Homilía del padre Carlos Padilla - 9 de enero de 2022

Domingo 9 de enero de 2022 | Carlos Padilla

El Bautismo del Señor

Isaías 42,1-4.6-7; Hechos de los apóstoles 10,34-38; Lucas 3,15-16.21-22

«Yo os bautizo con agua; pero viene el que es más fuerte que yo, a quien no merezco desatarle la correa de sus sandalias. Él os bautizará con Espíritu Santo y fuego»

9 enero 2022    P. Carlos Padilla Esteban

«Cuando soy visto me siento amado. Visto en mi pobreza, en mis necesidades, incluso visto en mis defectos y debilidades. Un amor que ve y se fija en lo que yo necesito»

Me cuesta detenerme ante Jesús y simplemente mirarlo a los ojos. Quiero ver sus ojos, y en ellos ver mi propio rostro, mi imagen renovada en su interior. Quiero simplemente mirar, no querer saber, ni sentir con profundidad. Quiero aceptar la sequedad, asumir la pobreza. Quiero creer, sin tener razones suficientes, sin necesidad de comprenderlo todo. Quiero aprender a estar, sin soñar con éxitos que justifiquen mi llamada, sin nada que lograr más allá de mis fuerzas. Deseo vivir sin tener que hacer, sin tener que ir en una dirección determinada y no en otra, sin tener que lograr aquello que escapa a mis fuerzas humanas. Deseo simplemente estar, sencillamente creer en el Dios que va conmigo, a mi lado, tomándome de la mano. Sé que no es tan sencillo porque mi mirada busca otras cosas, mi corazón sueña otros sueños. Me pierdo buscando personas que justifiquen mi camino, cosas que me hagan sentir fuerte, acciones que le den sentido a mis decisiones. Busco algo que merezca la pena hacer para llenar el tiempo, algo por lo que valga la pena luchar. No me parece bastarme con quedarme callado mirándolo a Él, a María. En silencio, aguardando, contemplando. ¿Qué espero en concreto? No espero nada, mientras el tiempo pasa a mi lado dejándome tranquilo y cansado al mismo tiempo. Porque cuesta mirar, es cansado contemplar y el alma se revuelve inquieta sobre sí misma buscando escapatorias para no estar quieto. Me han enseñado a producir, a rendir, a conseguir, a alcanzar objetivos. Y no hacer nada me parece una pérdida absoluta de mi tiempo. Miro a Jesús de nuevo al caer la tarde. Son tantas las necesidades y los problemas, es tan vasta la mies, son tan pocos los obreros y tantos los miedos. El corazón está inquieto queriendo encontrar un descanso en medio de tantas luchas. Pierdo la paz y la vida en un intento arduo por encontrarme conmigo mismo, queriendo producir algo, lograr objetivos. Jesús me mira, me quiere y es paciente conmigo. Me contempla mientras yo lo miro a Él. No tengo miedo. Pero me falta paciencia en esta espera. Creo que tengo que enseñar a la gente a manejar mejor su vida. Creo que les debo respuestas y caminos posibles. Pero no le debo nada a nadie. El primero que tengo que aprender a vivir soy yo. Pero mi misión no es solo esa, es mucho más grande. Quiero mostrarles cómo acercarse más a Dios, cómo mirarlo. Quizás muchos estén más cerca de Dios que yo mismo. Otros no. A esos quiero animarlos a saltar al mar, a navegar más hondo dentro de su alma, aún sin saber nadar. Pero primero tengo que vencer yo mis propias resistencias, si no lo hago, ¿qué autoridad moral tendría? Hoy importa lo auténtico, lo verdadero. El corazón desea conocer personas auténticas y veraces. ¿Y si ven todas mis inconsistencias? Tendrán que verlas. Necesitan verlas para entender que soy sólo un cauce, un vitral, un trasparente de un Dios que ama en lo humano. No pasa nada por reconocerme pequeño dejando ver mis miserias. Yo también estoy en el mismo camino, recorriendo sus mismas etapas, sufriendo sus mismos fracasos. En ese mismo camino, en ese mismo mar. No necesito saber muchas cosas. No hace falta que posea todas las respuestas a esos interrogantes continuos con los que se acercan, confundidos y nerviosos. Ya no pretendo estar siempre bien. Es imposible. No quiero responder a todo con lo correcto. Me equivoco una y otra vez. Sólo quiero estar con Jesús mirándolo a los ojos. Es lo que de verdad importa, lo que vale la pena, lo que cuenta. Aunque Jesús no me resuelva todas las preguntas. Aunque no sepa decirme por dónde exactamente irá mi camino. Poco importa. Basta con confiar en Él. Como esos niños aferrados a la mano de su madre, de su padre. Creen y esperan y no se sueltan, tienen miedo. Así yo mismo asido a la mano de Jesús en medio de tantas turbulencias e inquietudes. La vida es compleja. Y las preocupaciones son muchas más de las que yo mismo puedo vislumbrar. No tengo la respuesta adecuada para ninguna inquietud. Simplemente sé quedarme quieto, en paz, aguardando, mirando. Vendrá el ángel, eso espero. O esa paloma a posarse dentro de mi alma trayendo la paz. Cuando Dios quiera, no son mis tiempos, ni mis metas. Él sabe qué es lo importante y lo que no cuenta tanto. Yo suelo confundirme siempre al establecer mis prioridades. Las suyas son las que valen, las que cuentan. Su tiempo es el que necesito. Y también sus medidas.

