Homilía del padre Carlos Padilla - 26 de febrero de 2023

Domingo 26 de febrero de 2023 | Carlos Padilla

I Domingo Cuaresma

Génesis 2, 7-9; 3, 1-7; Romanos 5, 12-19; Mateo 4, 1-11

«Vete, Satanás, porque está escrito: - Al Señor, tu Dios, adorarás y a él solo darás culto.

Entonces lo dejó el diablo, y he aquí que se acercaron los ángeles y lo servían»

26 febrero 2023 P. Carlos Padilla Esteban

«María quiere que camine de su mano. Busco en el desierto un remanso donde pasar mi vida y dejar mis preocupaciones. Allí Dios me espera para seducir mi alma con su amor»

La ceniza es el final y el comienzo de todo. Acaba la vida en cenizas y comienza resurgiendo a una vida nueva desde las cenizas. Las cenizas lo igualan todo, el fuego acaba con la vida y todo se confunde en una realidad gris. Guardo las cenizas de mis seres queridos en un lugar santo, en los nichos, esperando el día de la resurrección, cuando mi cuerpo reducido a cenizas sea un cuerpo glorioso como el de Jesús. Esa esperanza me sostiene al confrontarme con la muerte, con la ausencia, con la derrota, con la pérdida. Resurjo desde mis cenizas para la vida eterna. Al comenzar el tiempo de Cuaresma me hacen la señal de la cruz en la frente, con ceniza. La ceniza que recibo es el resto de los ramos de olivo con los que bendije y aclamé al Señor entrando en Jerusalén el domingo de Ramos. Esos ramos los guardé después de la Resurrección como símbolo de la presencia viva de Jesús que llena el corazón de esperanza. Ese domingo de ramos aclamé al Señor que hacía milagros, salvaba mi vida de la soledad y me llenaba de luz y esperanza. El ramo era un símbolo pequeño, pasajero, caduco. Con el paso de los meses se secó y al final lo reduje a cenizas. Con esas mismas cenizas comienza de nuevo el ciclo de la vida. Del ramo muerto surgen las cenizas. Y con ellas soy marcado con la cruz. El beso de Jesús al comenzar cuarenta días de camino. La ceniza no es un adorno que guste, no embellece. Más bien me marca, me señala como cristiano. Ese día tomo conciencia de que soy pequeño: «Polvo eres y en polvo te convertirás». Es el ciclo de la vida. Estoy llamado a ser ceniza al final de mis días. Preludio de una vida que será para siempre. Esa ceniza en mi frente me recuerda que no valgo mucho, que soy pequeño, que no tengo nada de lo que alardear o presumir. No soy mejor que otros, no tengo más poderes ni capacidades, no soy especial, no soy el elegido por encima de otros que son rechazados. El poder de la ceniza es la impotencia. La ausencia de poder en unas cenizas de las que parece imposible sacar vida. Y así recuerdo que comienzo a caminar hacia la muerte. Pero al mismo tiempo comprendo que de las cenizas brotan la vida y la esperanza. Esa certeza me da paz al empezar este tiempo. Después del viernes santo, vendrá el sábado de gloria. Después de la crucifixión, la resurrección gloriosa e inesperada. La vida después de la muerte. El tronco muerto que recobra la vida. Del polvo surge nueva vida como hoy escucho: «El Señor Dios modeló al hombre del polvo del suelo e insufló en su nariz aliento de vida; y el hombre se convirtió en ser vivo». Del polvo, de la nada misma, surge la creación de Dios. Hoy también escucho: «Conviértete y cree en el Evangelio». Y yo quiero cambiar, mejorar, volver a nacer, comenzar. Quiero creer en el poder del Evangelio, de la Palabra de Dios que levanta, sana, eleva. Quiero creer para cambiar en el poder de Dios. Cambiar y dejar atrás esas actitudes que me