Homilía del padre Carlos Padilla - 4 de septiembre de 2022

Domingo 4 de septiembre de 2022 | Carlos Padilla

Domingo XXIII Tiempo Ordinario

Sabiduría 9, 13-18; Filemón 9b-10. 12-17; Lucas 14, 25-33

«Quien no lleve su cruz detrás de mí no puede ser discípulo mío. El que no renuncia a todos sus bienes no puede ser discípulo mío»

4 septiembre 2022    P. Carlos Padilla Esteban

«¿Qué quieres de mí, Señor? ¿Qué retos tienes para este nuevo año? Es la pregunta que resuena. ¿Qué tengo que hacer para ser feliz, para ser más pleno, para hacer felices a los demás?»

Hace mal tiempo, llueve. Tengo frío. Me encuentro mal. No he podido dormir nada. Estoy cansado de tanto esfuerzo. Demasiado viento. Mucho calor, no lo aguanto. Mucha gente y muy exigente. Me piden más de lo que puedo dar. Se me acaban las fuerzas. Las fechas que tengo no me sirven. Me falta tiempo para lograr todo lo que se me presenta como un desafío. Son frases que se deslizan en el alma y hacen que el corazón se enfríe, se queme, se apague. Son frases que me sirven de excusa, de justificación, de defensa frente a un posible fracaso o abandono. Puedo justificarme, explicar las razones de mi abandono. No fui capaz, no me sentía con el coraje suficiente. Es como si siempre algo fuera de mí bastara para no conseguir las metas marcadas, ni hacer realidad los sueños que habían brotado dentro del alma. El otro día leía: «El dalái lama lo expresó muy bien en la siguiente frase: Quien no considera la adversidad como algo natural, acaba buscando culpables»[1]. La adversidad forma parte de la vida. Los imprevistos, los contratiempos, las circunstancias adversas, hostiles. Está claro no siempre hará el tiempo que deseo. No siempre los demás me harán fácil la vida y permitirán mi victoria. No siempre tendré fuerzas para lograr lo que quiero. Puedo entonces empezar a buscar culpables fuera de mí. Esa actitud es el deporte más antiguo de los hombres. Desde siempre lo ha hecho y hoy lo sigue haciendo. Yo mismo me justifico y encuentro fácilmente culpables cuando las cosas no marchan bien. Seguro que encuentro a alguien que cargue con la responsabilidad que yo no quiero asumir. Los demás no siempre me van a tratar como yo me lo merezco. Y además, ¿por qué me merezco ser tratado de una cierta manera? Los demás, igual que yo, se comportan respondiendo a su herida. Actúan movidos por su carencia. Responden desde sus experiencias pasadas. Siento que tengo en el alma una historia grabada. Y al leer los pasos nuevos hay un eco que me lleva sin quererlo a escenas de un pasado remoto, casi olvidado. No recuerdo todo, pero sí los sentimientos brotan como la primera vez. Es curioso el corazón humano que no olvida fácilmente. Hay un lugar en el alma en el que las vivencias dolorosas, negativas, han quedado grabadas para siempre de forma indeleble. Sé que lo sufrido es parte de mi equipaje y no puedo renunciar a lo que he vivido. Tampoco