Homilía del padre Carlos Padilla - 5 de junio de 2022

Domingo 5 de junio de 2022 | Carlos Padilla

Domingo de Pentecostés

Hechos de los Apóstoles 2, 1-11; 1 Corintios 12, 3b-7. 12-13; Juan 20, 19-23

«Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos»

5 junio 2022    P. Carlos Padilla Esteban

«Quiero soñar aun cuando no se haga realidad lo soñado. Confío en el amor de Dios que todo lo sostiene. Los sueños me mantienen joven y abierto a la voluntad de Dios, libre ante el futuro»

Me detengo delante de mis sueños atrapado y confiado. Siento que estoy tan lejos de lo que espero, de lo que deseo. Veo que hay una puerta abierta por la que vuela mi alma cuando menos lo espero. Lo mejor está por venir, eso lo tengo claro, me lo han dicho, me lo creo. No estoy condenado a ser igual que ahora o a repetir las mismas cosas de siempre. Todo puedo ser mejor, yo también puedo serlo, más fiel a mí mismo, más humano, más de Dios. ¿De qué color están hechos mis sueños? Los que siguen vivos en mí desde que era niño, cuando apenas cabían dentro de mí esos sueños inmensos. Porque si los sueños que sueño no me asustan, no me desbordan, no son sueños verdaderos. Richard Branson decía: «Si tus sueños no te asustan es que no son lo suficientemente grandes». Pienso en esos sueños que brotaron en mi alma fértil con el paso del tiempo desde mi juventud hasta los años de ahora, cuando sigo siendo joven, a mi manera. Los sueños que surgen en esta curva del camino, con el polvo pegado en el alma y el deseo de tocar las alturas. He decidido no conformarme nunca con lo que ya he logrado, con lo que ya he vivido. Se me queda corta la vida para hacer todas esas cosas que son inmensas. No me asombro al rozar mis límites, el borde de mis heridas y sentir angustia muy dentro, cuando me miro en lo profundo. No me escandaliza tropezar una y otra vez con la misma piedra, esa piedra escondida entre malezas del camino. No me extraña el dolor duro y blanco que brota de mi corazón herido, cuando me han herido. No me angustia la inquietud ni el surgir de mis miedos con fuerza ante el futuro incierto, ante la vida sujeta por hilos frágiles y tambaleantes. No quiero destruir nada de lo que he construido, no quiero que muera nada de lo que he sembrado. Sólo quiero construir grandes castillos, hogares en el cielo, pasillos en los bosques que me llevan al corazón de Dios, al corazón amado. Sueño despierto y no son pesadillas. Temo las pesadillas que me hablan del final de lo bueno. No me gusta el temor que se aferra a mi alma quitándole la fuerza. Creo en un cielo azul lleno de vientos y aves que surcan las alturas. Tengo escrito en mi alma el sueño de ser hijo, de ser niño, incluso siendo viejo. No quiero endurecerme ni dejar de ser amplio. Quiero que mi alma se ensanche hasta el infinito. Siempre me motiva la frase de Antoine de Saint-Exupéry: «Si quieres construir un barco no empieces por buscar madera, cortar tablas o distribuir el trabajo; primero has de evocar en los hombres el anhelo del mar libre y ancho». Me gustan los anchos mares, los cielos claros, las tierras ignotas, los desiertos sin límites, las montañas salvajes. Soñar con lo que aún no es mío me lleva a creer en lo imposible. Y entonces soy capaz de construir un barco, trabajar la madera y confiar en que no habrá tormentas que detengan su paso. Antes de ponerme a hacer algo quiero soñar con el infinito. Luego habrá trabajos pesados, como cortar maderas o trabajar la piedra. Y al preguntarme qué hago no lo dudaré, estoy surcando mares, estoy construyendo catedrales. Porque el corazón que se queda en lo pequeño y se olvida del sueño se vuelve pequeño y mezquino, cuenta las horas y hace mal su trabajo, porque ha olvidado los sueños, se ha secado su alma, se ha vaciado su alegría, se ha muerto su esperanza. No quiero que mis sueños se llenen de amargura. No quiero pensar que es imposible lo que ahora sueño aun pareciendo loco. No me desespero si aún no está listo el barco para cruzar los océanos. Mi corazón está hecho para el cielo. Tiene tatuado en su piel la mirada fija de Dios levantando el ánimo. Confío en todo lo que Él puede hacer conmigo desde mi barro frágil. Creo en las obras inmensas que hago de su mano, acompañadas a veces de obras mezquinas y egoístas fruto de mi desamor y mis heridas. Llevo tatuado en el alma un sueño eterno. Creo que merece la pena vivir el presente porque es semilla de eternidad, nada menos que eso. Siento que las lágrimas de ahora riegan las semillas que darán su fruto. Y la sangre derramada traerá a la luz nueva esperanza. Me gusta la vida de los santos que no creyeron en su poder sino en el de Cristo. Eso cambió sus vidas.