Soñar es la actitud propia del corazón joven que tiene ganas de vivir, de viajar, de crecer, de reír. Es el deseo que brota en el alma que no se conforma con lo que ahora posee, con lo que ya ha vivido, con lo que ha alcanzado. Quiere más, ansía más. Soñar es pensar que mi vida puede ser mejor, más bella, más honda, más grande. Soñar es dejar que el corazón se escape en un vuelo a las alturas y divise paisajes jamás imaginados. Desde lo más alto los problemas son más pequeños y lo que me preocupa de cerca, de lejos deja de agobiarme. Soñar es ver la realidad como es y darle un sí lleno de paz y esperanza. Pero no basta con eso. Asumir lo que hay no me libera de desear algo más. El corazón permanece insatisfecho hasta el cielo. Aún así me tocan las palabras que leía: «-Quizá no fuera consciente de lo que tenía. —Ninguno de nosotros lo es, cariño, hasta que lo pierde. He aprendido que el secreto de la felicidad es intentar vivir el momento»[1]. Soñar es saber que mi futuro es hoy y nada podrá quitarme la sonrisa, ningún miedo, ninguna amenaza. Tengo claro que nunca el temor ante lo que pueda ocurrir, ante el futuro incierto que se dibuja ante mí cada mañana, podrá llenarme de amargura. Soñar es confiar en un Dios que es capaz de cambiarlo todo y llenar de colores mi tarde gris. Soñar es levantarme cada mañana dispuesto a vivir con pasión las horas que tengo ante mis ojos. Vivir en presente cada hora, sin angustiarme por el día próximo que se escapa a mi control. Soñar es mirarte y ver en ti una belleza escondida que tú no logras ver. Soñar es mirar a Jesús a los ojos y ver en Él mi propia belleza, esa misma que yo no logro ver en mí. Soñar es vestirme de luz en medio de la oscuridad de noticias malas, riendo a carcajadas por cosas pequeñas de cada día. Soñar es creer que será posible lo imposible, así me lo enseñó María. Y hay tantas cosas que me parecen imposibles, que esa fe me falta, hoy se la pido a Dios, para seguir soñando y creyendo. Soñar es abrir los brazos dispuesto a acoger al que venga, sin cerrarlos por miedo a las complicaciones que los afectos siempre traen. Ese abrazo que sostiene y cobija, reconoce y perdona. Ese abrazo que no sé dar tan a menudo, me faltan las fuerzas, me sobra el pudor. Soñar es comenzar a construir un mundo nuevo trabajando esa piedra que tengo entre mis manos. En esa sola piedra no logro ver el final pero ya lo sueño, lo deseo y lo amo. Lo veo escondido en sus toscos rasgos, en su pequeñez veo ya la catedral. Tengo la capacidad de soñar con lo que no veo, no toco, no poseo. Por eso decido una vez más, siempre de nuevo, que