las variadas flores preciosas». Y entonces el obispo y los sirvientes cayeron de rodillas ante María. Allí estaba la maravillosa imagen de María. Ante los ojos de los que no habían creído. Y esa aparición, la quinta, quedó grabada para siempre en la tilma. Como un regalo para todos los hijos de María que llegan muchas veces agobiados, inquietos y con miedos. Para asegurarme que no tengo que temer nada en esta vida si camino de la mano de María. Bajo su manto todo es seguro. En su regazo recibo toda la ternura del mundo. Me gusta pensar que la vida es sencilla cuando vuelvo a ser niño. Cuando confío, cuando dejo mis temores en las manos de mi Madre. ¿Qué daño podrá hacerme el hombre? Ninguno, nada podrá acabar conmigo. Un siervo de María nunca perecerá. Esa certeza me renueva en mis fuerzas y mi ánimo cada vez que subo al monte a ver a mi Madre en el santuario. O cada vez que me postro ante el rostro de María en Guadalupe. Ella sólo necesita que confíe y me lance a la aventura de su mano. Nunca me va a dejar solo.

Me gusta el Adviento y la Navidad. Ese camino que recorro de la mano de José y de María: «José, que era de la casa y familia de David, subió desde la ciudad de Nazaret en Galilea a la ciudad de David, que se llama Belén, para inscribirse con su esposa María, que estaba encinta». Me alegra el alma este tiempo sagrado de espera y de anhelo, de luces y colores, de vida y alegría. Hoy escucho: «Cantaré eternamente tus misericordias, Señor. Anunciaré tu fidelidad por todas las edades. Tu misericordia es un edificio eterno». Cantaré al Dios que se queda junto a mí para salvarme. Cantaré por la fe de María que creyó: «En aquel tiempo, el ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea llamada Nazaret, a una virgen desposada con un hombre llamado José, de la casa de David; el nombre de la virgen era María. Ella se turbó grandemente ante estas palabras y se preguntaba qué saludo era aquel. El ángel le dijo: - No temas, María, porque has encontrado gracia ante Dios. Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. Será grande, se llamará Hijo del Altísimo, el Señor Dios le dará el trono de David, su padre; reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin». Una descripción sencilla de un encuentro. Entre Dios y María. esa doncella de Nazaret, pura, inocente, niña. Esa mujer valiente que temía, como yo, como cualquiera. Y en ese momento obedeció al Ángel y dejó su miedo a un lado. No temas, María. Esas palabras me parecen preciosas. Ha encontrado gracia ante Dios. Ojalá en esta Navidad encontrara yo gracia ante Dios. Ojalá viniera Dios a verme y me dejara un mensaje de esperanza. Es lo que necesito en este mundo lleno de soledad, de abandono, de pérdidas, de ausencias, de dolor. Este mundo lleno de violencia, de frustración, de agonía. Siento que puedo dejarme llevar por el grito del mundo. Me hago eco de esas palabras de angustia que escucho con tanta fuerza. ¿Cómo se puede detener el torrente de esta vida que lleva a ninguna parte? Una niña que dice que sí en lo más cotidiano de su vida. Un día sencillo. Así lo relataría ella al contárselo a Lucas, a los primeros cristianos. Contaría con inocencia el hecho que lo cambió todo. Un sí oculto en Nazaret, en una gruta. HIC VERBUM CARO EST. Aquí mismo, en ese lugar del anuncio del Ángel, María concibió en su seno y cambió la historia de los hombres. Y todo se tiñó de alegría, de vida. Un sí que abre la puerta de la tierra y deja pasar al cielo. Como una ráfaga de aire fresco. Como una melodía que levanta el ánimo. Como un fuego que enciende el amor de su alma. Porque es posible amar hasta el extremo. Amar mucho, demasiado, tanto que no queden fuerzas para seguir dando, recibiendo, encontrando. Así fue la vida de María que se desgastó lentamente, día a día buscando el querer de Dios en su alma, descubriendo los caminos nuevos que habría de recorrer. «El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el Santo que va a nacer será llamado Hijo de Dios. También