El otro día canonizaron a S. Charles de Foucauld. Siempre me conmovió la confianza de este santo y su abandono en las manos de Dios. ¿Venció sus miedos? ¿Nunca tuvo miedo? Así rezaba: «Padre mío me abandono a ti, haz de mí lo que quieras, lo que hagas de mí te lo agradezco, estoy dispuesto a todo, lo acepto todo, con tal que tu voluntad se cumpla en mí y en todas tus creaturas. No deseo nada más Dios mío, pongo mi vida en tus manos, te la doy Dios mío con todo el amor de mi corazón, porque te amo y porque para mí amarte es darme, entregarme en tus manos sin medida, con infinita confianza, porque para mí tú eres mi Padre». Era un padre del desierto, un adorador incansable del Santísimo, un pobre entre los pobres. Un hombre enamorado totalmente de Dios. Me impresionaron siempre su confianza y su abandono. Vivió solo para Dios y tal como vivió murió. En soledad, en el desierto, abandonado, ¿olvidado? Quisiera hacer mías las palabras de esa oración. Rezar con él para vivir más libre. No es tan fácil porque yo quiero que se haga mi voluntad, que se cumplan todos mis deseos y los de Dios, si no me gustan, mejor dejarlos para más tarde, para nunca. Tengo claro que este santo no vivió para sí sino para Dios. Esa confianza ciega en su Padre me sobrecoge. Yo no soy así, no confío tanto, no tengo esa mirada que trasciende y me deja vivir la vida de una manera nueva. No sé abandonarlo todo en manos de Dios. Me gusta controlarlo las cosas y el control, eso lo sé, es lo que me acaba matando. Ese deseo de controlar el futuro, controlar a las personas, controlar lo que va a suceder para que no pase nada malo, nada fuera de mis planes. Llegar a no desear nada más que lo que Dios desee me parece una utopía. Tengo sueños, deseos, anhelos. Conseguir no esperar nada más de lo que pueda suceder me parece algo triste. No sé vivir sin expectativas. Llevo en el alma ya muchos sueños insatisfechos, rotos, inalcanzables y no por eso dejo de soñar. No me importa. En el fondo sé que prefiero soñar aun cuando no se haga realidad lo soñado. Confío en ese amor de Dios que todo lo sostiene. Los sueños me mantienen joven, despierto, abierto a la voluntad de Dios, libre ante el futuro. Sin miedo al fracaso que siempre puede llegar. Porque ese miedo al fracaso es el que no me deja ser yo mismo y me paraliza. El sacerdote Pablo D´Ors comenta sobre Charles de Foucauld y su actitud ante el fracaso: «Él es uno de los iconos más emblemáticos del fracaso. El fracaso nos define infinitamente más que el éxito. No convirtió a nadie. Se convirtió a sí mismo. Murió solo y hoy miles siguen su carisma». Su paso entre los hombres fue un verdadero fracaso. Mientras estuvo en la tierra parece no haber ayudado a otros. Alguno lo siguió por un tiempo, quiso llevar su vida. Pero luego vivió solo, sin seguidores, sin discípulos que tomaran su estilo de vida. No pretendió tener éxito entre los hombres. No lo buscó, nunca lo exigió. No convirtió a nadie pero se dejó convertir por el amor de Dios. Y así murió tal como había vivido, en la soledad del desierto. No se llenó de angustia, de miedo, de dolor por vivir en soledad. Vivió confiado en medio de las dificultades de su vida. Me conmueve su mirada. Es un icono del fracaso cuando hoy lo que vende es ser un icono del éxito. Al final resulta que el fracaso me define mucho más que lo que he logrado. Parece que el mundo me exige que produzca, que logre, que obtenga éxito tras éxito. Pone sobre mí una mano pesada pidiéndome que esté a la altura, me empuja para que lo dé todo de mí y así poder dar algún fruto. Me dicen que mi vida sólo tiene sentido si tengo éxito en ella, si es una vida lograda, si quedo por encima de todos los demás. Si me siguen, si me admiran, si me respetan. Si logro los mejores lugares, los puestos más emblemáticos y realizo hazañas hasta ahora desconocidas. Si me convierto en un icono en esta sociedad que busca personajes públicos a los que seguir. Y entonces la presión es muy fuerte para hacerlo todo bien. Tengo que rendir bien, tengo que destacar, tengo que lograr. No puedo dejar pasar la vida ante mis ojos sin hacer nada, no puedo fracasar en mis intentos porque me mirarán mal los demás. No logro vivir sin querer ser el mejor, el más capaz, el que más logros ha conseguido en esta vida. Decía Toni Nadal hablando del éxito en el deporte: «Hacer todo lo que toca no nos garantiza el éxito; no hacerlo, casi con toda seguridad, nos garantiza el fracaso». Al final tengo que poner todo de mí para llegar a buen puerto. Tengo que esforzarme por darlo todo y hacer el bien. Si no lo hago tengo el fracaso asegurado. Si lo doy todo en esa lucha no necesariamente lograré el éxito en lo que haga. Así es la vida normalmente. Hay derrotas y fracasos. Las cosas no son justas. No el que mucho trabaja obtiene el éxito esperado. Puedo entregar la vida y fracasar al final en todo lo que me propongo. Es parte de la vida. El fracaso me define mucho más que el éxito y le pone nombre a mi alma. El fracaso de la cruz me da esperanza de resucitar, de vencer al final, de lograr la vida. A Jesús lo define la cruz mucho más que sus milagros y discursos.

