Homilía del padre Carlos Padilla - 24 de septiembre

Domingo 24 de septiembre de 2023 | Carlos Padilla

Domingo XXV Tiempo Ordinario

Isaías 55, 6-9; Filipenses 1, 20c-24. 27a; Mateo 20, 1-16

«¿Es que no tengo libertad para hacer lo que quiera en mis asuntos? ¿O vas a tener tú envidia porque yo soy bueno? Así, los últimos serán primeros y los primeros, últimos»

24 septiembre 2023    P. Carlos Padilla Esteban

«Confiar es un don que no puedo perder. Sólo el que confía espera y el que sueña alcanza el cielo. Llevo prendido en el alma el nombre que Dios me puso. Viviré más si sé para qué vivo»

Conozco esos cuentos de la lechera. Esas las fantasías con las que hago planes deseando lograr lo que sueño. Los objetivos marcados que me dan felicidad. Aun cuando, como leía el otro día, «la felicidad es cuando lo que piensas, lo que dices y lo que haces están en armonía. Y el éxito de la vida es ir de fracaso en fracaso sin perder el entusiasmo»[1]. La lechera ya se pensaba rica al ver la vaca que quería comprar, mucho antes de haber conseguido la leche que anhelaba. Sé que antes de llegar al final del camino tengo que salir de casa y comenzar a andar. Me hace bien caminar desde temprano para conquistar las metas que se revelan ante mis ojos como un final ilusionante. Sé que detrás de muchas horas de esfuerzo puedo vencer, pero también sé que no siempre lograré el éxito. Aun así no seré menos feliz que los que logran éxitos. Iré de fracaso en fracaso sin perder nunca la alegría. Nadie tiene el poder de hacerme infeliz. Tengo un corazón grande y sé que hacia donde hoy camino merece la pena hacerlo. No he querido yo inventarme mi futuro. Dentro de cada esperanza brotan nuevos amaneceres. Olvidar de dónde vengo y adónde voy sería el final de mis sueños. Dejaría de reconocer los gritos del alma y viviría así desquiciado. Tengo que confiar en las personas, incluso en aquellas que me traicionan. No es fácil poner la vista en el cielo si no creo en el amor de un Dios bondadoso. He descubierto sonrisas ocultas detrás de muchos dolores. He sabido descifrar los enigmas del camino. No le tengo miedo a la vida, me dará más que me quita. Las ilusiones son buenas, me hacen creer cuando todo parezca perdido. No me defraudaré tan pronto. Seguiré esforzándome por llegar más lejos. Quiero que haya armonía en mi vida. Entre lo que pienso, digo y hago. ¿Será posible ese anhelo algún día? Me han tejido una red pero no he caído en ella, no quiero sucumbir a mis miedos. Es posible llegar pronto al final de mi camino. Más pronto de lo que pienso. Cuando el sol aún no amanezca. En medio de las noches me guiarán las estrellas. En medio de los dolores sentiré que hay alegría. No desfallezco, no me entristezco. He comenzado a cavar más hondo. Los sueños de los que sueñan y creen en todo momento me alientan. No vence siempre el que se cree superior a su enemigo. La vanidad es el enemigo más fiero. El creerme superior a los demás, el sentir que ya he vencido cuando todavía no lo he logrado. Hay que trabajar la tierra con paciencia, las prisas son malas consejeras. Tengo en el alma dibujado un árbol que señala el cielo. Y tan sólo entre mis manos guardo semillas. Tan lejos, tan cerca. Tan fuera y tan dentro. He aprendido a decir que no cuando lo que me piden no es lo que Dios quiere. He descubierto que todo puede ser distinto de un momento para otro. Todo cambia, todo crece o decrece. Sé que la soledad turba mi ánimo muchas veces. He aprendido a abrazar incluso al que no me quiere. El abrazo es el de Dios, hecho en mis manos torpes. Confiar es un don que no puedo perder pronto. Sólo el que confía espera y el que sueña alcanza el cielo. Llevo prendido en el alma el nombre que Dios me puso. Dicen que viviré más si sé para lo que vivo. El sentido de los días, de los vientos que me empujan. No quiero olvidar que el sol nace, no importa si yo lo invoco. Hay cosas que no cambian, haga lo que haga, no tiene sentido creer que puedo forzar la vida. Sólo el que lucha es feliz, porque merece la pena darlo todo, perder la vida. Los amores inconsistentes no me forman. Las palabras que no son firmes, de nada me sirven. Las promesas vanas se quedan prendidas en el aire, sin un soporte. De nada me sirve decir que sí si luego no me pongo manos a la obra. De nada sirve el esfuerzo si no es para dar la vida. De fracaso en fracaso. Siendo fiel a mí mismo. lo intentaré de nuevo. Lucharé cuando crea que no merece la pena hacerlo. Me gustan las ilusiones que me transmiten los ojos de aquellos en los que creo. Levanto la mirada al cielo pidiéndole a Dios la fuerza. Él sabe lo que me hace falta para no dudar de nada. Quiero escuchar su voz pronunciando con calma mi nombre. Eso basta, un abrazo, una sonrisa y la promesa de no dejarme nunca solo en medio de mis caminos. Me alegra la vida que vivo, la que espero, la que sueño.