lo deseo porque la vida me ha hecho quien soy ahora. ¿Cómo sería yo si no tuviera la forma de las heridas que llevo marcadas en la piel del alma? Quiero estar orgulloso del que hoy habla, mira, escucha, ama en este mundo. En el momento que hoy me toca vivir. Ya no puedo desandar el camino andado como para cambiar decisiones que me hicieron daño. No lo quiero, no me hace falta. Sólo necesito cambiar mi forma de entender la vida, mis pasos. No estoy condenado a fracasar. No es imposible hacer las cosas mejor cada día. Depende de mi mirada, de mi corazón. Por eso decido no desesperarme ni dejar de actuar, de luchar como hasta ahora. Me gusta la frase de Martin Luther King: «Si supiera que el mundo se acaba mañana, yo, hoy todavía, plantaría un manzano»[2]. Plantaría un manzano, comenzaría una conversación, daría un abrazo, tomaría una decisión definitiva, daría un paso por acercarme a un desconocido, pondría la primera piedra de una nueva casa, escribiría la primera página de un nuevo libro, soñaría un nuevo sueño inalcanzable, surcaría las primeras millas de un mar nuevo y abierto. No tendría miedo. No dejaría de hacer lo que pensaba hacer por el hecho de pensar que el mundo se acabaría mañana. Al contrario. Amaría con más fuerza, con más energía, con más ganas. Y no me excusaría en lo inevitable, en las duras circunstancias que me impiden avanzar. Siempre habrá algo en mal estado en el camino que piso. Algo que entorpezca mis pasos y me complique la vida. Siempre alguien no sabrá cómo tratarme y me hará daño, me difamará, no me entenderá. Puede ser. Pero no me desanimaré ni le echaré la culpa a los demás de mi malestar. Puede que la vida no dé los frutos esperados después de haber sembrado mil semillas y haberme esforzado por un resultado que nunca llega, puede ser. No puedo decidir cuándo sale el sol ni cuándo sube o baja la marea. No puedo alejar las tormentas, ni sé cómo cambiar los tiempos que vivo. Sólo puedo adaptarme a la fuerza de las olas y navegar dejando que los vientos hinchen mis velas a su antojo. Puedo abandonar con buenas excusas ya cerca de la meta. Puedo elegir el fracaso como estilo de vida y echarle la culpa a los otros, cuando soy yo el único responsable. Puedo vivir con miedo porque nada está asegurado. O puedo confiar en ese Dios que camina a mi lado. Sé que Dios no va a despejarme nunca los caminos. Sé que no va a hacerme fácil la pelea, no va a apartar lejos de mí a esas personas molestas, no va a mostrarme el cielo abierto para que viva sin miedo. El Dios en el que creo es ese que me ama con locura. Y sé que simplemente se coloca a la altura de mis ojos, me mira conmovido y camina a mi ritmo. No acelera su paso para que lo siga. No va más lento para que lo espere. Justamente está a mi lado para sostenerme cuando caiga, para animarme cuando pierda la alegría. Ese Dios en el que creo es el que me ama como soy y me cuida, para que no me desespere.