Hay actitudes y valores que no se aprenden. Uno nace con ellos y los desarrolla. ¿Y si no los tiene puede conquistarlos? Sí, se puede. Pero hay algo innato en la forma de enfrentar las contrariedades y los problemas. Hay personas que muestran altura a la hora de vivir ciertos momentos de tensión y dificultad. No dejan ver su lado egoísta. Se ponen en el lugar del otro. Son capaces de renunciar a sí mismos y su comodidad por salvar una situación que es difícil para todos. Hay personas valientes en medio de las guerras de la vida. Y hay cobardes que se esconden, se excusan, se escapan para no asumir la responsabilidad y hacerse cargo de lo que está sucediendo. Hay personas que muestran fácilmente su cobardía, su pobreza de alma, su falta de lealtad y respeto hacia los demás. Me incomodan esas personas que no respetan, no son de fiar, no son dignas de confianza. Me asustan los que siempre quieren quedar bien y son ellos los que nunca se equivocan. Todo lo que hicieron lo hicieron bien y los demás fallaron cuando algo salió mal. Siempre permanecen a flote cuando el barco se hunde. Ellos no han hecho nada, no son culpables de nada y no tienen ninguna responsabilidad que asumir. Alguien hubo que lo hizo mal. Alguien que pecó y cometió errores. Por eso me gustan más los valientes que asumen las consecuencias de sus actos. No le tienen miedo al juicio de los hombres. Saben que no pueden contentar a todos ni estar a la altura que se espera de ellos. No siempre lo van a hacer bien. Pero no le tienen miedo a la derrota ni a la crítica. No pretenden tener un expediente inmaculado, sin mancha alguna. Me gustan esas personas que piensan en los demás antes que en su propio interés o bienestar. Les preocupa el todo, no sólo la parcela de la que parecen ser ellos los responsables. Están dispuestos a colaborar siempre, a cubrir, a hacer cuando nadie puede estar allí en ese momento. No le tienen miedo al esfuerzo, al trabajo, ni a la entrega. Me gustan esas personas de una pieza, de una moral intachable. Aceptan sus errores, sus pecados, sin buscar excusas, sin justificar lo que hicieron. Son leales, jamás hablarán de ti a tus espaldas. No tienen nada contra ti y si lo tuvieran te lo dirían. Aceptan las críticas, asumen los fracasos sintiéndose responsables sin endulzar la amargura de la batalla perdida. Son dignos de confianza, no porque no fallen, sino porque su palabra vale lo mismo ayer, que hoy o que mañana. No cambian de principios, no son veletas ni se adaptan a la opinión de los demás. No se dejan llevar por la corriente más fuerte. Asumen el riesgo que tiene vivir la vida en serio. Dicen que sí cuando no tienen razones para evitar el esfuerzo. Asumen lo que les piden con una sonrisa, sin amarguras. Luchan en grandes batallas y les gusta dar la vida por aquello en lo que creen. Tienen sueños y no se desaniman. Y siempre te van a responder con una sonrisa ancha y una mirada a los ojos. Hay actitudes que no se aprenden, se nace con ellas. Cuando el partido está perdido tiro la toalla, dejo de luchar. Pero hay otras personas que siguen remando, no se desaniman, no dejan de creer en sus posibilidades. Con eso se nace. Hay una forma de ser generosa, altruista, desinteresada que hace que el corazón de esas personas esté más cerca del cielo que de la tierra. Aman al mundo, está claro, con su carne y con su alma, pero están muy cerca de ese corazón de Jesús que supo amar hasta el extremo. Decía el siquiatra Enrique Rojas: «La vida es plena si está llena de amor y uno consigue poseerse a sí mismo; ser dueño de uno mismo es pilotar de forma adecuada la travesía que uno ha ido escogiendo, siendo fiel a uno mismo y a sus principios». Me gustan esas personas que no es esconden. No temen la confrontación ni la lucha. Saben lo que tienen porque se poseen a sí mismos. Son dueños de su barco. Saben hacia dónde se encaminan. No transan en sus principios. No se dejan llevar por lo que los demás opinan o piensan sobre ellos. Tienen certezas que sostienen sus vidas. No les da miedo que los días sean cortos. Saben que han llegado hasta donde se encuentran con sus propias armas, siendo fieles a sí mismo, auténticos, verdaderos. Sin ocultar sus intenciones, sin esconder sus debilidades. Asumen siempre que es Dios el que puede hacer grandes obras con ellos. Sin el Espíritu no son nada. Son ciudadanos del mundo pero viven anclados al cielo. Son transparentes de la misericordia divina. No ocultan verdades. Su debilidad los hace más humildes. Porque no han vencido siempre, no tienen en sus manos todas las victorias, no son los mejores en lo que hacen. Han fallado, han caído, han vuelto a empezar y a creer. El problema en la vida tiene que ver con la mente y con el corazón. Tienen que estar en armonía. Pensar las cosas correctas. Tener actitudes que me ayudan a luchar y salir adelante. No dejar que prejuicios u opiniones enfermas me alejen de la meta que busco. Cuando mi corazón está bien puesto. Cuando me sé amado y puedo descansar en los que me aman. Cuando sé que el amor de Dios me sostiene. Cuando comprendo que puedo amarme a mí mismo en mi fragilidad. Ese amor le da a mi corazón una estabilidad sagrada. Necesito formar mi mente para que los principios y las ideas que la rigen sean sanos, coherentes, válidos y verdaderos. Sólo así podré ser una persona digna de confianza. Le pido a Dios que me cambie por dentro.