Decir que sí parece fácil. Cuando estoy de acuerdo con lo que me proponen. Cuando las cosas son tal como yo las deseo. Decir que sí no cuesta cuando no duele, cuando no sangra la herida. Cuando el viento sopla a favor y las cosas son como a mí me gusta que sean. Es fácil obedecer cuando todo es como yo he soñado. Fácil elegir el mismo camino que ya he comenzado. Fácil hacer mi voluntad sintiendo que es eso lo que Dios quiere. No siempre es así el sí en mi vida. Y duele decir que sí en esos momentos en los que la tormenta arrecia. El mar se vuelve hondo y peligroso. Las orillas son esquivas negándome el paso y no dejándome ir. Y yo siento que el no brota de mis entrañas. El no, el mejor otro día, o de otra manera. No puedo decir que sí cuando se me atraganta el dolor en la garganta. Me ahogo. Y duele el presente que es el que sólo puedo elegir porque no hay otro. Me abrazo a un timón que no controlo en un intento por guiar la barca por mis mares. Como quien navega temiendo no saber hacia dónde van los rumbos. Temo dar ese sí que no puedo evitar. Me conmueve el sí de los que parecen no tener miedo. Como si una alegría innata a sus almas los empujara a no dudar nunca, ni siquiera cuando el futuro es incierto y las promesas parecen vagas. El sí a los futuros que comienzan ahora mismo, en ese mismo instante en el que el presente se va convirtiendo en pasado y el futuro se torna presente. Ese mañana que es hoy, o lo será cuando pasen algunas horas. No sé cómo de dibujará en el tapiz de mi vida el dibujo de un Dios que parece esquivo para decirme bien claro lo que de mí espera. Duele todo muy dentro ante los síes grandes llenos de dudas, cuando me sorprendo abrazando un mañana totalmente desconocido y peligroso. Como esa Niña María en una gruta de piedra, arrodillada ante la luz de un ángel. Abriendo una puerta oculta en su alma. Dejando que la vida se haga carne. Y los silencios son murmullos de Dios entre los hombres. Con ese olor nostálgico del amor que siempre dice sí, aun conociendo el rostro de la persona amada, sabiendo sus flaquezas y también sus grandezas. He sentido a veces que mis síes más grandes los pronuncié con un grado alto de inconsciencia. Sin saber bien el cómo, ni el dónde, ni el por qué. Como llevado por una corriente interna dentro de mi alma que se hacía fuego siendo agua, o luz siendo noche. Y he percibido en la piel la nostalgia de esos sueños que un día se hicieron vida, sombras de días pasados. Silencios callados de una voz poderosa que gritó muy fuerte, muy dentro. Decir que sí es como emprender un camino nuevo de aceptación y de riesgo. De ver cara a cara el amor más grande y sonreír con miedo. No sé si hay o no engaño en mi alma grande. No lo sé, sólo la mirada de Dios me despierta a la vida cuando lo miro entre lágrimas. Decir que sí a mi presente parece innecesario, pero nunca lo es. El sí a mi rostro que envejece, a los años que pasan y no vuelven, a las pérdidas que duelen muy dentro, lacerando mi corazón con fuerza, corazón de niño. Decir que sí a los noes que recibo por respuesta. Que sí a quien elijo hoy y siempre. Sí a la vida y sus imposibles, esos caminos que no regresarán para que los tome. Pronuncio esos síes difíciles entre lágrimas, me siento tan valiente. Creo que tiene mérito hacerlo cuando aun queriendo no podría decir que sí. No puedo cambiar el presente que vivo. Tampoco puedo alterar los sueños que se presentan vivos ante mis ojos. Ni mitigar los dolores que pueden ocurrir, siempre algo duele. Decir que sí sin miedo, con