Me gusta el espíritu de aquel que peregrina. Deja su casa, su tierra y se pone en camino. El camino para él comienza el día en el que lo deja todo y se pone a andar. No puede cargar con muchas cosas porque no llegaría muy lejos. no sabe bien lo que le hará falta en el camino, no puede preverlo todo. Puede ser que no cuente con todo lo que un día necesite. No importa, sabe que tiene que ir ligero de equipaje. Sabe hacia dónde va, sueña con su meta final y el deseo de llegar hasta allí mueve su corazón. Sabe que tiene que dejar atrás lo que le pesa para llegar al final. Pero no sabe cómo van a ir las cosas en el camino. No conoce el perfil de cada etapa. No ha estudiado todos los lugares por los que va a pasar. No pierde la paz antes de salir haciendo cálculos. No lo programa todo. Cuenta con la incertidumbre del camino. No le tiene miedo a las contrariedades que puedan surgir. Sabe que en la vida no se puede calcular todo. No todo puede estar controlado. El peregrino necesita soltar, confiar, abandonarse en las manos del Dios de su camino. Me gusta esa mirada del peregrino. No llena su equipaje de mil cosas posibles. Es libre de tantos apegos. Puede que le hagan falta cosas una vez se ponga en marcha, pero no le preocupa. Le mueve un impulso, llegar a un lugar santo. Por eso es peregrino. No es simplemente un caminante. Es un hombre enamorado de Dios que quiere encontrarse con Él en medio de sus pasos y al final de estos. No le tiene miedo a la adversidad. Lo importante es la fuerza interior que va a mover su alma. El primer paso será el difícil. Tendrá que dejar su tierra, su casa, su hogar, a los suyos. Echará de menos todo lo que le da seguridad, todo lo que es confort y comodidad. Le faltarán todas las personas a las que ama, aunque las lleve prendidas en el alma y rece por ellas. Es más fuerte el anhelo por lo desconocido y el deseo de ver a Dios en medio de tierras nuevas que recorrerá. Comienza el camino y empieza a vivir en presente. Todo es nuevo ante sus ojos. Todo atrae su mirada. Su tierra será ahora la tierra que le detiene al pasar. Pierde el tiempo paseando su alma por las cosas que observa. Todo le conmueve. Mira el presente como un momento sagrado que Dios le regala. No tiene prisa por llegar a la meta. No vive angustiado tratando de llegar lo antes posible al siguiente albergue en el que pasará la noche. Vive del momento. Hace de la tierra por la que pasa su hogar momentáneo. Allí descansa, mira, contempla, calla. Guarda silencio porque el peregrino, mientras camina, deja pasar por el alma la vida pasada con calma, sin palabras, callado. Recuerda a los que lleva consigo al lugar santo. Y pide por sus intenciones, reza por sus dolores, los presenta ante ese Dios peregrino que lo cuida en sus manos, ante esa Virgen peregrina que lleva pegada al pecho. Escucha al Dios de la vida que le va susurrando al oído cuánto lo quiere. Porque así es el camino, un regalo de Dios, una oportunidad para dejarme amar por el Dios de mi historia. En medio de los pasos del presente camina el peregrino buscando que Dios le diga lo que necesita oír. Su herida es la del amor. Porque quizás no siempre se ha sentido amado como es, valorado en su pobreza. Ha experimentado el rechazo, o el fracaso en el amor, ha salido herido de las luchas de la vida y ha pensado que no merecía ser amado, acogido, aceptado. Y esa herida honda le duele tanto que necesita tocar un amor incondicional de Dios en su alma. Necesita saber que Dios lo va a querer siempre