Tenían miedo los discípulos mientras María mantenía en alto su fe: «Todos los discípulos estaban juntos el día de Pentecostés». Tienen miedo y se refugian como al principio en el Cenáculo. Allí María está en medio, rezando, esperando. Todos saben que algo puede ocurrir, pero no saben cuándo. Esperan, aguardan, desean, sueñan, temen. En la vida tengo momentos de duda, de miedo, de incertidumbre. Momentos en los que siento que no controlo mi vida. El miedo entra en el corazón y no me permite confiar. Las paredes son gruesas para que la defensa sea segura. Llega el Espíritu y se rompen los miedos: «De repente un ruido del cielo, como de un viento recio, resonó en toda la casa donde se encontraban. Vieron aparecer unas lenguas, como llamaradas, que se repartían, posándose encima de cada uno. Se llenaron todos de Espíritu Santo». Cuando están dentro del cenáculo tienen miedo, no tienen el Espíritu en su corazón. No saben lo que pueden hacer y lo que no. Aún no creen en sus capacidades y no son conscientes del poder que el Espíritu Santo puede darles. El poder que supera sus flaquezas. El poder que levanta su ánimo. Llega pentecostés y siento miedos en el alma. Miedo a no ser capaz de mejorar. Miedo a la debilidad que en mi alma me lleva por los caminos que no quiero seguir. Miedo al fracaso y a la soledad. Esos miedos se levantan como un muro ante mis ojos, en el corazón. No logro abrirme a la gracia. No dejo que el Espíritu me penetre con su fuerza. El miedo es poderoso. La única que parecía entender el corazón de esos hombres en el Cenáculo es María. Por eso le pido a Ella que vele conmigo, que ore conmigo, que implore el Espíritu santo a mi lado. Eso me da más paz. ¿Logrará el fuego romper los muros detrás de los que me protejo? ¿Logrará su viento levantar mis seguros? No lo sé, me entran las dudas. Quisiera mirar al cielo y confiar en esa noche de vigilia en el que el poder de Dios será más poderoso que todas mis resistencias y miedos, que todos mis temblores. Pienso al llegar Pentecostés en todo lo que está roto en mi interior y necesita ser reparado, unido, suturado. Pienso en todas las heridas abiertas con las que llego a esta fiesta y que me hacen más vulnerable al poder del mal en mi corazón. Veo que hay mucha suciedad en mi alma porque me he empeñado en construir sobre arena los cimientos de mi casa. He dejado que entre en mi interior todo aquello que me hace daño. He pensado que yo podía, que era fuerte, que tenía recursos suficientes para vencer a cualquier enemigo. Luego he ido al campo de batalla y he perdido. Y me asombro, es lo curioso. Me siguen sorprendiendo mis miedos, mis pecados, mis debilidades. Como si esperara cada mañana levantarme y ser diferente de lo que soy. No aprendo, no cambio, no mejoro. Y le miro a Dios pidiéndole explicaciones. En mi pobreza Dios viene a verme. A mi cenáculo, de muros anchos y techo firme. En mi cenáculo sin ventanas donde nadie puede mirar, no se atreven. Allí escondido pasan los días y ahora quiero implorar que suceda algo que cambie mi mirada y espante todos mis miedos y recelos. Y logre así lo que les sucede a los discípulos: «Y empezaron a hablar en lenguas extranjeras, cada uno en la lengua que el Espíritu le sugería. Se encontraban entonces en Jerusalén judíos devotos de todas las naciones de la tierra. Al oír el ruido, acudieron en masa y quedaron desconcertados, porque cada uno los oía hablar en su propio idioma». El fuego del Espíritu les quita el miedo y comienzan a predicar sin miedo a las consecuencias. Y lo hacen con tal pasión, con tal fuego, con tal entusiasmo, con tal confianza que todos entienden el mensaje. Escuchan sus palabras aunque sea en un idioma diferente al suyo y lo entienden: «Enormemente sorprendidos preguntaban: - ¿No son galileos todos esos que están hablando? Entonces, ¿cómo es que cada uno los oímos hablar en nuestra lengua nativa? Cada uno los oímos hablar de las maravillas de Dios en nuestra propia lengua». Ya no están escondidos. Ya no hay nada que perder. La vida se juega en esos momentos en los que soy valiente, audaz y me lanzo a la batalla sin miedo. Son los momentos en los que dejo de ser un cristiano de sofá para convertirme en un misionero. Los miedos al fracaso han desaparecido. Me gusta esa mirada renovada en Pentecostés. El corazón se ensancha y logro hablar en un idioma que todos entienden. Muchas veces no hablo con claridad y no me comprenden. A veces a la Iglesia le puede suceder que hable en otro idioma, una lengua que nadie comprende, lejos de sus anhelos y expectativas. Se expresa de una forma diferente y no conecta con las inquietudes de los hombres que aún no conocen a Dios. Necesito el Espíritu para conectar con los miedos, deseos y anhelos de todos los que necesitan en el tiempo que vivo algo de luz y esperanza. Necesitan escuchar que Dios les habla en su propio idioma. Para eso necesito hablar el idioma de Dios. Necesito el don de lenguas para que todos me entiendan, para que no me quede lejos del mundo. Para que no viva en un mundo de teorías e ideales que nadie comparte. Soy del mundo sin serlo totalmente. Quiero que el mundo se salve con el poder del Espíritu Santo. Dios puede salvar al hombre que ha creado pero necesita su sí, su disponibilidad.