alegría. Alégrate María, le decía el Ángel. Y se alegró María. Siento su sonrisa en mis ojos, y su mirada hablando dentro de mi propia alma. Como una Niña enamorada que sólo puede decir que sí. ¿Acaso no puede decir que no? ¿No puedo negarme? Puedo, siempre puedo decir que no a lo que empiezo y no acabo, a lo que no deseo y no escojo, a lo que me piden y evito. Puedo rehuir caminos que sean exigentes. Y puedo escaparme en dirección contraria temiendo encontrarme con quien no deseo. Y trato de detener los días cuando veo que me llevan a la muerte, o al dolor y se apaga la risa. Puedo elegir, siempre puedo. Dios me hizo libre para que eligiera, diciéndome a la vez que lo que elija me hará más libre o esclavo. Pero no todo lo que parece que es sí, tiene que serlo. A veces mi no, es un sí. Y mi sí, no me hace libre. He aprendido a decir que no cuando Dios me ha susurrado que era el no lo que me deseaba de mí. ¡Cuánto me cuesta entender lo que me conviene! A veces parece fácil. Otras imposible. He pretendido saberlo todo al decir que amo la vida. Pero no es cierto. Soy un ignorante. Sólo le pido a Dios que me enseñe el arte de asentir cuando me lo pida. Que sonría alegre en medio de las contrariedades de la vida, son muchas. Que no pretenda hacerlo todo bien, eso no resulta. Miro a María en su gruta, de rodillas, y oigo el murmullo de un Ángel que la llama María, llena de gracias. Y sonríe, seguro que sonríe. Yo también al ver que su sí lo cambia todo. También el mío lo ha cambiado todo en mí, dentro del alma. Cada vez que me he negado a aceptar la vida me he roto sin remedio. Tengo paz en el alma al saber que puedo comenzar siempre de nuevo. Elijo de nuevo el amor, elijo la vida.

Hay preguntas difíciles de contestar. ¿Me amas? No es evidente. Esas preguntas las hace quien necesita escuchar una respuesta. Las tiene que contestar quien no sabe cómo expresarlo. ¿Es cierto que amo a quien me ama? ¿Correspondo con naturalidad al amor que me tienen? Un esposo contestaba al renovar el amor matrimonial: Claro, nos amamos. Eso no basta. No es suficiente con que te diga que ya sabes que te amo. Como si fueras tonto y no lo comprendieras. Si preguntas, ¿es porque dudas? ¿O es que sólo necesitas saber que yo te amo? Quizás es sólo eso. Confirmar algo. Una necesidad de escuchar en palabras cuánto te amo. Luego pueden surgir dudas en mí al preguntarme. ¿Será tanto mi amor como el tuyo? ¿Es suficiente lo que te amo? ¿Acaso no te lo demuestro de otra manera? Obras son amores que no buenas razones, reza un dicho popular. El amor se demuestra en hechos, en actos, en renuncias, en ternuras, en abrazos. Te puedo decir una y otra vez que te amo pero si luego no soy capaz de serte fiel, de sacrificarme por ti, de cuidarte y tratarte bien y caigo en mi fragilidad, mi amor será demasiado débil. Te digo que te amo pero no es tanto lo que te amo. En realidad mi amor es falible. Pedro quería amar a Jesús hasta el extremo. Le dijo que lo iba a proteger con su vida. Sacó la espada en el huerto de los olivos. Se sentía capaz de dar la vida. Hasta que las circunstancias se pusieron difíciles. Una amenaza de muerte se cernía sobre él. Era amigo de Jesús. Tenía su mismo acento. Era parte del grupo de sus seguidores. Cuando llegó la hora de la verdad lo negó. Muchas personas dicen amar a Dios hasta dar la vida. Luego, cuando les pide la vida, se rebelan. Una enfermedad de un ser querido, la pérdida de la fama. Desaparece ese amor a Jesús tan sincero. Eso le pasó a Pedro. Negó a Jesús y luego Él lo