pase lo que pase. Que nunca va a dejar de amarlo hasta el extremo. En el camino notará en su espalda el abrazo de María. Caminará con Ella sin miedo porque lo protege, lo guarda como una columna firme y segura. Ese Dios con el que camino no me libra de las altas montañas que necesito ascender. No detiene la lluvia que hace más pesado y duro mi caminar. No hará que el sol sea menos fuerte cuando parece que me va a calcinar. Dios no quita los obstáculos, no acaba con los contratiempos de la vida. Parece no allanar las montañas y no elevar los valles. Él no elimina la enfermedad ni la muerte. Y además ese Dios al que amo, por el que camino, ese Dios que tanto me ama no me asegura que me va a ir bien cada día, cada etapa. Me da las fuerzas suficientes para cada etapa del camino. Pondrá una fuente con agua fresca cuando sienta que me faltan las fuerzas debido al calor. Pondrá un lugar cubierto cuando me atormente la lluvia del camino. Me dará una vista maravillosa para que mis ojos se relajen contemplando la inmensidad de la naturaleza. Ese Dios me acompaña y me dice que podré caminar un día más cuando me levante. No me dice con seguridad que el día de mañana también será posible llegar al final de la jornada. Eso no sería real. La vida está llena de desafíos desconcertantes. Al peregrino le basta la gracia de su Dios para un día, para el presente, para el momento que vive, para la tierra que camina. El mañana tendrá su propio afán. Pero yo tiendo a agobiarme pensando en el mañana. Me quita la paz todo lo malo que puede llegar a sucederme. Me angustio ante eventualidades que tal vez nunca lleguen a suceder. El peregrino disfruta la vida hoy. Sufre la vida del momento. Si hace calor lo sufre sin enfadarse con ese Dios que lo permite. Si llueve no maldice a Dios que no aparta de su camino las nubes. Si está enfermo y sufre al caminar no le echa en cara a Dios por haber perdido la salud. Eso no es lo importante. El peregrino cree que Dios lo va a proteger siempre. Por eso no vive quejándose ante las dificultades. No se amarga cuando no todo sale como él esperaba. Simplemente camina cada día como si fuera el último. ¿Podrá llegar a la meta de sus sueños? ¿Podrán tocar sus manos las piedras santas? No lo sabe, pero confía. Por eso se puso en marcha. Porque creía en la llamada de Dios. Él lo invitó a dejarlo todo para ponerse en camino. Habrá momentos de fatiga en los que piense que no va a poder seguir. Pero él no duda, no se desespera, no deja de intentarlo. Dios le dará las fuerzas que ahora le faltan. Estará a su lado. En el camino conocerá a otros peregrinos que le hablarán de sus sueños, de sus anhelos, de sus miedos. Y él compartirá con ellos los suyos. Porque el peregrino no ha llegado aún a su meta. Sigue en camino. Falta mucho para llegar al día en el que sus brazos se enreden en el cuello de su amado. De momento seguirá luchando y creyendo. Un día más, un día menos de camino. Cada día comenzará con ilusión. Cada noche agradecerá el esfuerzo, la protección de Dios y la luz de aquellos con los que compartió sus pasos. Dejará los miedos fuera de su corazón. No vivirá angustiado queriendo controlar la siguiente etapa. Se abandonará en el poder de Jesucristo, su amigo. Con Él se hizo peregrino. Sólo por Él estuvo dispuesto a dejarlo todo y seguir sus pasos. Sólo por amor a Él supo que la vida estaría llena de incertidumbres y a veces le costaría controlar los miedos. Pero confiaba en que la promesa de Dios en su vida se haría un día realidad.