Hoy imploro el Espíritu Santo. Que venga sobre mí y cambie mi corazón: «Envía tu espíritu, Señor, y renueva la faz de la tierra. Bendice, alma mía, al Señor. ¡Dios mío que grande eres! ¡Cuántas son tus obras, Señor! La tierra está llena de tus criaturas. Les retiras el aliento, y expiran, y vuelven a ser polvo». Que envíe el Señor su Espíritu y renueve mi vida interior. A menudo estoy medio muerto, seco, hastiado, cansado por el calor y la vida exigente. Triste porque no logro cuidar mi alma y me desgasto por los caminos. Deseo que se renueve mi alma al ser bendecido. He rezado también la secuencia del Espíritu Santo: «Ven, Espíritu divino, manda tu luz desde el cielo. Padre amoroso del pobre; don, en tus dones espléndido; luz que penetra las almas; fuente del mayor consuelo. Ven, dulce huésped del alma, descanso de nuestro esfuerzo tregua en el duro trabajo, brisa en las horas de fuego, gozo que enjuga las lágrimas y reconforta en los duelos. Entra hasta el fondo del alma, divina luz, y enriquécenos. Mira el vacío del hombre si tú le faltas por dentro; mira el poder del pecado cuando no envías tu aliento. Riega la tierra en sequía, sana el corazón enfermo, lava las manchas, infunde calor de vida en el hielo, doma el espíritu indómito, guía al que tuerce el sendero. Reparte tus siete dones según la fe de tus siervos. Por tu bondad y tu gracia dale al esfuerzo su mérito; salva al que busca salvarse y danos tu gozo eterno». Suplico que venga su Espíritu. Fuente de consuelo. Luz que ilumina mis noches. Tregua en el trabajo. Brisa en el calor. Presencia en el vacío. Agua que lava las manchas. Calor en el frío. Calma para mi espíritu indómito. Guía cuando me confundo. Gozo en todas mis penas. Salvación cuando no encuentro el sentido. Todo eso se lo pido a Dios en Pentecostés. Y que me regale sus siete dones: ciencia, sabiduría, consejo, fortaleza, piedad, inteligencia y temor de Dios. También le pido que me dé sus frutos: Gozo, benignidad, fe, bondad, templanza, perseverancia, mansedumbre, castidad, caridad, paz, paciencia, modestia. Pido que el Espíritu santo convierta mi cenáculo, lleno de miedo y desesperanza, en un pentecostés lleno de fuego y de vida. Quiero que el viento huracanado arrase con todo lo que está viejo y gastado. Que su Espíritu me capacite para el amor, porque no me siento maduro en la misión de toda mi vida: amar con todo mi ser y dejarme amar. No sé amar de verdad. No sé amar a mi hermano, a mi cónyuge, a mis hijos o padres como Dios me ama a mí. En realidad me capacita el Espíritu para lo más difícil en el amor. Comenta el P. Kentenich: «Una vida en el Espíritu Santo nos capacita para