miró a los ojos. Jesús necesitaba un te quiero hecho obras esa noche. No hubiera deseado la muerte de Pedro, ni mucho menos. Pero sí sentir su presencia aún más cerca. O ver algún otro gesto sencillo por amor. Pedro guardó silencio, ahora tenía miedo, más que en el huerto. Yo también soy así. Le digo a Jesús muchas veces que lo amo más que a mi vida. Pero le miento. No sé ni por qué se lo digo. Tal vez para calmar mi conciencia. Siento que lo amo. Pero no sé si lo negaré un día cuando vea peligrar mi vida. En realidad lo he negado muchas veces optando por otros caminos, eligiendo otras opciones, deseando otros mundos que dejaban mi alma sin saciar. Me ha mirado buscando mi mirada. Mi sí alegre y convencido. Y ha encontrado dudas. Como ese Pedro valiente que se lanza en la noche, en medio de la tormenta y comienza a caminar sobre las aguas. Parecía imposible, pero estaba siendo real. Pedro el valiente caminando sin hundirse. Hasta que dudó. ¿Por qué has dudado? Le preguntó Jesús sorprendido. No tenía motivos para dudar. Él estaba delante mirándolo. Como ese día en la casa de Caifás. Mirándolo en la noche. ¿Por qué has dudado? ¿Por qué dudo yo y dejo de mirarle a los ojos? Miro al barro, a los lugares hediondos donde no encuentro la libertad, ni la verdad. Mis dudas me hacen desviar la mirada. Es demasiado fuerte el viento, pienso. Demasiado terrible lo que está pasando. El miedo se hace fuerte en mi interior. Ese miedo que me habita desde niño y nunca me va a dejar. Lo sé, es la espina que me recuerda que soy pobre, débil, hombre, niño. Ese miedo se hace grande en mi fragilidad. Tiemblo y miro al agua que no es un suelo firme. Imposible mantenerme alerta. Desvío la mirada. Como Pedro antes de que cantara el gallo. Luego era demasiado tarde, se había hundido, como aquel día en el lago. Hundido hasta el fondo. Jesús, sálvame. Es lo que gritó esa noche de jueves santo a Jesús. ¡Qué absurdo! Jesús parecía incapaz de salvar a nadie. Pero lo hizo. Bastó una mirada del traicionado. Como la mirada de Jesús a Pedro al sacarlo de las aguas y salvarle la vida. ¿Me amas? Resonó la pregunta sobre el mar. Resonó la pregunta en una noche de traiciones. Las palabras no bastan para hablar del amor. Se quedan cortas, o es el amor el que se queda pequeño y no logra rellenar el hueco vacío de las palabras. Te amo, sí, a mi manera. Me quiero más a mí y amo mis intereses. Mis planes, mis proyectos, mis sueños. Soy tan débil que me empeño en ser un buen hombre, fiel y firme en mi camino. No logro dar la vida aunque se lo digo a Dios en preciosas oraciones. Te seguiré a donde vayas. Daré la vida por los que me confíes. Amar es algo más grande. Exige mucha renuncia. En realidad hay más renuncia que ganancia. O quizás la renuncia ya es ganancia. El que ama bien, de forma madura, recibe más amor del que espera. Y el que no ama y es egoísta acaba quedándose solo. Señor, tú lo sabes todo, tú sabes cuánto te quiero. Lo sabe porque se lo digo. Lo sabe porque me ha mirado el corazón en el que no hay engaño. No te quiero mentir. Es lo que ahora siento. Te lo diré mil veces incluso aunque luego mil veces te traicione. Te lo diré para que me oigas. Necesitas escucharlo y yo necesito decírtelo. Para que sepas que mi vida habita en ti cada día. Aunque luego me despiste y mire el mar revuelto a mis pies y vea con miedo mi cuerpo hundiéndose. Es difícil dar la vida. Lo he comprobado muchas veces. Amar de verdad, hasta el extremo, me parece un milagro. Le pido a Dios que me enseñe a amar como Él me ama.