Un nuevo año se abre ante mis ojos. Una oportunidad para crecer, para madurar, para mejorar. El otro día fueron bendecidas las mochilas de muchos niños que empezaban sus clases. Niños pequeños con mochilas casi más grandes que ellos. Niños emocionados al ver su mochila junto al altar y felices de llevársela a casa y luego a la escuela. Felices de comenzar un nuevo año, nuevos desafíos, nuevos retos. No tenían miedo en sus ojos. No había angustia ni tristeza. Estaban inquietos pensando en lo que les venía por delante. Había ilusión al tomar en sus manos su mochila nueva o la antigua de otros años. Felices de reencontrarse con sus amigos. Felices de abrazar un tiempo diferente. En ocasiones no me siento como esos niños ante los nuevos retos. Siento el miedo, el agobio, la tristeza. No voy feliz a buscar mi mochila para asumir los nuevos desafíos. Tendría que hacerlo. Dios me invita a ponerme en camino con ojos nuevos, como un niño. Quiere que no dude, que no me tiemble el pulso. Quiere que asuma los riesgos sin pestañear, que me pregunte al comenzar este nuevo año: ¿Qué quieres de mí, Señor? ¿Qué retos tienes para este nuevo año? Es la pregunta que resuena en mi alma. ¿Qué tengo que hacer para ser feliz, para ser más pleno, para hacer felices a los demás? ¿Qué cosas nuevas puedo emprender, novedosas, llenas de vida? Decía Albert Einstein: «Si buscas resultados distintos, no hagas siempre lo mismo». Miro hacia delante lleno de optimismo. Me pongo ante Dios para saber qué resultados quiero obtener cuando llegue junio. No es tan sencillo. Cambiar nunca es fácil. Tiendo a hacer lo que sé hacer, lo que se me da bien, lo que se adapta mejor a mi forma de ser, a mis hábitos, a mis capacidades. Dios da talentos a cada uno según sus capacidades. Yo lo tengo los míos, ya los conozco. Hay cosas que ya he aprendido con el tiempo y en momentos de duda saco del cajón donde guardo todo lo que sé hacer, mi sabiduría. ¿Estoy contento con los resultados y metas que alcancé el año anterior? ¿Qué desafíos nuevos se abren ante mis ojos? A veces las cosas no resultan como yo esperaba. Invierto tiempo, esfuerzo, ganas y no consigo lo que quería. En esos momentos se llena el alma de frustración. Podría hacerlo mejor aún. Podría llegar al cielo, a las estrellas. Podría conseguir mejores resultados en mi trabajo. Podría conseguir que mis relaciones familiares crecieran, fueran más hondas, más verdaderas. Podría hacer que mi vida tuviera nuevos sueños e ilusiones. ¿Con qué cosas sueño? ¿Qué despierta en mi corazón la alegría? Los sueños son importantes al empezar el nuevo año. Sueño con una vida llena de momentos apasionantes. Quiero vivir cada momento como si fuera único. Soñar exige tener un alma flexible. Si me vuelvo rígido no avanzo nada, no me dejo moldear por Dios. Si me pongo duro no me dejo hacer como el barro en las manos del artesano, no dejo que me ayuden a crecer las circunstancias de la vida. Si me aferro a mi forma de hacer las cosas y no estoy dispuesto a cambiarlas no voy a evolucionar. Y la vida consiste en crecer. No soy igual al que era hace años, ni siquiera hace un año. Tengo en el corazón el deseo de no conformarme con lo vivido hasta ahora. No basta lo que ya he conseguido, puedo luchar más, dar más. Leía el otro día: «La única forma de avanzar es a base de que nos hagan reconocer que no sabemos lo suficiente o que no hemos desarrollado todo nuestro potencial. Si uno se acostumbra a hacer un ejercicio de insistencia, se llegan a desplegar capacidades y conocimientos antes escondidos»[3]. No sé lo suficiente. Lo que digo no convence a todo el mundo, ni siquiera a mí. Puedo mejorar mucho. Lo que hago se puede hacer mejor. Tengo capacidades escondidas que no he desarrollado. Corro el peligro de acomodarme y no querer esforzarme en hacer cosas nuevas. Me he quedado en esa zona de confort de la que tanto me hablan. Puedo permanecer ahí quieto, inmóvil, muerto, cansado, agobiado. O puedo pensar que no, que hay nuevos alicientes, nuevas motivaciones, nuevos retos que mueven mi corazón inquieto. La insatisfacción me pone en camino: «La insatisfacción es el alimento de los objetivos por conseguir. No hay más. Sin la sensación algo desagradable de que quedan cosas por hacer no se persiguen los retos»[4]. No estoy cansado al comenzar el nuevo año. Simplemente un poco aturdido ante tantos desafíos que veo ante mis ojos. Puedo quedarme quieto sin cambiar, o puedo darlo todo para ser mejor persona, para cambiar el entorno en el que vivo, para mejorar en todas las áreas de mi vida. Pienso en el área en la que mido cómo estoy conmigo mismo, mis retos personales, me conozco más. Pienso en mi relación con Dios, ¿estoy creciendo? ¿Qué cosas me ayudan a mejorar mi relación con Dios, con María? ¿Cómo puedo mejorar mi vida de oración? Pienso en el mundo de los vínculos. ¿Cómo se encuentran mis vínculos familiares y de amistad? ¿Cómo puedo crecer en ellos? ¿Qué relaciones tengo abandonadas? Me fijo en el mundo del trabajo. ¿En qué puedo crecer en el campo laboral? En todos los aspectos de mi vida se presentan desafíos. Casi necesitaría parar motores, dejarme un tiempo para meditar, para soñar, para pensar y proyectar. Dejar a un lado los miedos y darle el sí a las circunstancias que rodean mi vida en este nuevo año. No me asusto, no me relajo, se lo entrego todo a Dios y confío en que la alianza con María es una realidad que me permite crecer.