enferman. Esos vicios que me esclavizan. Esas dependencias que no son sanas. Cambiar actitudes ante la vida. Puedo convertirme en la mejor versión de mí mismo. Sé que hay lugares donde esa versión sale a la luz. Y otros lugares donde desaparece. Hay personas junto a las que deseo ser mejor de lo que soy, cambiar, avanzar. Y hay otras personas que me obligan, con sus actitudes y miradas, a retroceder y esconderme. Puedo cambiar, puedo convertirme para mirar la vida de una manera diferente. La conversión comienza a partir de las cenizas inertes, sin vida. A partir de la muerte que ya existe en mi propio corazón. ¿Cuáles son las cenizas que en mi vida me recuerdan todo lo que puede brotar de nuevo? ¿Qué muertes tengo en mi alma que no me dejan crecer? Estoy muerto en mi vida interior cuando no soy capaz de hacer silencio y estar con Dios, cuando no logro tener alegría y vida. Cuando no sé luchar por aquello en lo que creo. Me falta fe en el poder de Dios. De las cenizas Él permite que surjan brotes verdes. De la ceniza del miércoles surgirá la vida de las palmas y la luz y el amor de la resurrección. Es necesario morir para vivir. El camino pasa por renunciar para que brote nueva vida en mi corazón. Dejar de hacer para hacer cosas nuevas. Dejar de caminar para comenzar un nuevo camino. Dejar de ser esclavo para ser libre. Dejar de lado mi increencia para tener fe. El corazón puede cambiar y esta cruz de ceniza en mi frente me lo recuerda. Mi vida puede ser mucho mejor de lo que es ahora. Puedo crecer, puedo mejorar, puedo avanzar. La ceniza me recuerda que el camino es el de la humildad. Mi fragilidad es el punto de partida. No soy capaz de cambiar nada yo solo si no logro que Dios lo haga en mí.
Un pilar fundamental en la cuaresma es la oración. Asumo que siempre puedo mejorar en la oración. Escucho: «Cuando ustedes hagan oración, no sean como los hipócritas, a quienes les gusta orar de pie en las sinagogas y en las esquinas de las plazas, para que los vea la gente. Yo les aseguro que ya recibieron su recompensa. Tú, en cambio, cuando vayas a orar, entra en tu cuarto, cierra la puerta y ora ante tu Padre, que está allí, en lo secreto; y tu Padre, que ve lo secreto, te recompensará». Entro en lo secreto de mi cuarto, dentro de mi corazón. Y allí me quedo con Dios, en silencio, con María. Hay un lugar en mi alma que es hogar. Allí hay una presencia fuerte del Espíritu. Un lugar recóndito donde me cuesta trabajo llegar. Ese lugar habla del amor de Dios en mi vida. Cuando estoy solo, escondido, tranquilo, sin interferencias. ¿Será este tiempo una oportunidad para entrar en mi alma? El santuario corazón es ese espacio sagrado en el que Dios habita dentro de mí. Un espacio de luz en medio de mis sombras. Un lugar de esperanza en mi desaliento. Volver a mi hogar tiene que ver con mi infancia, con el origen de todo, cuando conocí a Dios, cuando me sentí amado sin tener que hacer nada, bastaba el título de hijo, de hermano, de familia. Era sangre de los de mi sangre. Y allí conocí el rostro humano de Dios. Lleno de debilidades y grandezas. Un amor incondicional en piel humana frágil. Así me amó Dios desde el seno materno y se fueron asentando los muros en mi alma. Allí llegó el poder de Dios a decirme: «Este es mi hijo amado, mi predilecto». Allí aprendí a querer y a dejarme querer. No tenía que hacer nada para recibir amor. No tenía que comportarme de la forma correcta. Bastaba con llegar allí cada día, con las manos sucias, con el alma empecatada. No