Desde la montaña los problemas parecen pequeños, insignificantes. Las preocupaciones son menores cuando logro subir a las alturas después de superar con esfuerzo el camino. La vida es más fácil, menos exigente cuando a lo lejos diviso mi vida como es, con sus inquietudes, con su belleza. En la distancia todo parece más fácil. Es como si no hubiera ni dolor ni sufrimiento. Subo al monte. Al Tabor, al Carmelo, al Gólgota. Subo al monte de mi santuario, donde María me espera más cerca del cielo. Subo a esa altura desde la cual todo se ve diferente. La vida a lo lejos es pequeña y el cielo parece estar al alcance de mi mano. Me impresiona lo que puedo lograr sólo con ascender un monte. Yo no puedo enfrentar el futuro cuando es incierto y el dolor de los fracasos vividos me turba. Atrapado entre el pasado que no vuelve y el futuro que me amenaza pierdo la paz con frecuencia. Necesito caminar para sentir de nuevo el ritmo del camino bajo mis pies. Subir al cielo para echar de menos la tierra y agradecer, con un corazón de niño. Quiero tocar a Dios en mi vida, encontrarlo en medio del camino. Subo a lo alto del monte despejando la maleza que no me permite ver con claridad. Hoy escucho en lo profundo del corazón: «Buscad al Señor mientras se deja encontrar, invocadlo mientras está cerca. Porque mis planes no son vuestros planes, vuestros caminos no son mis caminos. Cuanto dista el cielo de la tierra, así distan mis caminos de los vuestros, y mis planes de vuestros planes». Mi camino y su camino. Mis planes y sus planes. Mis proyectos y mis fracasos. El anhelo de cielo, de infinito que anida en mi corazón. No llevo cuentas del mal que he vivido. Ni tampoco de ese bien que he dejado caer a cuentagotas. Subo al monte. Como esos discípulos elegidos un día para orar en el Tabor, junto a Jesús. ¿Por qué ellos? A menudo me lo pregunto: ¿Por qué yo? Cuando algo sale mal, cuando sufro la enfermedad, cuando pierdo a alguien a quien amo, algo amado. Y entonces me parece evidente preguntarme por qué yo. Impreco con violencia al cielo para que me dé respuestas, pero calla. Cuando la vida me sonríe y todo parece ir bien no le pregunto a Dios que por qué yo. En ese momento sólo me alegro, disfruto de estar en el lugar adecuado, en el momento correcto. Para encontrarme con ese Dios que se deja encontrar. Para agradecer por los planes vividos. Sólo Dios basta para entender los caminos que me separan del cielo. Los ritmos que sólo Dios tiene. Los consejos que sólo Él puede darme para calmar mi ánimo y no perder la fe. Una voz resuena en el monte: «Es mi hijo amado, mi predilecto, escuchadlo». Una voz profunda que pronuncia mi nombre. Soy hijo amado. Si sólo pudiera sentir ese abrazo en la piel de mi alma. Si pudiera tocar ese rostro que me mira conmovido, lleno de ternura. Me alegra el paso de Dios por mi vida. ¡Cuántos momentos de Tabor he vivido en mi vida! He tenido que subir al monte para sentir el amor de Dios. Salir de mis rutinas, de mi cárcel, de mis apegos. Y sonreír mirando al cielo, la voz se dibuja muy dentro de mí. Yo sonrío con paz. Porque la vida es más breve de lo que yo pensaba, más larga. ¡Cuántas personas que son Tabor me han acompañado en mi vida! Hay algunas. Ante ellas no tengo que demostrar nada, ni decir nada. Sólo tengo que estar a su lado para tener paz y sonreír. Hay silencio en mi interior, una paz profunda cuando en mi ansiedad noto su abrazo y su paz. Hay personas que son Tabor. Las necesito. Y también hay lugares que son Tabor donde descanso. Lugares sagrados llenos de luz, donde puedo ser yo mismo, donde no tengo que cambiar nada para ser amado. Donde la incondicionalidad es la regla, no la excepción. Donde el amor nunca es merecido, es gracia, es don. Donde las heridas no son miradas con recelo, sino con el deseo de curarlas y unir las piezas rotas de mi vida para lograr una obra de arte. Sí, hay lugares que son Tabor donde entra el rayo de la luz de Dios y todo es diáfano, claro. Puedo ver a Dios, puedo