Me gustaría tener claro lo que Dios quiere de mí. Hoy escucho al profeta: «¿Quién conoce el designio de Dios? ¿Quién comprende lo que Dios quiere? Los pensamientos de los mortales son mezquinos, y nuestros razonamientos son falibles. Apenas conocemos las cosas terrenas y con trabajo encontramos lo que está a mano: pues, ¿quién rastreará las cosas del cielo? ¿Quién conocerá tu designio, si tú no le das sabiduría, enviando tu santo espíritu desde el cielo? Sólo así fueron rectos los caminos de los terrestres, los hombres aprendieron lo que te agrada, y la sabiduría los salvó». Sólo la sabiduría de Dios me salva en medio de tanta incertidumbre. Sólo el Espíritu Santo que desciende sobre mí. Me gustaría saber lo que debo pensar. Busco razones en mi alma. Quiero ser sabio pero estoy tan lejos. Mis conocimientos son muy limitados, muy del mundo. Dios me ha dado un corto entendimiento para la vida. ¡Qué difícil es el autoconocimiento! ¡Cuánto me cuesta mirar dentro para saber cómo soy! ¡Cuánto más difícil me resulta conocer a Dios y descubrir sus planes! Dios se escapa lejos de mí estando muy dentro de mi alma. Se esconde siendo sólo visible al corazón. Quisiera saber bien si las decisiones que tomo son las correctas. ¿Cuál es el designio de Dios para mi vida? ¿Qué quiere de mí, qué desea? Sólo quiere que sea feliz. Sabe que cuando lo sea voy a hacer felices a las personas que me rodean. Eso lo tengo claro. Quiero ser feliz y quiero que los que están a mi lado también lo sean. Porque siéndolo yo, ellos lo serán. Y si ellos lo son, mi felicidad aumenta. Pero no quiere Dios que viva en tensión queriendo hacerlo todo bien. Es imposible hacer todas las cosas bien. Es fácil saber que Dios quiere que haga el bien, que no peque, que no hiera, que no viva lleno de rabia y amargura. No quiere que me haga daño con mis vicios y adicciones porque acabaré enfermando. No desea que me aísle golpeando con mis palabras y gestos a mis hermanos. No quiere el pecado en mí, porque me hace daño y desea que haga el bien. Pero a la hora de elegir entre dos bienes la cosa se complica. ¿Cómo sé cuál es el camino entre dos bienes posibles? Siempre se produce esta tensión cuando tengo que elegir. ¿Qué es lo que me conviene? ¿Cuál es el camino que me hará más feliz, más pleno? ¿Todo lo que me piden las personas es lo que Dios quiere? ¿Todas las ofertas que el mundo me hace son las que tengo que seguir? ¿Cómo discernir bien lo mejor para mi vida? Parece imposible saberlo con certeza. A menudo me piden cosas opuestas que entran en colisión. Entre pecar y no pecar lo tengo claro. Pero entre hacer un bien y otro, no sé bien cuál es el camino. Elegir una opción guiándome sólo por el criterio de la generosidad no basta. Puedo pensar que sí, pero no es el único criterio válido para elegir. Pero la generosidad empieza por casa. Yo tengo que estar bien para poder servir con más alegría y generosidad. Entre varios caminos posibles ¿cuál es el que Dios desea para este tiempo? No lo sé, no alcanzo a comprender el corazón de Dios, ni sus misterios. No sé si acierto cuando elijo un camino dejando al lado el otro. Me entran las dudas. ¿Me estaré equivocando? Una vez leía: «La mejor decisión es la que he tomado». Cuando decida algo eso es lo mejor que puedo decidir. No puedo volver atrás continuamente para lamentarme por no haber seguido el otro camino posible. No puedo caer en los escrúpulos y en los miedos. Miro hacia delante y asumo las consecuencias de la decisión tomada. Puede que el tiempo me haga ver lo sabio de mi decisión. Puede que vea que me equivoqué. Y asuma que fue lo mejor que pude decidir teniendo en cuenta las circunstancias del momento. Para poder saber bien lo que Dios quiere tengo que ser capaz de hacer silencio en el alma. Callar, esperar, aguardar. Y mirar a Dios a los ojos buscando sus Palabras. Es el camino del discernimiento. Buscar esa luz para interpretar las voces con las que Dios me habla en el alma, en los acontecimientos de mi vida, en mis circunstancias. La elección de un camino es un salto de fe, de confianza. Es creer que Dios va a estar detrás de ese sí que le doy, de esa entrega. Confío que no me equivoco porque intuyo que no tengo razones para no elegir ese camino. Con el tiempo entenderé mejor si fue la decisión correcta. Mirar hacia atrás es más sencillo que mirar hacia el futuro. Mientras tanto me abandono en el amor de Dios. Él quiere que sea feliz en mi presente, hoy y quiere que opte por ese camino en el que voy a ser más pleno. A veces las circunstancias y las decisiones de los otros me obligarán a tomar decisiones que no quería tomar. Lo asumiré como un riesgo y será un acto de amor hacia Dios. Él sabrá mejor cómo va a sacar un bien de los males que un día me toque sufrir. No quiere el mal en mi vida, no desea que sea infeliz, todo lo contrario. Me quiere de forma incondicional elija lo que elija. Hoy repito como una oración las palabras del salmo: «Señor, tú has sido nuestro refugio de generación en generación. Vuélvete, Señor, ¿hasta cuándo? Ten compasión de tus siervos. Por la mañana sácianos de tu misericordia, y toda nuestra vida será alegría y júbilo. Baje a nosotros la bondad del Señor y haga prósperas las obras de nuestras manos». Dios es mi refugio y en Él me abandono. Por eso no se trata de acertar en todas mis decisiones. Me equivocaré a menudo. Se trata de tomarme de su mano y caminar confiado aunque no vea nada claro mirando hacia delante. El amor de Dios me sostendrá en medio de los reveses que me dé la vida.