tu pariente Isabel ha concebido un hijo en su vejez, y ya está de seis meses la que llamaban estéril, porque para Dios nada hay imposible». Para Dios no había nada imposible. Pero necesitaba el sí de María. El sí libre y entregado. No podía hacer nada sin ese sí. María, como yo, había sido creada con libertad, con capacidad para elegir una cosa o la contraria. Y María eligió la vida, el amor, la locura, la entrega. Puedo ser egoísta y elegir caminos más fáciles en los que no sea necesario amar, ni tampoco ser amado. El que ama se arriesga a sufrir mucho. Eso le pasó a María. El que ama puede perder a quien ama y eso duele demasiado. Como comenta C. S. Lewis en Tierras de penumbra: «El niño eligió la seguridad, el hombre elige el sufrimiento. El dolor de ahora es parte de la felicidad de entonces. Ese es el trato». María eligió el amor, eligió el sufrimiento. No se cerró en sí misma. Se abrió a la vida y eso conlleva dolor. El que ama mucho, sufre mucho. Pero el dolor de ahora forma parte de la alegría vivida cuando amaba. Y la alegría del presente al amar y ser amado formará parte del dolor que vendrá con la ausencia, con la pérdida. No importa tanto lo que vendrá sino saber que todo está unido en un cielo que me habla de plenitud, de eternidad. De un amor en el que nos veremos cara a cara para siempre. En el que Dios hará pleno en mí lo que aquí está incompleto. Quiero tener esa mirada de María que confía, cree en medio de la oscuridad y sabe que su sí se renovará cada día, en cada hora. Entonces encontrará la paz para saber que mis actos tienen consecuencias. Mis decisiones conllevan responsabilidades que asumo con alegría. Y sé que merece la pena amar como amó María. Amar como ama ese Niño que viene a mi vida a colmarme de esperanza. Me gusta esa espera llena de paz de María yendo a Belén. Esa paz de María asumiendo la huida a Egipto. Esa tranquilidad para aceptar las consecuencias del sí dado un día. El amor que no se renueva y entrega se muere. El amor que desaparece sin más es un amor muerto. Y no me gusta la muerte sino amar hasta el extremo. Me gustaría amar a los demás hasta perder la vida amándolos. Sin retener nada para mí. Sin guardarme nada en mis alma. Quiero aprovechar el presente que vivo para amar. No negarme por miedo a sufrir. Me harán daño, haré daño. Porque el amor siempre tiene sus riesgos. Sé que la vida no es tan larga como desearía a veces. Cuando amo a los demás y me aman con locura. Quiero aprender a negarme a mí mismo para darle mi sí a Dios. Eso es Navidad. Morir a mí mismo, a mis egoísmos y caprichos, para dejar que Dios se haga fuerte en mi alma y nazca en mi vida para siempre.

Navidad es la luz que llega en medio de la noche: «El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande; habitaban tierras de sombras, y una luz les brilló. Acreciste la alegría, aumentaste el gozo: se gozan en tu presencia, como gozan al segar, como se alegran al repartirse el botín. Porque un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado: Maravilla de Consejero, Dios guerrero, Padre perpetuo, Príncipe de la paz». Nacen la vida, la alegría, la luz y la esperanza. En medio de la noche vence el bien sobre el mal, siempre es más fuerte aunque parezca todo lo contrario: «Y mientras estaba allí le llegó el tiempo del parto y dio a luz a su hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre, porque no tenían sitio en la posada». El príncipe de la paz se hace fuerte en medio de las guerras. El pacificador, el Niño que viene a traer la paz, la alegría, la esperanza, nace en la carne humana. Nace en lo cotidiano de mi vida, allí donde no lo espero porque siempre creo que las cosas de Dios son extraordinarias. Y no es así. Dios actúa en lo ordinario, en la vida común de las personas, en mi corazón humano empecatado, dependiente y pobre. Viene a nacer en un lugar lleno de rocas difíciles de romper. Un páramo en el que parece que no va a nacer ninguna flor. Viene a mi vida cuando menos lo espero, no precisamente