encontrarme con Él. Y reconozco que mis planes son frágiles y mis caminos no son los suyos. Pero sí son caminos que llevan a lo alto del monte. Necesito volver a subir para entender que desde las alturas el cielo está más cerca. Y la tierra me despierta algo de añoranza. Hoy me dice el salmo: «El Señor es clemente y misericordioso, lento a la cólera y rico en piedad; el Señor es bueno con todos, es cariñoso con todas sus criaturas. El Señor es justo en todos sus caminos, es bondadoso en todas sus acciones. Cerca está el Señor de los que lo invocan, de los que lo invocan sinceramente». El Dios al que amo es justo, es misericordioso, es bueno. Está cerca de mí y por eso no tengo miedo, no me turbo. Mi vida es un continuado Tabor en el que Jesús me abraza por la espalda mientras pronuncia mi nombre con cariño. Hijo mío, mi niño, me dice. Con esa ternura que sólo tienen Dios y María. Y yo sonrío, con la sonrisa tonta de los que se sienten amados, de los que aman sin medida, incondicionalmente. No importa tanto lo que haga. No necesito ganarme tu amor para que me quieras. No es necesario. El amor que ha sembrado Dios en mi alma es más grande. Llega más lejos, más alto, más hondo. El amor de Dios me dice que siempre valgo. Yo puedo ser reflejo de ese amor imposible, puedo ser Tabor si me dejo hacer por la mano de Dios. Y confío.

Me gusta detenerme en el desierto. Se pierde la mirada y el alma se escapa, entre latidos, en las alas del viento. Y siento que le pertenezco a alguien más poderoso que se eleva en los cielos. El desierto es un silencio lleno de voces, que me abruman. No soy yo mismo hablándome. Es Él, que es mi amigo, susurrando mi nombre. Quisiera saber bien cómo entender la vida y callar. Sé que es el camino para no vivir confundido. En el desierto ni los pájaros cantan, sólo escucho el viento. Y se extiende la arena como una alfombra en forma de lomas que se suceden en una cadena interminable. Yo quiero que las palabras afloren de lo hondo de mi tierra. Pretendo llenar los silencios que a menudo incomodan. Busco fuera lo que tengo dentro. Me agoto desparramando mi alma por los caminos, sin ningún asidero. Me gustaría inventarme una canción silenciosa llena de vida. Quiero susurrar sin palabras lo que Dios me dice. El desierto es el lugar en el que Dios habla, yo sonrío. Me cuesta tanto callarme para no escuchar nada. Y me quejo cuando Dios habla y no parece decirme lo que de verdad deseo. Se suceden los problemas y las preocupaciones turbando mi ánimo. Siento que todo es más pequeño que ese cielo inmenso, que ese desierto sin límites. Me gustaría quedarme aquí y echar raíces. Y dejar que el viento me limpie por dentro. Igual que el agua del río me limpia el alma renovando la promesa que un día Dios me hizo. Te amo más que a nada en este mundo. Te amo sin merecerlo. Una voz brota de lo hondo. Un silencio me atrapa acallando los sentidos. ¿Podré quedarme callado todo el tiempo que pueda? No lo logro. Voy corriendo de un lado a otro con pasos rápidos. El río me detiene y este desierto me abraza sujetando mis prisas. Cálmate, escucho en mis entrañas. Como un abrazo mágico que todo lo resuelve. Calma la tormenta. Levante el ánimo para que vuele, para que suba a lo más alto. Me gusta ese desierto en el que Dios me llama. Me lleva al desierto para seducir mi corazón, para que no me resista. Para que no quiera vivir lejos de Él. Porque sin Él parece que nada tiene sentido. Como decía S. Pablo: «Para mí la vida es Cristo y el morir una ganancia. Pero, si el vivir esta vida mortal me supone trabajo fructífero, no sé qué escoger. Me encuentro en esta alternativa: por un lado, deseo partir para estar con Cristo, que es con mucho lo mejor; pero, por otro, quedarme en esta vida veo que es más necesario para vosotros». Dudo entre morir para estar ya en el cielo, o permanecer para acompañar a otros hacia el cielo. Los amigos de Jesús quieren descansar en su presencia. Y ser para otros un lugar de descanso, una