Hoy miro a Jesús caminando por esas tierras suyas de Galilea. Muchos lo seguían porque sus Palabras llenaban el corazón de esperanza: «En aquel tiempo, mucha gente acompañaba a Jesús». Lo acompañarían por distintos motivos. Algunos porque hizo en ellos algún milagro. Otros porque sus palabras les habían dado esperanza. Siempre puede haber motivos buenos para seguir a Jesús. Siempre puede haber una razón para ser parte de un grupo de discípulos numeroso. Dicen que la masificación es una tendencia del alma. Tiendo a hacer lo que los demás hacen, para no desentonar, para que no me miren mal, ni me juzguen. En la Iglesia puede pasar lo mismo. Me adapto a lo que hacen todos aunque no esté convencido ni de acuerdo con todo. Imito comportamientos que no he hecho míos, porque no quiero desentonar. No quiero ser un mal cristiano, un mal santo. Y por eso adopto formas que no son las mías. Y hago lo que todos esperan de mí. Para no ser juzgado me adapto. Por eso a veces puede haber muchos seguidores de Cristo poco convencidos. Están en el grupo de los discípulos por circunstancias varias y permanecen porque no parece muy exigente. Pero no están enamorados de Él. No han tocado el amor de Dios en sus vidas. Así serían muchos de los que seguían a Jesús en ese momento porque estaba de moda. Porque muchos otros lo hacían. Porque era atractivo ver a un hombre con fuerza. En ocasiones idealizo a quienes sigo. Proyecto en él lo que yo no puedo alcanzar. Quiero que sea perfecto para suplir mi imperfección. Imagino que él sí vivirá una vida completa, no como la mía. Él estará más cerca de Dios, será más santo, más perfecto, Dios escuchará mejor sus oraciones antes que las mías. Yo no puedo porque soy pequeño, me justifico. Miro de lejos a quien sigo como miraban esos hombres de lejos a Jesús. No lo conocían pero se juntaban en un grupo grande para escuchar su voz, para ver sus milagros. Su presencia perfecta los animaba. Ellos se sentían imperfectos. En ese grupo no llamaban la atención. Pensaban que Jesús no los vería. Como yo a veces en la Iglesia. Ocupo los últimos lugares. Paso con discreción porque no me siento digno. No pretendo llamar la atención. Otros son los santos, no yo. Otros están llamados a una vida perfecta, plena, yo no. Otros son los que tienen que ser apóstoles, yo no. Y me conformo con una vida mediocre, sin brillo, sin lustre. Quizás por eso me conmueven las palabras de Jesús que hoy les dirige: «Si alguno se viene conmigo y no pospone a su padre y a su madre, y a su mujer y a sus hijos, y a sus hermanos y a sus hermanas, e incluso a sí mismo, no puede ser discípulo mío. Quien no lleve su cruz detrás de mí no puede ser discípulo mío. El que no renuncia a todos sus bienes no puede ser discípulo mío». Estas palabras son duras, parecen demasiado exigentes. No permiten que me acomode. ¿Quién puede seguir a Jesús de esa manera? ¿No hay otro posible seguimiento más ligero, más fácil, menos duro? Parece que posponer todo para seguir a Dios es una llamada excesiva. Parece la propia de esos doce discípulos que lo dejaron todo por amor a Jesús. Pero el resto también quería escucharlo. Sin llegar a tanto, sin tanta generosidad. ¿Por qué Jesús se mostraba tan duro? Estas palabras