la renuncia que no es expresión de frialdad sino de un amor heroico»[1]. Que aprenda a renunciar en el amor tiene que ser un fruto de una escuela que dura toda la vida. Necesito calma, tiempo y entrega para aprender a renunciar. Puedo hacerlo si me dejo hacer. Puedo si el Espíritu Santo vence en mí todo lo que está en desorden. Sólo si entiendo que la renuncia es un valor y no una pérdida. Me cuesta entender la renuncia. ¿Por qué tengo que renunciar a lo que puedo poseer? No me gusta sentirme frustrado y ver cómo se me escapan los sueños. Lo quiero todo ya, ahora. Y en el amor es así. Quiero amar, pero busco que me amen. Quiero darme pero me alegra recibir. Se me olvida esa frase que en los Hechos de los apóstoles: «Recordando las palabras del Señor Jesús: - Hay más felicidad en dar que en recibir». Podría decir que hay más felicidad en renunciar por la persona amada que en el hecho de que ella renuncie por mí. En ocasiones el amor se tensa. No quiero renunciar tanto. No quiero tener que renunciar yo siempre. Y entonces compito y mido. Se me olvida que es más importante hacer feliz a quien amo que esperar a que me haga feliz. Quiero recibir, quiero que me dejen vivir, quiero ser. Renunciar no es lo mismo que perder o dejar de ser yo mismo. El que pierde en una batalla lo hace después de luchar tratando de lograr lo que perseguía. Cuando fracasa pierde lo que podía haber conseguido. En la renuncia es diferente. El que renuncia toma la decisión antes de caer y quedarse sin nada. Directamente le dice que no a lo que podía ser suyo y lo hace por amor a su prójimo, a su hermano, a su cónyuge, a su hijo, a su padre. Y el motivo no es evidente para los que lo ven, para los que no saben mirar el corazón. Siempre la renuncia tiene razones ocultas que sólo el corazón sano, y santo diría yo, es capaz de ver. Renunciar por amor es un grado más alto de amor. El que ama renunciando asume que el amor siempre es asimétrico. La simetría no existe en la entrega. No siempre recibo lo mismo que doy. No siempre mi renuncia será compensada por la renuncia de aquel a quien amo. No siempre recibiré algo a cambio que sea lo suficientemente grande para calmar mi dolor. Soy un convencido de que las personas que saben renunciar por amor están hechas de otra madera. Y tienen un don en el alma que los hace especiales. Han vivido en la escuela de María y de Jesús. El que regala el Espíritu Santo porque lo lleva dentro está lleno de Dios. Y esa presencia es la que le permite crecer. Pido ese don para ensanchar el alma. Para hacer más grande mi vida, para vencer mis egoísmos. Para ser más noble y aceptar con humildad el camino elegido.