importaba. Estaban siempre ahí para recibirme con los brazos abiertos. No tenía que huir de casa, ni de Dios. No tenía que vivir con miedo al rechazo y a la crítica. Los que allí habitaban conmigo eran de los míos. Eran los que me habían elegido y yo los había elegido a ellos. A su lado mi vida tenía sentido y sin ellos estaba vacía, como sin alma. Hay un lugar en el corazón que me lleva en volandas hasta allí. Hay una canción de Whitney Houston que habla del hogar: «Cuando pienso en el hogar, pienso en un lugar donde el amor abunda. Ojalá volviera allí con todas las cosas que he conocido. Sería bonito volver a casa donde hay amor y afecto. He aprendido que debemos mirar dentro de nosotros para encontrar un mundo lleno de amor. Como el tuyo, como el mío, como el hogar». Volver al hogar es volver a lo más sagrado de mi historia. Son personas, lugares, olores, encuentros, palabras, gestos, amores. El hogar es el conjunto de todo lo más importante de mi vida. La cuaresma me da la oportunidad de volver a casa, a lo más hondo, a lo más íntimo para descansar allí en los brazos de Dios. A veces me planteo la oración como una obligación, como un deber. Como si al final de mi vida me fueran a preguntar cuántas horas pasé en silencio ante Dios. Y no es una obligación, no puede serlo, es una necesidad. Porque cuando me adentro en mi interior me encuentro conmigo mismo, con mi verdad, con mis amores y allí, entre todos ellos, vive Dios. En ese encuentro descubro la paz, la estabilidad. Estar en paz conmigo mismo es la plataforma desde la que comienzo a caminar. Es el sustento para el camino. Es el recorrido que hago de la mano de mi Padre. El amor, el afecto, la tranquilidad, la seguridad. En Dios estoy seguro. No quiero sacar algo a partir de la oración, aunque muchas veces vaya a rezar para saber lo que Dios me pide. Lo que quiero es encontrarme con el Dios de mi historia. Él pone orden en mi desorden y paz en todos mis miedos. Descubro su rostro y me hace ver lo bello que hay en mi interior. Pienso en ese hogar y las palabras del Génesis lo explican muy bien: «Luego el Señor Dios plantó un jardín en Edén, hacia oriente, y colocó en él al hombre que había modelado. El Señor Dios hizo brotar del suelo toda clase de árboles hermosos para la vista y buenos para comer; además, el árbol de la vida en mitad del jardín, y el árbol del conocimiento del bien y el mal». Pienso en lo más bello, perfecto, logrado que hay en mi historia, en mi vida. El edén de mi familia, de mis orígenes. O vivencias de cielo que he ido guardando en el alma. Lugares y momentos en los que todo era perfecto y no había nada fuera de una armonía lograda. Me gustaría vivir siempre ahí, en casa, en el Edén, en el cielo, en mi paraíso. Siempre en paz conmigo mismo y con mis hermanos. Reconciliado, tranquilo, reconocido, lleno de luz. Me gustaría que la melodía del amor de Dios sonara continuamente en mi alma para calmar mis ansiedades. Quiero buscar la paz en medio del desierto cuando los miedos son muchos. La Cuaresma me invita a hacer silencio, a meditar buscando la paz. Quiero pasar más tiempo ante Dios, en mi santuario hogar, en la capilla, en el santuario. Allí puedo descansar en el corazón de Dios. María me espera al comienzo de la Cuaresma. Quiere que camine de su mano, a su paso. que me sumerja en las dificultades buscando un remanso donde pasar mi vida y dejar mis preocupaciones. El desierto me llama porque allí Dios me espera para seducir mi alma con su amor.