siempre resuenan en mi corazón. Es una llamada a revisar mis ideales, mis sueños y mis decisiones. Me he decidido muchas veces por dejarlo todo por Él y súbitamente me he visto apegado a bienes, a deseos del mundo, a planes de la tierra lejos de su llamada. He querido tocar el cielo en la tierra llenando el presente de eternidad. Pero pronto he sido condescendiente y he olvidado el cielo. He buscado en mis decisiones demasiadas veces la comodidad, la laxitud, lo inmediato, el placer. No he querido exagerar con mis decisiones. Como sintiendo que si exageraba me iba a quedar sin fuerzas a mitad del camino. Por eso me gustan las palabras de Jesús: «Así, ¿quién de vosotros, si quiere construir una torre, no se sienta primero a calcular los gastos, a ver si tiene para terminarla? No sea que, si echa los cimientos y no puede acabarla, se pongan a burlarse de él los que miran, diciendo: - Este hombre empezó a construir y no ha sido capaz de acabar ¿O qué rey, si va a dar la batalla a otro rey, no se sienta primero a deliberar si con diez mil hombres podrá salir al paso del que le ataca con veinte mil? Y si no, cuando el otro está todavía lejos, envía legados para pedir condiciones de paz». Me pide que calcule, que sea prudente, que no me arriesgue en exceso. Parece lo contrario a esa otra petición en la que me dice que deje todos mis bienes y cargue con mi cruz. Una cosa es calcularlo todo, otra muy distinta dejarlo todo y seguir su camino lleno de incertidumbres. Me siento confuso. Por un lado quiere que sea libre de mis apegos y que acepte con paz y alegría las dificultades del camino, de mi vida. Quiere que sea capaz de cargar la cruz y así no desentenderme de las cosas difíciles que me tocan vivir. Pienso en esos dolores, cruces, amarguras, pérdidas que he sufrido. Todas las tengo que tomar en mis manos para seguir sus pasos. El que quiera ser de Cristo tiene que caminar a su lado. Tiene que pertenecerle a Dios para siempre. Parece sencillo, parece fácil. Pero no lo es. La exigencia de Jesús es grande en mi vida. Él sabe lo que puedo dar, conoce mi corazón. y me pide sólo aquello que puedo aguantar. Pero pone en mi corazón la exigencia para que no me acomode. No quiere que viva una vida mediocre. Sus exigencias me llenan de ilusión. Puedo dar más si me lo propongo. Puedo entregar todo lo que tengo. Y al mismo tiempo Jesús también me dice que haga cálculos. Que no sea un loco que lo entrega todo y lo pierde todo. No sé cómo compaginarlo. Me da miedo vivir calculando, siendo un conservador, sin arriesgar en exceso. Me asusta ese miedo a que las cosas salgan más. Me llena de fuerza esa invitación a ser radical, a entregarlo todo. Entre los dos extremos me muevo. Entre los dos yo vivo. Quiero confiar en ese amor que me lleva a darlo todo siempre. Pero cuidando la vida, cuidando lo que de verdad puedo entregar. Camino en el presente sin perder de visa la meta hacia la que se dirigen mis pasos.

 



[1] Toni Nadal Homar, Todo se puede entrenar (Alienta)

[2] Toni Nadal Homar, Todo se puede entrenar (Alienta)

[3] Toni Nadal Homar, Todo se puede entrenar (Alienta)

[4] Toni Nadal Homar, Todo se puede entrenar (Alienta)

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