no estoy dispuesto a sobrevivir en esta vida que Dios me regala. La viviré en plenitud con los límites propios de mi alma. Quiero vivir cada día de mi vida como si fuera el único, el último. Quiero soñar con tierras lejanas que aún no conozco y tal vez nunca vea, quién sabe. Sueño con tesoros escondidos en lugares preciosos que aún no he pisado. Quiero soñar con atardeceres desde un acantilado mirando al sol hundirse entre las aguas. No sueño con una vida que no sea la mía, sino con mi misma vida pero a otra altura, con otros colores y otra fuerza. Sueño con un paso firme en medio de las aguas turbulentas, o en mi mar tranquilo. No sueño con éxitos y logros, con triunfos y victorias que me aseguren la felicidad buscada. Sé que no es eso lo que me hará más feliz, lo he comprobado en medio de éxitos que pasan y se olvidan. Por eso sueño con levantarme cada mañana enamorado de la vida, de las personas, de los ideales que se dibujan en colores ante mis ojos. Sueño con abrazar sin vergüenza, sin retener a nadie. Sueño con una paz que no poseo y que anhelo, una paz que calme mis ansias y apacigüe mis miedos. Una paz contagiosa que calme mi entorno, hay tantas almas inquietas. Sueño con dar la vida sin vivir guardándola por miedo a perderlo todo. Sueño con ser sincero en todo lo que digo, amo o siento. Sueño con un bosque inmenso lleno de robles y hojas caídas. Sueño con un mar de girasoles vueltos al sol buscando la vida. Sueño con el perdón que no sé dar y que muchas veces yo mismo mendigo. Ese perdón que me sana por dentro y me libera. Ese perdón inmerecido, porque nadie merece la misericordia, es un don que se recibe sin tener que hacer méritos. Sueño con una libertad interior que se me escapa en medio de tantas cadenas que yo mismo he forjado. Sueño con una alegría honda que nada ni nadie pueda enturbiar. Sueño con ser veraz en todo lo que vivo. Sueño con caminar montaña arriba y bajar corriendo sin tenerle miedo al cansancio ni al dolor. Sueño con días sin términos, con noches llenas de paz, con conversaciones profundas, con lecturas que me enseñen una manera nueva de enfrentar la vida. Sueño con amaneceres rojos y otros tantos atardeceres. Sueño con miradas que no juzguen, más bien acepten, perdonen, consuelen, alegren. Sueño con miradas sinceras que construyan un mundo nuevo. Con nuevas formas y maneras. Sueño con cambiar las almas malas para que se vuelvan buenas. Y con lograr que el amor venza siempre al odio. Sueño con un sol fuerte que ilumine mi vida y llene de calor el alma. Sólo sueño, siempre sueño con una vida más honda, más de Dios, más verdadera.