El apóstol no descansa nunca. No hay momentos en los que deje de ser un apóstol enviado por Dios. Siempre soy apóstol. En el trabajo, con los amigos, de vacaciones, en casa. No me quito el uniforme de apóstol cuando llego a casa cansado, después de un día duro en el trabajo y me enfrento con los míos, con mi familia. En ese momento no me relajo, no dejo a un lado mis principios, no pienso que allí, en la intimidad de mi cuarto, nadie me ve. Justamente el principal apostolado comienza cuando llego con los míos, con los que amo y me aman como soy. Sin tener que darles una charla, un discurso. No necesito ante ellos defender mis principios. Sólo necesito vivir lo que llevo dentro. Mi apostolado es cuidar lo que Dios me ha confiado. Ese vínculo matrimonial, ese vínculo con mis hijos, ese vínculo con mis hermanos, ese vínculos con mis amigos más cercanos. Con ellos soy apóstol cuando no me olvido de quién es el que me envía a llevar la esperanza y la alegría. El apóstol nunca se cansa de entregar gratis lo que ha recibido gratis. No dejo de creer en lo que predico cuando me quito las ropas más formales. Cuando estoy en la intimidad familiar no dejo de mantener en alto los ideales que encienden mi corazón. Aquello que defiendo cuando estoy fuera de casa, lo vivo con más intensidad al lado de los míos. Cuando digo a los que no conozco lo importante que es estar unido a Dios, lo practico en la intimidad de mi hogar con más fuerza. Esa coherencia de vida, esa continuidad es lo que le da fortaleza a la verdad de mi ser apóstol de Jesús. Por eso quiero cuidar lo más importante de ser apóstol que es la comunión con Jesús, con María. Esa intimidad mantenida viva en el santuario hogar, en la intimidad de mi cuarto, hace que nunca se apague el fuego del que es enviado como una oveja en medio de los lobos. Viendo una película con mis hijos, con mis hermanos, con mi cónyuge, con mis amigos o disfrutando de una carne asada con los míos, o viendo un partido de fútbol con ellos, sigo siendo un apóstol. Por eso es importante pasar tiempo con los míos, perder el tiempo con mis hijos, pasar ratos de intimidad con mi cónyuge, disfrutar con sencillez de la amistad. Con ellos sigo siendo apóstol. Y cuando falto mucho de casa por compromisos apostólicos tengo que preguntarme si no estoy descuidando el apostolado principal al que Dios me llama. Cuando me ausento de mi comunidad, de mis hermanos por servir fuera, tal vez esté siendo candil de la calle y oscuridad de mi casa. Viviendo la cotidianeidad con el corazón unido a Dios y a los míos estoy haciendo su voluntad. Como cuando Jesús, María y José vivían en la intimidad de Nazaret sin grandes milagros, sin grandes obras. Nazaret se juega en mi casa todos los días. El tiempo de calidad que invierto es oro. No quiero dejar que se me escape la vida sin vivirla con todo el alma. Jesús nunca dejó de ser Él mismo allí donde se encontraba. No dejó de ser el Hijo de Dios enviado a los hombres, ni en la intimidad del grupo de sus apóstoles, ni rodeado de aquellos que querían ser curados y tocar al menos su manto o escuchar sus palabras. Al mismo tiempo el apostolado principal que vivo como matrimonio es el de la presencia en un mundo en el que Dios está tan ausente. Hoy una familia con valores cristianos, con principios claros, es un testimonio vivo sin necesidad de que digan nada para defender aquello en lo que creen. La fidelidad en los años del amor matrimonial es un testimonio que conmueve. Celebrar bodas de plata u oro, en los tiempos que corren, es un milagro que convierte el corazón a Dios. En la participación en actividades apostólicas, el testimonio de la presencia ya es importante. Basta con estar, con participar, con ir allí donde la Iglesia se hace presente en medio de este mundo secularizado que ha recluido a Dios a la sacristía de las iglesias. El apóstol no se cansa de dar testimonio de lo que ha visto, de lo que ha oído, de lo que ha descubierto. El amor a Jesús es lo que lo sostiene en medio de las adversidades cuando experimente el rechazo o la falta de éxito. Los fracasos son el alimento cotidiano del apóstol. No se trata de su obra, es el reino de Cristo, no el suyo, él no es rey, sólo un enviado a dar amor, a decir que el amor de Dios salva su vida. Y tienen que ser creíbles mis palabras sólo cuando están respaldadas por la vida, por mis obras, por el amor que ven en mi familia, en mi hogar. Cuando ven que mis actos tienen que ver con aquello que digo que creo. No soy apóstol en soledad. Lo soy en una comunidad, en un grupo de apóstoles que siguen a Jesús hasta el cielo. Como decía el P. Kentenich: «María nos ha regalado el uno al otro. Queremos permanecer recíprocamente fieles: el uno en el otro, con el otro, para el otro, en el corazón de Dios. Si no nos reencontrásemos allí, sería algo terrible. Allí debemos volver a encontrarnos. No deben pensar: vamos hacia Dios, por eso debemos separarnos. Yo no quiero ser simplemente un señalizador en la ruta. ¡No! Vamos el uno con el otro. Y esto por toda la eternidad». La vocación de apóstol es para siempre. Nunca dejo de ser un enviado. Cuando fracaso o cuando tengo éxito, sigo adelante sin dejarme intimidar por las dudas o los miedos. Dios me sostiene y me guía. Es su reino el que está en juego y quiere que aporte lo que llevo dentro con sencillez y humildad, unido a los míos, y para siempre.