Betania, un jardín tranquilo en el que cualquiera pueda sentirse amado, en casa. Pero a veces siento cosas que desconozco. Brota de mi interior una ira ignorada, o una envidia desmedida, un egoísmo enfermo. Y me sorprende la fuerza de una emoción oculta que siembra rabia o ira sin darme yo cuenta. ¿Cómo se limpia el alma de todo lo que está muerto? ¿Cómo se saca de dentro la oscuridad que me habita? Necesito el agua o el viento. El silencio y una mano amiga que me acaricie calmando todas mis ansias. Sosteniendo mis furias. Limando mis asperezas. Escuchar es lo que quiero para reconocer el camino, para entender los tiempos de Dios, distintos a los míos. Para recorrer la vida sin miedo a perderla. Ansiando el cielo, disfrutando de la tierra. Amando la vida que es de lo que se trata, al fin y al cabo. Sin pretender contentar a todos, ni salvar al mundo, ingenua pretensión que algunos tienen. Yo sólo camino por el desierto. Entre los amigos de ese Jesús al que yo también amo como a un amigo. Sabiendo que los errores pertenecen a los que actúan y aman, a los que se exponen y luchan. Fracasar está en la mente del que lucha, pero no por eso desiste en la batalla, ni huye. Quiero aprender a vivir con el alma en calma. Sin tener prisa por llegar a ningún lado. Hay un tiempo para cada cosa. Cada día tiene su afán y eso es lo que importa. No puedo decir hoy todas las palabras que habitan en mí, sembradas por Dios, en medio de mis sueños. Callar es más de sabios que una verborrea sin fundamento. Siento en el desierto que me desprendo de todo lo que me pesa y abruma. Dejo que se abra una grieta en la muralla que he construido para evitar confrontarme con nadie. No merece la pena vivir sin ilusiones. Dios sabe lo que es mejor para mí. No dudo de sus sabios planes. Tengo en el corazón una esperanza grabada. Sé que le vida se escapa cuando la dejo ir sin retenerla. He inventado un lenguaje que sólo Dios conoce y yo, que soy su amigo. No me arrepiento de nada de lo vivido porque la vida es larga y hay mucho para dar, mucho por lo que vivir y morir. La libertad de los pájaros es la que deseo, las de los niños confiados que miran al cielo con ojos tranquilos. He descifrado caminos nuevos en medio de mi desierto. Me siento abrazado por Jesús, que es mi amigo. Aprendo a entregar lo que tengo, semillas de cielo. Y brota la esperanza de que un día todo será mucho mejor de lo que ahora aparece. Me quedo callado en el desierto, mirando al cielo.

Hoy Jesús me dice que el reino de los cielos está basado en la generosidad de Dios: «El reino de los cielos se parece a un propietario que al amanecer salió a contratar jornaleros para su viña. Después de ajustarse con ellos en un denario por jornada, los mandó a la viña. Salió otra vez a media mañana, vio a otros que estaban en la plaza sin trabajo y les dijo: - Id también vosotros a mi viña y os pagaré lo debido. Ellos fueron. Salió de nuevo hacia mediodía y a media tarde, e hizo lo mismo. Salió al caer la tarde y encontró a otros, parados, y les dijo: - Cómo es que estáis aquí el día entero sin trabajar? Le respondieron: - Nadie nos ha contratado. Él les dijo: - Id también vosotros a mi viña. Cuando oscureció, el dueño dijo al capataz: - Llama a los jornaleros y págales el jornal, empezando por los últimos y acabando por los primeros. Vinieron los del atardecer y recibieron un denario cada uno. Cuando llegaron los primeros, pensaban que recibirían más, pero ellos también recibieron un denario cada uno. Al recibirlo se pusieron a protestar contra el amo: - Estos últimos han trabajado solo una hora y los has tratado igual que a nosotros, que hemos aguantado el peso del día y el bochorno. Él replicó a uno de ellos: - Amigo, no te hago ninguna injusticia. ¿No nos ajustamos en un denario? Toma lo tuyo y vete. Quiero darle a este último igual que a ti. ¿Es que no tengo libertad para hacer lo que quiera en mis asuntos? ¿O vas a tener tú envidia porque yo soy bueno? Así, los últimos serán primeros