Los caminos siempre se inician llenos de incertidumbre. Cuesta más dar el primer paso que los siguientes, como leía el otro día: «Puede que la parte más difícil del viaje fuera tomar la decisión de emprenderlo»[2]. Partir cuesta. Dejar algo atrás. No llevar todo conmigo porque todo pesa y no logro cargarlo en el camino. Me desprendo de lo que me ha pesado a lo largo de los meses. Esas cruces que han sido dolores y pérdidas, ausencias y rencores. Todo eso me vuelve pesado. ¿Cómo logro dejarlo atrás? Cuanto más lo intento más me persigue su recuerdo. Como si no quisieran dejarme ir. Me retienen en celdas oscuras desde donde no logro ver la luz. Al iniciar mi camino abro los postigos, rompo las ventanas, destrozo las cadenas e imploro una gracia que sea como un fogonazo que acabe con mis tinieblas y tristezas. Inicio un nuevo camino en este nuevo año. Estreno el día. Acaricio las nuevas horas. Todo tan limpio, aún el pecado del hombre no ha logrado manchar nada. Pronto vendrá a poner su nota negra, a dejar su huella triste. Y aquí estoy yo también en medio de las montañas abriéndome un camino. El de Dios que es más seguro. Obedecer sus voces es lo que me sostiene. Saber que el peregrino sabe la meta y no conoce bien las posadas que encontrará en su devenir por tierras extrañas. Así es la vida siempre. No me acostumbro a lo desconocido queriendo hacer rutina de lo nuevo. Queriendo tomar posesión en lugares extraños. Queriendo hacer que mi vida sea bendita. Me gustan las palabras con las que Dios me bendice al comenzar el año, mi nuevo camino: «El Señor te bendiga y te guarde. El Señor haga resplandecer su rostro sobre ti y te conceda lo que pides, vuelva hacia ti su rostro y te conceda la paz». Me pongo a caminar y veo su rostro. Pero no siempre lo veo en mis hermanos. En ellos veo competidores, molestias, problemas. En lugar de ver a Jesús que me pide agua al borde del camino. Quiero aprender a vivir así el camino, sin prisas, sin correr. Me detendré de vez en cuando a la vera del camino para ver pasar a otros peregrinos. Les preguntaré qué sienten, qué les pasa, por qué lloran. Puede que no me digan nada y sólo sonrían, no lo sé. Puede que me retengan parado tanto tiempo. Y yo sólo quería saber cómo estaban. Pero entonces el camino se detiene por ellos. O es que quizás ellos son el camino. Y Dios está haciendo resplandecer su rostro en ellos. Lo veo lleno de luz en sus rostros que lloran y piden al cielo misericordia. Como yo mismo. No caminaré tan rápido como para que no pueda verlos. No me obsesionaré tanto con llegar que deje de vivir el camino. Sí, es sagrado mi camino, es el camino por el que Dios pasa, lo estoy viendo, no quiero perderme su visita. Quiero que Jesús me guarde en el camino cuando vengan las tormentas y el frío. Cuando todo parezca confuso, incluso cuando cierren el camino que conozco. También entonces aprenderé que el camino es la vida. No es sólo algo que hay que pasar para llegar a la meta. Yo tengo que hacer visible la meta en el camino, el cielo en la tierra, a Dios entre los hombres. La meta es importante, pero las horas que paso caminando en mi vida son un don de Dios. Y quiero vivirlas con alegrías. Ya escucho con frecuencia demasiadas quejas. No quiero quejarme, ni exigir nada. Hallaré agua cuando llegue el momento. Encontraré comida cuando Dios se detenga señalando el lugar de mi descanso. No quiero tomarme demasiado en serio, siempre me pasa. Le doy mucho valor a mis sentimientos, a mi sensibilidad, a mis dolores y problemas. Eso no es lo importante en el camino. Yo no soy el centro, lo es Jesús, y su rostro que se me hace visible cuando más lo necesito, cuando más solo y perdido me encuentro. Cuando nada sale como tenía previsto y los miedos se apoderan de mi corazón. En esos momentos su bendición viene sobre mí y me sostiene. Me bendice Dios, habla bien de mí, me susurra al oído alabanzas y me hace ver en mi interior un tesoro escondido que yo desconocía. Así es el Dios que me ama con locura y lo deja todo para venir a buscarme por el camino, cuando me alejo. Me pide que le espere para caminar a su lado. Y entonces me pregunta: «¿Qué te preocupa? ¿Por qué tienes miedo?». su voz retumba en mi interior llenándome de esperanza. A Dios le importo. Más que nada en este mundo le importa que esté bien, feliz, tranquilo, sin miedos y me sienta cobijado en su regazo. Entonces me quedo en paz y sigo mi camino. Con los ojos abiertos. Para no tropezar, para no desviarme. Hay señales sutiles que me indican por donde ir. A veces me confundo y no sé interpretarlas. Creo que es otra dirección y recorro horas en vano. Para luego tener que dar la vuelta. Tendré que estar más atento. El oído en el corazón de Dios y mi mano en el pulso del tiempo. Así me lo enseñaron. Pero luego el mundo y sus ruidos y voces me distraen, me sacan de mi núcleo, de mi silencio. Y sigo mi camino. Escuchando a Dios callado. Sin querer aferrarme a mis decisiones. Sin tenerlo todo demasiado claro. Escuchando a los que me aconsejan. Abriéndome al rostro de Dios en los heridos. Tranquilo y seguro porque su abrazo sigue fuerte en mi espalda. Es así, ya nada temo.