Siempre hay tentaciones que pretenden apartarme del camino elegido. Me tienta el demonio disfrazado de ángel. Santa Juliana, mártir de los primeros siglos, luchó en la cárcel contra el demonio y lo venció. Aparecía disfrazado de ángel de la luz que quería mostrarle que, elegir lo que el mundo quería para ella renunciando a Dios, era un bien querido por el mismo Dios. Ella no se dejó tentar. La serpiente en el Génesis se disfraza de bien a los ojos de Eva: «¿Conque Dios os ha dicho que no comáis de ningún árbol del jardín? La mujer contestó a la serpiente: - Podemos comer los frutos de los árboles del jardín; pero del fruto del árbol que está en mitad del jardín nos ha dicho Dios: - No comáis de él ni lo toquéis, de lo contrario moriréis. La serpiente replicó a la mujer: - No, no moriréis; es que Dios sabe que el día en que comáis de él, se os abrirán los ojos, y seréis como Dios en el conocimiento del bien y el mal». La primera tentación es la de poder ser como dios, poderoso, omnisciente, omnipresente. Eva y Adán se dejan tentar. Quieren ser como dioses. Quieren tener poder. Quieren saberlo todo, controlarlo todo. Es la misma tentación del demonio a Jesús en el desierto: «Si eres Hijo de Dios». Es decir, si eres Dios verdaderamente. Si Jesús fuera Dios podría tenerlo todo, hacerlo todo, ser poderoso, invencible. La tentación de ser dios en la tierra. Es la primera tentación, la definitiva. Jesús era hombre y era Dios. y la forma de tentarlo era recordándole que era hijo de Dios y que podía tenerlo todo sin renunciar a nada. Porque Jesús se anonadó pasando por uno de tantos. Renunció a su poder, a su omnisciencia, a la inmortalidad, pudiendo morir y sufrir. Renunció a todo lo que era propio de Dios. En cada milagro que hizo, alzaba los ojos al cielo y le pedía a su Padre que lo hiciera posible si esa era su voluntad. Jesús se hizo humilde, hombre frágil, para confundir a los sabios de este mundo. Mi tentación también tiene que ver con querer ser como dios. Yo también creo que lo puedo hacer todo solo, sin pedir ayuda. Yo puedo llegar allí donde mis fuerzas me llevan y no necesito a Dios. Yo puedo ser tan importante como Dios. Pienso, como los primeros hombres, que Dios está celoso de mí y por eso no quiere que coma de ese árbol. Porque en él está la sabiduría y podría ser tan sabio como Él, podría llegar a no necesitar su ayuda, su presencia en mi vida. Podría vivir sin Dios, sin su poder, sin su abrazo. Esa es la gran tentación en mi vida cuando me creo imprescindible. Si yo no estoy, nada funciona. Si yo no lo hago, será diferente, peor. Si yo estoy presente, las cosas mejoran. Si yo soy el centro el mundo, será todo mucho mejor de lo que hoy es, me lo acabo creyendo. ¡Cuánta vanidad puede habitar en mi alma! Dejo de ser niño, hombre débil y me creo poderoso. El demonio me tienta en mi corazón allí donde yo soy más débil. Me tienta con las cosas de Dios. No se viste de ropas sucias, su aspecto no es desagradable. El demonio me adula, me hace pensar que soy muy bueno, me hace creer que sin mí nada sería igual. Los halagos son tentadores. Y los éxitos fáciles me hacen creer que no me hace falta el poder de Dios. El tentador me muestra el lado bueno de mi vida. Me hace ver mis talentos, mis capacidades. No se fija en lo que no sé hacer, todo lo contrario. Pone el dedo en lo que me gusta y se me da bien, para que así caiga en la vanidad, en la soberbia, en el orgullo que me aleja de Dios. En otras ocasiones el demonio me tienta de otra manera. Cuando caigo, cuando me equivoco, cuando no hago las cosas bien, aparece en mi vida y me repite, hasta el cansancio, que soy un desastre. No necesito volver a Dios. Allí hay demasiada luz y con Dios están sólo los perfectos, los que no pecan ni cometen errores. Me recuerda que soy basura, miserable, pobre. Que no puedo hacer nada de forma correcta. Y entonces me alejo de Dios, porque en su luz es más manifiesta mi debilidad y no me gusta el olor de mis fracasos. La tristeza es obra del demonio en mi ánimo. La tristeza me lleva al desánimo y desaparecen del alma las ganas de luchar, de salir