y los primeros, últimos». Siempre me conmueve la actitud del dueño de la viña, de Dios. Yo pienso como los que llegaron al principio del día. Sufrieron las inclemencias del tiempo. El calor duro, se cansaron más, estaban muertos al final de la jornada. ¿Esperaban más de lo pactado? En realidad no. Habían pactado un denario como pago por el esfuerzo. Era lo justo, lo que acordaron. Sentían que era suficiente. Y al final del día recibieron lo pactado. ¿Por qué no estaban contentos? Porque, llegado el final del día, vieron algo que les pareció injusto. ¿Por qué recibían ellos lo mismo que los que habían trabajado sólo una hora? Era totalmente injusto. Ellos habían llegado al final. No había derecho a cobrar lo mismo. No se lo merecían. Así lo expresan. Al principio pensaban que recibirían más que ellos, más de lo pactado, pero no fue así. Era injusto. Yo también pienso que merezco más cuando me comparo con los que trabajan menos. Creo que, cuando alguien se convierte al final de su vida y llega a la Iglesia, se merece menos que yo que llevo en ella desde niño. Juzgo por el esfuerzo. Es como si estar en la Iglesia fuera algo duro y exigente. Miro mi vida y me parece justo que a mí me den más por el esfuerzo realizado. El problema son las comparaciones. Cuando dejo de mirar al frente, a los ojos de Jesús y comienzo a mirar a los lados. En ese momento veo injusticias por todas partes. Alguien tiene más que yo. Algunos han conseguido más éxitos. Otros tienen más seguidores o son más queridos. Las comparaciones me enferman. Me comparo con mi hermano cuando recibe algo más de mis padres. Me parece injusto. Creo que deberíamos recibir lo mismo. Me comparo con los que no hacen tanto como yo y son más queridos. No me parece justo. Si yo me esfuerzo más yo debería recibir más cariño. Me olvido de la gratuidad, de la generosidad que tiene el dueño de la viña, Dios. En el reino de los cielos Dios pone las normas. Él tiene más misericordia que yo. Creo que Dios es como yo. Pero no es así. Yo miro a los demás y me fijo en las apariencias. ¡Con qué facilidad juzgo las intenciones de los demás! Esta persona no debería haber dicho eso. Este otro no debería haberse comportado así. Aquel no ha sido justo con sus palabras. Este otro ha sido mezquino con sus actos. Esos que se llaman cristianos no se portan con misericordia. Esos que no creen no tienen perdón de Dios. ¿Cómo va a perdonar Dios a los que matan de forma injusta? ¿Dónde queda la justicia y el pago por los propios pecados? Me indigno cuando veo a los demás y descubro en sus ojos algo de maldad. Condeno fácilmente. Y me siento tratado de forma injusta con rapidez. Tal vez porque me he atribuido derechos que no me corresponden. Me creo con derecho al amor, al aprecio, a la aceptación. Pienso que los demás deben quererme por lo que hago y pagarme de acuerdo con mis méritos. Encasillo a Dios y pongo en Él juicios y condenas que seguro no existen. Dios perdonará mucho más que yo. Amará mucho más que yo, sin duda. Las comparaciones me hacen pecar. No quiero juzgar a nadie. Me gustaría alegrarme con los éxitos de los demás. Ver con alegría a los otros cuando son amados por muchos. Me encantaría tener un corazón noble, justo, misericordioso. Una mirada pura capaz de ver en los demás buenas intenciones. Quiero alegrarme con el converso que llega a la Iglesia al final de su vida. Alegrarme con aquel que descubre a Dios después de haber pecado mucho. No quiero ser como ese hijo mayor de la parábola que sufre al ver la fiesta del hermano mayor. No quiero ser así. Me gustaría alegrarme siempre del pago y del aplauso que reciban los demás. La gratuidad y la misericordia excesivas de Dios me escandalizan. Es como si pensara que el cielo es algo que se gana con grandes esfuerzos. Le presento a Dios mis méritos, para que me acepte. No es así. No quiero compararme nunca más.



[1] Rafael Tarradas Bultó, El valle de los arcángeles

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