Hoy Jesús se sabe profundamente amado por su Padre. Una afirmación que queda grabada en el aire. Un misterio que se revela como una epifanía para todos los presentes. El corazón se alegra: «Tú eres mi Hijo, el amado; en ti me complazco». Al mismo Jesús se le desvela el misterio de su vida. Para eso ha venido a los hombres en su carne mortal. Para manifestar un amor inmenso de Dios. Para sufrir con ellos amándolos hasta el extremo. Un amor que desciende para abrazar al Hijo del hombre. Un amor único que ser rompe en los brazos de Jesús. Es el Hijo amado, el predilecto. ¿Cuántas veces me ha dicho alguien que me ama? ¿Me acuerdo del día, de la hora, de ese momento que me cambió para siempre? No siempre recuerdo esas afirmaciones. A veces pienso que lo dicen por decir. Que no lo sienten tanto en su corazón. ¿Cuántas veces me dijo mi madre siendo niño que me amaba? ¿Cuántas veces lo hizo mi padre? Tiendo a olvidarlo. Quedaron quizás más grabados los gritos y los castigos. A veces yo mismo no les digo a quienes amo que los amo. Por pudor, o porque en ese momento no lo siento con tanta fuerza. Como si el amor para que existiera tuviera que estar lleno de sentimiento. Quiero querer se convierte en un hábito en el alma. El deseo del corazón que se hace fuerte en la decisión de la voluntad. Quiero querer, quiero amar. Y doy mi sí de nuevo conmovido. O escucho esa declaración de amor de los que están a mi lado, caminando conmigo. Saberme amado por los míos es lo que me sostiene. Saberme amado por alguien. Y cuando no esté ya a mi lado recordar tantas veces en las que me dijo con palabras o con gestos que me amaba. El hijo amado, el niño amado, la persona más amada. Tengo en el corazón el deseo de ser preferido sobre otros. Es algo innato en el alma. Quiero que me prefieran, que me elijan, que opten por mí. y cuando no sucede, cuando no lo hacen, sufro. El corazón se amarga porque casi que pretende exigir el amor. Que me elijan a mí por encima de otros. Que hablen mejor de mí que de otros. Que opten por mí dejando fuera a otros. ¡Qué pequeño es mi corazón! Cuando no escucho ni recuerdo esa frase en mi corazón, esas palabras dichas por labios humanos, me convierto en un indigente de amor. Y quiero llenar el vacío que siento dentro del alma. Que el mundo me ame. Que me lo digan cientos, miles. Que nadie deje de amarme como yo espero y deseo. Ese amor incondicional es lo que anhelo siempre. Porque el amor condicionado a mi comportamiento me estresa. Nunca creo estar a la altura. Nunca me sé amado de forma incondicional. Siempre puedo hacer algo mal, fallar, no llegar, no tocar las alturas esperadas, la dignidad exigida. Entonces el corazón se seca y se enturbia el ánimo. Y las cosas dejan de ser tan bonitas como uno espera. Ya no todo me parece bien y guardo rencores. Busco entonces que otros compensen mi herida de amor. ¿Cómo se hace? ¿Cómo logro sanar esa herida por la que estoy roto? ¿Dónde puede Dios sanarme por dentro con su declaración de amor? Dios me ama de esa forma como hoy escucho. Y me lo ha dicho de muchas formas. Pero yo no escucho. Si no logro sentir el amor en carne humana, ¿cómo podré tocar el amor divino, ese amor que no veo, no siento y no palpo? Jesús vivió en Nazaret un amor humano inmenso. El amor de María, el amor de José. Ese amor único humano. Y su corazón se fue abriendo al amor de Dios. Eso es verdad. Dios se hace presente en mi familia humana, en esos primeros lazos humanos que me permitieron salir a flote. Ese sostén familiar en el que crecí sintiéndome especial y único. ¡Qué importante es mi familia para formar mi corazón humano! «Afecto incondicional acerca de nuestra persona, independientemente de nuestros defectos. La autoestima mejora cuando me siento escuchado, porque al sentirme escuchado me siento más conectado conmigo y entonces puedo saber cuáles son mis sentimientos, al conocerlos puedo darme cuenta de lo que quiero y comportarme auténticamente»[3]. El amor implica reconocimiento y escucha. Alguien que me abre su corazón y se abre a lo que yo llevo dentro. San Agustín decía en relación con el Buen Samaritano: «Donde hay amor, allí hay ojos que ven». Me gustó esa definición. El amor son ojos que ven. El desprecio son ojos que olvidan, que se cierran, que no ven, que no acogen. Cuando soy visto me siento amado. Visto en mi pobreza, en mis necesidades, incluso visto en mis defectos y debilidades. Un amor que ve y pasa por alto muchas cosas. Un amor que se fija en lo que yo necesito. Las mayores heridas vienen de esos primeros años, cuando me abrí y fui rechazado, cuando no me eligieron, cuando no fui visto, cuando me abandonaron, cuando no me escucharon o al menos yo sentí todo eso aún sin ser la intención de mi familia. Me sentí solo, pobre, rechazado, no querido, no valorado, no respetado. Ese vacío me turbó el ánimo y me hizo pensar que con Dios sería lo mismo. Porque el amor de Dios me llega a través de esos lazos humanos que Dios tiende hacia mí. Son los más cercanos, mi familia, los míos, mis padres, mis hermanos los que me dijeron si yo era o no merecedor de amor. Me hicieron sentir amado hiciera lo que hiciera o sólo amado si cumplía con ciertas expectativas.