del fango. Me quedo allí, empantanado. Es otra tentación sutil que se aprovecha de mi fragilidad. El tentador también se hace fuerte cuando soy virtuoso. En ese momento aparece a mi lado para mostrarme las miserias de los demás. Yo caigo en la crítica y el juicio alentado por su lengua. Y también juzgo y condeno a los que hacen las cosas mal. Me creo así algo mejor, más digno, más puro. Como si lo que yo hago siempre estuviera bien. No veo nunca mis errores y justifico todas mis acciones, aunque no sean puras mis intenciones. Disfrazo de bondad lo que no lo es. Y finjo que sigo a Dios, cuando lo que prefiero es seguir las insinuaciones del demonio en mi corazón. El demonio es el llamado mono de Dios, porque imita sus métodos. Si Dios trata de seducirme con voz suave y calmada, igual lo hace el demonio. Nunca son burdas las tentaciones, son atractivas. Y tacho de exagerado al justo. Critico incluso al que actúa con bondad, diciendo que es muy rígido. Veo la pajita en el ojo ajeno, tratando de ocultar así la viga en el ojo propio. Quisiera tener paz para no dejarme llevar por las voces que me llevan muy lejos de Dios.
Hay una tentación que me quita la paz muchas veces. Soy tentado cuando quiero satisfacer mis deseos. Algo me falta, siento hambre, sed, frío, tengo miedo, sufro el calor, la soledad, tengo ansiedad o dolor, algo me falta. Y entonces deseo que pase lo que me incomoda y quita la paz. Quiero que desaparezca lo que me molesta. Y quiero que sean satisfechos mis más leves deseos. Si tengo hambre, como. Si tengo sed, bebo. Si paso frío, me cubro. Si tengo sueño, duermo. Si me duele algo, tomo una pastilla. Si me siento solo y aburrido, busco diversiones instantáneas que calmen mi sed del alma. Así suele ser, así vivo. Y hoy escucho: «El tentador se le acercó y le dijo: - Si eres Hijo de Dios, di que estas piedras se conviertan en panes. Pero él le contestó: - Está escrito: - No solo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios». Convertir en pan la roca es hacer posible lo que parece lejano o muy difícil. Es lograr lo que no consigo alcanzar, lo que me cuesta. La Cuaresma es un tiempo especial. Los deseos no desaparecen. Están ahí, agazapados, esperando mi momento de debilidad. Cuando la fuerza de la voluntad flaquee, cuando sienta que el trabajo es mucho, cuando bajen las defensas y me sienta incapaz de responder como hoy lo hace Jesús. No sólo de pan vive el hombre, pero a mí me encanta el pan. Y es natural, estoy hecho de carne y la carne es débil. El espíritu es fuerte cuando lo ejercito, cuando hago deporte espiritual, ejercicios. Cuando dejo que el amor de Dios llene mi corazón y le dé una fortaleza especial. No es tan sencillo. El placer instantáneo que recibo haciendo caso a la tentación, es una compensación que calma las inquietudes del alma. Leía el otro día: «Me dio por pensar que me paso la vida boqueando como un pez, la mitad de las veces huyendo de alguna molestia y la otra mitad lanzándome ansiosa hacia algo que promete un mayor placer. Y me planteé si pudiera servirme de algo aprender a estarme quieta y aguantar un poco sin lanzarme a la farragosa carretera de la circunstancia». No necesito satisfacer todo lo que deseo, puedo quedarme quieto. Esa carrera me convierte en una persona caprichosa, voluble y fácilmente manipulable. En realidad hay un deseo de eternidad, de infinito sellado a fuego en el alma. Y ese deseo sólo en el cielo alcanzará la gloria. Sólo entonces encontraré la paz que necesito. Mientras tanto, en el camino de la vida, iré tratando de contentar mis deseos más mundanos. Y en esa carrera seré infeliz porque muchos deseos se verán frustrados. Las circunstancias son las que son, no son las mejores ni las que más me favorecen. Y en esas circunstancias tendré que aprender a callar, aguantar, renunciar, permanecer fiel. Aunque duela, aunque me agote. No importa. el camino es largo y no siempre podré pararme a comer, a beber, a descansar. Educarme en la reciedumbre es parte de este tiempo de Cuaresma. Es una oportunidad para crecer, para madurar. Las personas recias son aquellas que