Quisiera pedirle al Espíritu Santo hoy sus dones. Quiero pedirle la paz, para que acabe con esa inquietud que me duele, con esa guerra interna que reina en mi interior. Decía hoy Jesús: «En esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: - Paz a vosotros. Y diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor». Esa paz que llena el corazón de alegría es la que suplico en esta noche. El Espíritu puede calmar mis miedos, puede encender la fe, puede llenarme de la paz al saber que Jesús es quien gobierna en mi vida y todo va a salir bien. ¿Por qué voy a tener miedo? ¿Por qué me falta la paz? Porque quiero controlarlo todo. Y eso me tensa. Quiero tener el dominio absoluto. No perder el control porque si se me escapa y no sé qué hacer. Quiero tener la paz de los niños que descansan en el corazón de Dios. Mis raíces llegan a lo más hondo, mis ramas a lo más alto. El Espíritu Santo desciende sobre mí para llenarme de paz, eso me da tranquilidad. Quisiera ser un pacificador. Quisiera repartir esa paz a los que la han perdido y viven luchando consigo mismo, con sus propios demonios. Me gustaría tener siempre la paz incluso en los momentos de mayor tensión. ¿Cómo puedo creer que voy a estar bien incluso si nada sale como yo esperaba? Tiene que ser un don, no un logro. Así como la alegría es algo que se me regala, no algo que he conquistado. Puedo perder la paz si no vuelvo al lugar cada día donde se asientan los cimientos de mi vida. Allí donde puedo ser yo mismo y sentirme lleno del amor de Dios. Y es que el don de la paz va acompañado del amor de Dios en mi vida. Quiero cultivar las actitudes que me dan paz. No tomarme demasiado en serio. Reírme de mí mismo, de mis manías. Bajar las expectativas que tengo sobre las demás personas. No obsesionarme con el resultado de todas las cosas que emprendo. No buscar el éxito como única motivación de las cosas que hago. Relajarme y aprender a perder el tiempo. Hacer más silencio, orar con más hondura. Dejar que el Espíritu calme todos mis ímpetus. ¿Qué me quita la paz? ¿Qué es lo que más me inquieta? Descanso en el corazón de Dios. Él tiene la respuesta a todas mis preguntas. La alegría verdadera y plena será en el cielo pero ya puedo lograr que esa alegría aumente en mi corazón cuando confío en el poder de Dios.