Por eso hoy repito esta frase que Jesús escuchó ese día en el Jordán. Y pienso que Dios me quiere mucho, tanto como hoy le dice a Jesús su Padre. O creo que debe ser así pero no siempre lo siento. Su amor es incondicional, lo sé, único, inmenso e infinito. Me lo han contado. Sé que no depende de mis buenos modales y actitudes, no depende de mi virtud probada, no depende de mi fidelidad a prueba de accidentes y caídas. No depende de que lo haga todo bien y el mundo apruebe mi conducta. Tengo claro que si pienso que el amor que recibo depende del amor que doy, de las cosas que hago, me acabaré enfermando. Tal vez por eso me enfermo a veces, y hay tantas personas enfermas y rotas a mi alrededor. O vivo estresado y con angustia pensando en perder ese amor prometido, o camino sin paz y con la mirada triste porque no me siento amado. Cuando creo que para ser amado he de merecerlo las cosas no me resultan como yo quiero. El pecado en mi interior es evidente y se repite una y otra vez. Esa fidelidad que busco no siempre la alcanzo y caigo atemorizado por el miedo a la reacción de Dios. La soledad me duele y rasga el alma. Y siento que no puedo amar como quisiera, soy tan inmaduro. No logro romper la barrera que me separa de mis hermanos. Porque muchas veces he sido amado de forma condicionada y no logro amar bien. He sentido que yo debía amar de la misma forma, de forma condicionada y así lo hago. Si se portan bien conmigo, si me tratan con dulzura, si son fieles a lo que les pido, entonces los amo. Si hacen lo que les mando, son mis amigos. Si son como yo esperaba de ellos, sonrío. Amo condicionando mi amor a sus actitudes. No recibirán mi amor si no veo un comportamiento que los haga merecedores de mi magnanimidad. Y me construyo un Dios juez que todo lo ve y todo lo condena. No veo al Dios misericordioso del que me habla hoy Jesús. Un Dios que ama con locura al hombre. El amor a su Hijo es el mismo amor que a mí me tiene. ¿Me lo creo? No siempre. Se me olvida ese amor de Dios. Decía el P. Kentenich: «El amor de Dios es la ley fundamental del mundo. Esta ley no sólo tiene una importancia teórica sino también una importancia práctica muy honda. Quien se afirme realmente con toda el alma sobre el terreno de esta ley, tendrá la base desde la cual modelar, entender y formar su vida»[4]. Si creo en el amor de Dios todo cambia. Si creo que su amor gobierna mi vida me sentiré tranquilo y en paz. Su amor lo puede todo. Gobierna mis pasos, decide mi camino, me asiste en mis trabajos, me abraza en mis descansos. El amor de Dios está siempre a la puerta de mi tienda esperando a entrar si le dejo y abro mi alma. Su amor me trata con ternura, como hace una madre. Dios es el amor de una madre por su hijo. El amor que desciende y se abaja sobre mí para sostenerme. El amor de Dios me salva siempre. Y es por eso, por su amor, que me siento alguien especial. Decía el P. Kentenich: «Soy un don de amor de Dios, un don especial, único. Cuanto más haya recibido de Dios, tanto más grande el don de Dios que represento. No he recibido el ser de una piedra, ni el de una planta o un animal. No; he recibido un alma espiritual»[5]. Me creo que soy hijo de Dios, creado por Él, amado en mi originalidad. Ha puesto Dios un tesoro dentro de mi alma. Me ha tejido un vestido de hijo, ha puesto un anillo en mi mano, y me ha colocado sandalias nuevas, como si fuera su hijo más amado. Lo soy. Me siento especial en su presencia. Su amor incondicional me despierta cada mañana y me salva. Me saca de mis rutinas, de mis miedos y mediocridades, de mi pecado y vuelve a creer en mí. Esa es la experiencia que quisiera tener todos los días de mi vida. Me ha salvado, me ha amado, me ha buscado. Es la experiencia de sentirme especial ante sus ojos. ¿Acaso no hay personas que me han hecho sentirme especial en algún momento de mi vida? Lo que sucede es que luego se me olvida y dejo de pensar que Dios me quiere. Me rechazan y vuelvo a pensar que sólo merezco el desprecio. Huyen de mí y creo que no soy digno de ningún amor humano y menos del de Dios. Alejo a Dios de mí al sentirme culpable y no veo su abrazo misericordioso. En este día del Bautismo vuelvo a recibir toda la fuerza del cariño de Dios. Él me hace de nuevo. Me levanta del barro. Me lleva a su pecho y me recuerda que soy un don precioso para Él y para los hombres. Esa experiencia me ayuda a construir mi vida.