se mantienen firmes en la tormenta, no viven quejándose o esperando a saciar la ansiedad con cualquier placer momentáneo y pasajero. El demonio es muy astuto, como la serpiente: «La serpiente era más astuta que las demás bestias del campo que el Señor había hecho». Y me tienta haciéndome creer que no pasa nada, que todo está bien, que me lo merezco, que más adelante renunciaré, que ahora puedo porque la vida es corta. Que si lo dejo esperar, no llegaré nunca a ser feliz. Me convence con sutilezas, haciéndome creer que no puedo hacer frente a la tentación, es demasiado grande y poderosa. Yo soy débil. Después, cuando me dejo tentar y caigo, viendo mi desnudez, se aleja de mí satisfecha: «Tomó de su fruto y comió. Luego se lo dio a su marido, que también comió. Se les abrieron los ojos a los dos y descubrieron que estaban desnudos; y entrelazaron hojas de higuera y se las ciñeron». Experimento la fragilidad, la desnudez, la indefensión. Y el demonio me dice entonces que nunca podré salir de mi pobreza, ni de mi miseria. Y me lo creo. No soy capaz de eludir esos deseos que me alejan de la meta marcada, del sueño que también vive en el alma. Parece más lejos e inalcanzable y el demonio me promete la luna ahora, sin esfuerzo y para siempre. Es mentira. Por eso es el padre de la mentira. Porque miente y me engaña, me convence. Cuando caigo no soy más sabio, no me siento pleno. Surge la tristeza y hay más deseos ocultos, cada vez más, en una cadena interminable. El deseo sexual, el deseo de comer, beber, entretenerme, apostar, estar conectado en las redes buscando que los demás me den un like y dejen satisfecho mi ego. El placer de tener éxitos, logros, recibir caricias y abrazos. Esos deseos pequeños me hacen esclavo.
El demonio se acerca de nuevo a Jesús y sigue tentándolo: «Entonces el diablo lo llevó a la ciudad santa, lo puso en el alero del templo y le dijo: Si eres Hijo de Dios, tírate abajo, porque está escrito: - Ha dado órdenes a sus ángeles acerca de ti y te sostendrán en sus manos, para que tu pie no tropiece con las piedras. Jesús le dijo: También está escrito: - No tentarás al Señor, tu Dios». Si Jesús es Dios, bastará con que llame a sus ángeles para sostenerlo y salvarlo. Si no renuncia a su poder los ángeles le obedecerán. El poder siempre resulta tentador. Mandar y que me hagan caso, pedir y que me escuchen, exigir y que me obedezcan. Tener poder siempre atrae el corazón humano. El pedir algo a alguien y que me escuche. Tener poder y autoridad sobre los demás. ¡Qué fácil resulta usar mal el poder! Exigir más de lo que se puede exigir. El poder que dan la información, los cargos, el dinero. El poder que me permite saber todo lo que sucede a mi alrededor y decidir. Que me consulten, que me pidan consejo, que me informen siempre. Cuesta mucho no tener poder y vivir dependiendo del poder de los demás. Abuso de mi poder cuando le exijo a otros que piensen como yo pienso, y actúen como yo lo hago. Es difícil ceder cuando los demás quieren hacer algo que no me convence, o no me parece bien. Abuso de mi poder cuando no doy libertad, no permito que sean libres en sus decisiones, les exijo que actúen como yo creo que deberían hacerlo. Incluso puedo caer en la tentación de decirles lo que Dios espera de ellos. ¿Cómo lo sé? No lo sé, pero a veces me creo capaz de marcar el camino mejor para cada uno. ¿Y si ese camino no es el que Dios quiere para ellos? ¡Qué fácil juzgarlos y decidir lo que les conviene, lo que les hará felices! Es la tentación de querer ser como dioses. Poder decidir cómo tienen que comportarse y vivir los demás. Esa tentación me enferma. Me gustaría tener más humildad para aceptar a los demás en sus puntos de vista diferentes, en sus decisiones muy opuestas a las que yo hubiera tomado. Respetar al otro en su libertad, en sus decisiones es un don de Dios. Aceptar que no siempre tengo que imponer mis opiniones y mi forma de hacer las cosas, me libera, aunque me cueste y duela. Reconocer que mis posturas no son siempre válidas, me hace más humilde. Me gustaría vivir así, con respeto, con humildad, con mansedumbre.