en esas ocasiones en las que me veo más santo. Viene a mi alma para traer un poco de cordura en las locuras que cometo. Viene a liberarme de mis cadenas de las que no creo que pueda salir nunca. Nace en forma de niño para sorprenderme, no es un soldado poderoso, ni un ejército dispuesto para la batalla. Es un niño indefenso al que cualquiera podría matar, en cualquier momento. Así son las cosas de Dios. Cuando más difícil parece todo surge una esperanza de debajo de las piedras. Cuando la vida parece que se acaba despierta de las cenizas una luz nueva. Así es Belén, que se debate en medio de guerras. ¡Cuánta paciencia hace falta para creer que la Navidad es todavía posible! ¡Qué mirada tan pura para poder ver la alegría detrás del velo de tristeza que cubre tantas vidas! Quiero vivir Navidad en presente, con la alegría de los niños que se acercan cautelosos al Belén esperando encontrar un motivo para reír, para alegrarse. Las sorpresas, los regalos son un don en estas fechas. Nadie me debe nada aunque yo me empeñe en pasar cuentas a aquellos a los que amo. Les exijo que me devuelvan algo de lo que yo les he dado. Les grito con mi silencio inquisitivo. Les pido que reaccionen, que adivinen mis deseos, que descubran y escuchen mis súplicas calladas. Así es la vida de los que están condenados a ser siempre infelices. Si llevo cuentas de lo que me deben nunca estaré en paz. Si espero siempre algo a cambio de lo que entrego nunca voy a ser feliz. Porque el mundo no va a reaccionar a mi amor como yo espero de él. Es imposible. Tiemblo en mi corazón y grito feliz: «Hoy nos ha nacido un Salvador: el Mesías, el Señor. Cantad al Señor un cántico nuevo, cantad al Señor, toda la tierra; cantad al Señor, bendecid su nombre». Es mi grito en esta noche santa en la que el Verbo ha decidido asumir mi carne herida e impotente. Ha renunciado Dios a todo su poder para poder amar a los hombres con un amor imposible. Me gusta la Navidad. Una gruta escondida, unos pastores, unos animales, un niño envuelto en pañales. Algo tan insignificante, tan poco poderoso. Viene a salvarnos. Hoy escucho: «Ha aparecido la gracia de Dios, que trae la salvación para todos los hombres; enseñándonos a renunciar a la vida sin religión y a los deseos mundanos, y a llevar ya desde ahora una vida sobria, honrada y religiosa, aguardando la dicha que esperamos: la aparición gloriosa del gran Dios y Salvador nuestro: Jesucristo. Él se entregó por nosotros para rescatarnos de toda impiedad, y para prepararse un pueblo purificado, dedicado a las buenas obras». Navidad es una nueva oportunidad para cambiar mis obras. Para hacer actos buenos, para hacer el bien en lugar del mal. Es un regalo que Dios me hace para que todo sea mejor en mi vida. Como decía Marián Rojas Estapé: «Son más felices las personas que controlan sus impulsos». Soy más feliz si retardo la satisfacción de mis deseos más primarios. Soy más libre cuando pongo un freno a mi voluntad y me educo para decidir lo que quiero hacer en cada momento y no dejarme llevar por lo que creo necesitar. Así es como viene Dios a mi vida en Navidad. Para ayudarme a hacer posible lo que me parece imposible de mejorar. Frente a mi escepticismo, el Niño Dios me trae fe en mí mismo, en mis capacidades, en mis fuerzas para superar la montaña que a veces aparece ante mí. Puedo ser mejor, puedo salir de la cárcel en la que me he encerrado. Puedo amar más, puedo vivir en presente, puedo hacer el bien al que más lo necesita, puedo dar más aun cuando no reciba nada a cambio. Puedo perdonar al que me ha hecho daño. Puedo eliminar el rencor y el resentimiento. Puedo abrazar a mi enemigo. Puedo dar el primer paso en la mi reconciliación con mi hermano. Puedo empezar de nuevo aun cuando tenga tanto miedo a un nuevo fracaso. Puedo creer en las posibilidad de esta vida que en ocasiones me parece más pequeña de lo que yo hubiera deseado. Navidad es un nuevo comienzo, una nueva oportunidad que Dios me brinda. El corazón se llena de paz en Navidad.