El bautismo es el sacramento por el que entro en la Iglesia, experimento el amor de Dios en mi vida y siento su presencia en mi alma. Por el bautismo me hago hermano en esta Iglesia de Dios. recibo el agua y el Espíritu, soy ungido con el óleo divino. Pienso en el mismo Jesús que también fue ungido: «Me refiero a Jesús de Nazaret, ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo, que pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él». Lleno del Espíritu Santo pudo hacer milagros y liberar a los enfermos. Sanar a los caídos y alegrar a los tristes. Es lo que provoca el Espíritu Santo en mi corazón. Me abre a la vida, me llena de esperanza, rompe las amarguras y las tristezas. El Espíritu Santo es Dios que viene a mí para abrazarme y hacerme sentir su hijo especial, su hijo más amado. Y me lanza al mundo diciéndome que puedo lograrlo todo porque Él no me va a dejar solo nunca. Entonces las palabras del profeta cobran nueva fuerza en mi corazón: «Mirad a mi Siervo, a quien sostengo; mi elegido, en quien me complazco. He puesto mi espíritu sobre él, manifestará la justicia a las naciones. No gritará, no clamará, no voceará por las calles. La caña cascada no la quebrará, la mecha vacilante no la apagará. Manifestará la justicia con verdad. No vacilará ni se quebrará, hasta implantar la justicia en el país. Yo, el Señor, te he llamado en mi justicia, te cogí de la mano, te formé e hice de ti alianza de un pueblo y luz de las naciones, para que abras los ojos de los ciegos, saques a los cautivos de la cárcel, de la prisión a los que habitan en tinieblas». El bautismo me fortalece para todo lo que yo con mis pocas fuerzas no puedo hacer. Es la fuerza de su fuego la que me sostiene. Recibo el agua que me sana por dentro. Necesito el Espíritu Santo para que fluya Dios en mi corazón. Necesito su paz para pacificar mis miedos y mis luchas interiores. Imploro ese Espíritu Santo que hoy escucho que viene sobre mí. Y me enviará Dios en su fuerza, en el poder de su Palabra. Como su hijo amado. Jesús necesitó recibir el Espíritu Santo en plenitud ese día en el Jordán. Para iniciar un nuevo camino y saber por dónde tenía que caminar. Él no lo sabía todo. Iba buscando en su corazón los más leves deseos de Dios. Hacía silencio en esas noches en las que se retiraba a orar, a hablar con su Padre. Y ahí, en el silencio el Espíritu llenaba su alma de esperanza. Me gusta el Espíritu que es agua, viento, brisa suave, paz sin ruido, calma que aleja los miedos. Me apasiona ese Espíritu que es un fuego que incendia mi corazón. «Yo os bautizo