El demonio se acerca y tienta por tercera vez a Jesús: «De nuevo el diablo lo llevó a un monte altísimo y le mostró los reinos del mundo y su gloria, y le dijo: - Todo esto te daré, si te postras y me adoras. Entonces le dijo Jesús: - Vete, Satanás, porque está escrito: - Al Señor, tu Dios, adorarás y a él solo darás culto. Entonces lo dejó el diablo, y he aquí que se acercaron los ángeles y lo servían». Todo sería suyo si adorara al demonio. Conseguiría todo lo que le corresponde por derecho, por ser hijo de Dios. Un reino en la tierra. Poseería todo lo que quisiera. Así es como aparece el demonio tentando a Jesús. Él sabe que sólo ha de adorar a Dios, su Padre. Desprendido de sus bienes, de sus posesiones, se humilla ante Dios. Esta es la tercera tentación que me acompaña en la vida, el deseo de poseer. La primera el placer, la segunda el poder. La tercera el deseo de tener todo lo que me atrae. El afán compulsivo por poseer cosas nuevas, mejores, más grandes. El poseer me da prestigio, honor, gloria. Al final de mi vida me quedaré sin nada. Seré un niño pobre que no tiene nada que dar a nadie. Vivir desprendido de todo lo material me hace más libre, más niño, más dependiente de Dios, más independiente de lo que me puede esclavizar. Comenta el P. Kentenich: «Independencia interior de la riqueza. Y, en lugar del apego a la riqueza, el fuerte anhelo de lo alto, el anhelo de estar siempre junto a Dios y de encontrar, a través de las cosas terrenas, el camino hacia Dios». Los bienes que poseo son un camino hacia lo alto. No me ato a lo que poseo. No vivo dependiendo de cosas para ser feliz. Libertad interior es lo que quiero. En el desierto Jesús se enfrenta a las tentaciones y sale libre y en paz. Camina seguro por la soledad del desierto. Ha vencido las tentaciones. Yo no soy tan libre, me gustaría, pero no lo consigo. No vivo con libertad. Dependo de muchas cosas y no vivo atado Dios. Me gustaría tener un corazón nuevo como hoy escucho en el salmo. Soy un pecador y necesito su misericordia: «Misericordia, Dios mío, por tu bondad, por tu inmensa compasión borra mi culpa; lava del todo mi delito, limpia mi pecado. Pues yo reconozco mi culpa, tengo siempre presente mi pecado. Contra ti, contra ti solo pequé, cometí la maldad que aborreces. Oh, Dios, crea en mi un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme. No me arrojes lejos de tu rostro, no me quites tu santo espíritu. Devuélveme la alegría de tu salvación, afiánzame con espíritu generoso. Señor, me abrirás los labios, y mi boca proclamará tu alabanza». Estas palabras me llenan de paz. Quiero un corazón así, anclado en Dios, libre, generoso, lleno de bondad y ternura, sabio y lleno de su amor.

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