Me gustan las pastorelas. Son representaciones vivientes que evocan el nacimiento de Jesucristo, el afán de los pastores por celebrar dicho acontecimiento y las tentativas del diablo por impedírselo. Me gusta esa forma de verlo. Nunca me había parado a pensar en algo así. Siempre había escuchado el evangelio y había imaginado a los pastores sobrecogidos, emocionados, incluso aterrados. Y luego, pasado ese primer momento, había pensado en sus prisas por descubrir al Niño: «En aquella región había unos pastores que pasaban la noche al aire libre, velando por turno su rebaño. Y un ángel del Señor se les presentó: la gloria del Señor los envolvió de claridad y se llenaron de gran temor. El ángel les dijo: - No temáis, os traigo la buena noticia, la gran alegría para todo el pueblo: hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador: el Mesías, el Señor. Y aquí tenéis la señal: encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre. De pronto, en torno al ángel, apareció una legión del ejército celestial, que alababa a Dios, diciendo: Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra paz a los hombres que Dios ama». El ángel les pide, como a María en Nazaret, que no teman. ¿Cómo no llenarse de miedo ante algo tan extraordinario? Unos ángeles que les hablan de forma personal. Un Dios que se abaja para convocar a unos hombres sencillos que están velando sus rebaños. Siempre me ha sorprendido que Dios quisiera atraer hasta Jesús a unos hombres olvidados, marginados, que vivían en las afueras de la ciudad. ¿Por qué no se acercó a los escribas y fariseos para que fueran al portal? Seguramente no hubieran creído. Hubieran cuestionado la verdad de esa noticia. Era solo un recién nacido. ¿Cómo iba la salvación a venir al mundo en un revestimiento tan frágil? Los pastores eran humildes, ignorantes. Esperaban al Mesías sin conocer mucho de las Escrituras. Sabían que la salvación vendría para el pueblo elegido. Ellos, como yo cada vez que experimento mi debilidad, necesitaban un Salvador. Alguien que llegara a sus vidas y los salvara para siempre. Alguien que, rompiendo las barreras que limitan al hombre, abrieran un horizonte nuevo a sus ojos. Las pastorelas muestran de forma creativa una realidad muy habitual. Al demonio no le gusta la Navidad y quiere impedir que los pastores vayan a ver al Niño. Utiliza sus argucias para impedirlo. Tienta a los pastores con todo tipo de manjares y opciones mejores que ir a ver a un bebé. Al final los pastores son más fuertes y llegan hasta el Niño, no se dejan tentar. Hoy siento que la pastorela sucede muchas veces en mi vida. Dejo para mañana lo que quería hacer hoy. Cada vez que intento hacer silencio para adorar a Jesús en mi alma me tientan. Ocurre algo que me sorprende, me abruma, me saca de mi paz. Hay algo que es más urgente y necesario. No puedo quedarme en oración, tengo que partir porque lo de afuera es más necesario. Pierdo la paz y la posibilidad de ese encuentro en intimidad con Dios. Dicen que para ser creativo en esta vida es necesario aburrirse. Yo creo que para escuchar a Dios y ser creativo en mi forma de vivir la fe tengo que aburrirme contemplando el nacimiento. Me gustaría aburrirme en silencio mirando al Niño, sorprendido, asombrado, feliz. Con el corazón en paz, descansando ante Jesús que me mira sobrecogido y feliz. Imagino a María, a José y al Niño en Belén. Los imagino llenos de asombro al ver a esos hombres que llegan a adorar al Niño. ¿Cómo pueden creer que es el Salvador un simple Niño envuelto en pañales? Me falta fe cada vez que tomo al Niño en mis brazos y lo beso. Le entrego todo lo que me aflige, lo que me quita la paz, lo que me turba. Le pido esta Navidad que el Niño Dios cambie mi corazón y lo haga semejante al suyo. Quiero tener un corazón de niño, de pastor. Capaz de creer en lo imposible y capaz de emocionarse con las cosas más sencillas. Dios nace en la cotidianeidad. Un niño nacido como todos los niños. Carne de mi carne. Débil y sin defensas. Esos ángeles que anuncian la alegría y la paz de Dios recién nacido no son un ejército poderoso que pueda acabar con todos los enemigos y proteger al Niño. Los pastores seguirán cuidando rebaños, tendrá que esperar esa salvación definitiva. Lo que me queda claro es que Dios cuenta conmigo. Necesita que venza las tentaciones para llegar a adorarlo. Precisa de mi sí alegre y asombrado. De mi disponibilidad para entrega la vida. No quiere que me deje conducir por caminos falsos. Busca mi plenitud, mi alegría, mi salvación. A su manera y a su tiempo. Yo sólo, como los pastores, como los niños, vuelvo a llenarme de asombro al llegar estas fechas. Sin asombro no hay sorpresas. Quiero llenarme de su paz.

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