con agua; pero viene el que es más fuerte que yo, a quien no merezco desatarle la correa de sus sandalias. Él os bautizará con Espíritu Santo y fuego». El fuego acaba con las impurezas. Y me muestra los caminos que puedo seguir, aquello que puedo hacer. No me fuerza a seguir ciertas sendas. No me obliga a ser de una determinada manera. No me encarcela en la rigidez de un molde. Me regala libertad de espíritu para elegir caminos nuevos. Me da la vida para florecer en medio del desierto. Me da el agua que calme mi sed de infinito. Me llena de luz para que venza las oscuridades. No sé qué me impide vivir abierto al Espíritu. Me limito, me enfrío, me endurezco y no dejo que fluya la vida desde mi interior. Deseo recibir el Espíritu Santo una y mil veces. Lograr que sane mi alma con su presencia. Creo que mis mayores tentaciones para vivir en libertad son tres. La primera es el miedo al futuro, a fracasar, a perder. El miedo me paraliza y el Espíritu lo vence haciéndome pensar que todo lo puede Dios en mí. Si Él está conmigo, ¿qué me puede faltar, qué me puede pasar? El segundo es el frío. Se me mete en el alma y no me deja creer, confiar, sentir. El frío me aleja de Dios y de los hombres. El Espíritu llega con su fuego y calienta mi corazón. Enciende mi coraje, rompe el hielo del alma. Tal vez no siempre haya sentimientos. Pero la fe en el poder de Dios me capacita para ir rompiendo los fríos a mi paso. Y por último el tercer obstáculo son mi rigidez y mis esclavitudes. Las cadenas me atan a una forma concreta de hacer las cosas. Me asustan las novedades, no asumo los riesgos. No quiero cambiar nada de lo que hago. Quiero que todo siga como es ahora. No me reinvento, no me recreo, no dejo que Dios lo haga. El Espíritu introduce en mi corazón un deseo muy grande de novedad. Quiero innovar y entregarme. Quiero romper lo rígido, lo duro en mí, las cadenas que me esclavizan. Quiero la libertad de los pájaros que emprenden su vuelo lejos de sus noches. Quiero tener un alma llena de paz y esperanza.

 



[1]Lucinda Riley, Ana Isabel Sánchez Díez, Matilde Fernández de Villavicencio, La historia de la hermana Luna

[2]Lucinda Riley, Ana Isabel Sánchez Díez, Matilde Fernández de Villavicencio, La historia de la hermana Luna

[3] Edgardo Riveros Aedo, Focusing desde el corazón y hacia el corazón

[4] Kentenich Reader Tomo 2: Estudiar al Fundador de Peter Locher, Jonathan Niehaus

[5] Herbert King Nº 3 El mundo de los vínculos personales

Comentarios
Nombre:   Procedencia:
Comentario:
Código de seguridad:   captcha
Caracteres restantes: 1000