Los dones me ayudan a crecer y me perfeccionan. Me sanan por dentro, me purifican. Decía el P. Kentenich que los dones «me regalan la capacidad de obedecer a las inspiraciones del Espíritu Santo -no a la razón- y seguirlas dócilmente con rapidez, constancia y heroísmo»[2]. El Espíritu me lleva a tomar decisiones en Dios y no lejos de Él. Soy hijo de Dios y vivo en el mundo, pero no soy del mundo. Cuando vivo del Espíritu me es fácil seguir las insinuaciones de Dios porque estoy muy pegado a la tierra. Entonces soy más yo mismo sin dejar de ser enteramente posesión de Dios. Es lo que resalta Pablo D´Ors al hablar de S. Charles de Foucauld: «Normalmente todos nos parecemos a alguien, pero él no se parece a nadie. Ha hecho la aventura de ser él mismo, escuchar la conciencia y obedecerla siempre. Él sufrió por su amor, fue un verdadero buscador, un enamorado incansable. Es un ejemplo de cómo la fe fue carnal, la encarnó». El Espíritu Santo con sus dones logró en este santo que fuera siempre él mismo. No quiero renunciar a mi forma de ser, a mi identidad más propia. Soy yo mismo y por eso opto por el amor. No dejo de amar desde mi verdad y amando tal como soy es como soy capaz de seguir cualquier insinuación que el Espíritu Santo ponga en mi corazón. Le pido al Espíritu que me quite todas las máscaras, que borre en mí lo que no es auténtico. Que me saque de mi pobreza. Que me eleve por encima de mis miedos. Que nunca renuncie a la verdad que Dios ha sembrado en mi corazón. Quiero ser fiel a mí mismo, a mis sueños, a mis anhelos más íntimos. Tengo claro lo que hoy escucho: «Hay diversidad de dones, pero un mismo Espíritu; hay diversidad de servicios, pero un mismo Señor; y hay diversidad de funciones, pero un mismo Dios que obra todo en todos. En cada uno se manifiesta el Espíritu para el bien común. Porque, lo mismo que el cuerpo es uno y tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, a pesar de ser muchos, son un solo cuerpo, así es también Cristo. Todos nosotros, judíos y griegos, esclavos y libres, hemos sido bautizados en un mismo Espíritu, para formar un solo cuerpo. Y todos hemos bebido de un solo Espíritu». Soy fiel a mi carisma, a mi don. A la originalidad que Dios quiere que regale a los que amo. Tal como soy es como los demás me ven. Quiero aprender a vivir tal como Dios me ha creado, desde mi verdad. El Espíritu me revela mi auténtico ser, el sentido de mi vida.



[1] Kentenich, José. Lunes por la tarde 20 (p. 186). Editorial Schoenstatt.

[2] Kentenich, José. Lunes por la tarde 20 (p. 186). Editorial Schoenstatt.

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