La aventura de envejecer

Me harás conocer el camino de la vida, saciándome de gozo en tu presencia, de felicidad eterna a tu derecha (Salmo 16).   Buscar el título me ha costado. ¿Mi prejuicio? ¿O es que he ido aprendiendo que la palabra envejecer despierta rechazo, miedo? Por lo pronto no creo usarla jamás en el consultorio, sino que prudentemente digo "a medida que nos vamos haciendo mayores". Pero a medida que yo mismo "me voy haciendo mayor", o en buen español a medida que envejezco, me voy sorprendiendo que envejecer puede ser una aventura. No lo vivo como una racionalización del miedo. Como tampoco creo que racionalicen su miedo los cientos de andinistas que año tras año invaden nuestra Mendoza para atreverse al Aconcagua. Junto con todo tipo de aventureros que a lo largo de los siglos se lanzaron a través de los mares, o a los Polos, al África o a la Luna, sienten que la vida se torna más vida cuando no teme a la muerte. Recuerdo con nostalgia mi niñez. Podría pasar horas enteras describiendo los mil descubrimientos de aquella época, las mil aventuras, los mil sueños. A poco que comience a evocar recuerdos, se me humedecen los ojos y llego a preguntarme si será cierto que eso ya fue, que no volverá. En alguna ocasión he recorrido largas distancias para mostrarles a mis hijos una vieja casa, un árbol seco o una playa atestada de gente para hacerles ver a sus ojos de hoy, lo que yo aun miro con mis ojos de ayer. Y entonces me doy cuenta que es en vano insistir en traer mi pasado a su presente...

| Jorge Horacio Day (Argentina) Jorge Horacio Day (Argentina)

"La vida corre río abajo" -me decía mi padre. Crecer, seguir adelante...  Esa es la  ley inexorable. La mujer de Lot, nos relata el Génesis, intentó quebrantarla, se detuvo, miró para atrás y se convirtió en sal.

En la primera mitad de la vida, crecemos con la alegría de ir descubriendo el mundo frente a nuestros ojos. Es el mundo, en el sentido de mundano, terrenal. Ese mundo donde el horizonte está muy lejos y hay tanto por recorrer delante de nosotros. Por lo pronto esa otra mitad de la humanidad, que para nosotros son ellas y para ellas somos nosotros. El primer amor,...  y los que siguieron. La escuela, y los estudios posteriores. Los libros de piratas, de aventureros, de viajes exóticos. Países lejanos, canciones y noches de luna.

Un día y casi sin darnos cuenta, se llega al horizonte. A los límites. Se van presentando de a uno. El cansancio por acciones que antes hacíamos sin problemas. Ya no podemos correr tras la pelota como lo hacíamos. No despertamos miradas de las niñas, o peor aún, nos ceden el asiento en el ómnibus. No despertamos admiración cuando bailamos, y notamos caras de aburrimiento cuando contamos nuestras experiencias. Los problemas con la vista, o la audición, o el colesterol. "Si después de los 40 no te duele nada es porque estás muerto"- nos dicen. Esto nos lleva a preguntarnos qué nos pasa y al mirarnos en el espejo descubrimos nuestras arrugas.

Llegando al horizonte, el paisaje es muy distinto y nos desorientamos. Ya ese mundo primero que con tanta avidez descubrimos en la niñez y en la juventud, se nos escapa de las manos. Tomamos conciencia de aquellos que nos acompañaron en el colegio, o en el trabajo. ¡Cuántas bajas en las filas de antaño! La lista de fallecidos, o de enfermos se va ampliando y nos lleva a la angustia. Y la pregunta que está oculta en nuestra profundidad comienza a asomar: ¿cuándo es mi turno? ¿Para cuándo mi problema cardíaco, o ...? ¡Dios mío! ¿Y si me toca algo más grave como aquello que no me animo ni a nombrar? El mundo que transitábamos en la juventud, de alegría y de gozo se ha ido cambiando por otro con abismos, tinieblas, amenazas.

Ha llegado el momento de la gran disyuntiva: ¿cómo avanzar? La pregunta es cómo, no si quiero avanzar. Porque no hay otro camino que hacia adelante. Una opción, es la de resistir frenéticamente contra la mano invisible del tiempo que nos empuja contra nuestra voluntad. Vestirse como los jóvenes, adoptar sus modas, dietas, ejercicios extenuantes y a veces peligrosos, cirugías estéticas. Al final, todo es inútil.

La opción sabia es aceptar que somos invitados a recorrer caminos nuevos. Un país distinto y en el que si somos capaces de abrir bien nuestros ojos del alma, descubrimos que es mucho más interesante. Es el buen vino reservado para el gran gourmet.

Hacerse como niños

Hay algunas condiciones para apreciar este buen vino. Por lo pronto, recobrar el espíritu de aventura y de curiosidad. Ese espíritu que uno vez tuvimos al leer los libros de Emilio Salgari, o de Julio Verne. Nicodemo se sorprendió cuando Jesús le dijo que debía hacerse como niño. Sin miedo, dejarse tomar la mano por Aquél que nos prometió que estaría siempre con nosotros.

Dejar atrás las máscaras

"La verdad os hará libres" (Juan 8, 31).  Esta es la contraseña para entrar a este nuevo mundo. Porque en éste, es necesario que caigan las máscaras. Muchas, muchísimas cosas que valorábamos pierden su brillo. Ya no es necesario representar nada. La imagen que queríamos dar de nada sirve. Una señora ya en esta etapa de la vida le comentaba a otra: "no te preocupes por el vestido que llevarás en esa fiesta tan importante. A nuestra edad, nadie se fija en lo que tenemos puesto". ¡Sabia mujer!

De nada vale seguir invirtiendo en cosas que hacen a nuestra imagen, porque esa imagen estaba destinada a presentarnos ante el mundo. Ahora, estamos preparándonos para presentarnos ante otro público que sabe distinguir entre lo que es superficial y falso y lo que es auténtico.

Desechar los temores. "La caridad perfecta echa afuera el temor", nos dice san Juan en su primera carta,  4,18. Y después agrega: "El que cree en Él posee ya la vida eterna" (1 Ju 5,13). Este es el momento para reflexionar sobre otro texto de Juan (3,31-36) que viene justo para este tránsito de una etapa a la otra: "El que viene de lo alto está por encima de todos. El que es de la tierra pertenece a la tierra y habla de la tierra. El que vino del cielo da testimonio de lo que ha visto y oído, pero nadie recibe su testimonio. El que recibe su testimonio certifica que Dios es veraz. El que Dios envió dice las palabras de Dios, porque Dios le da el Espíritu sin medida. El Padre ama al Hijo y ha puesto todo en sus manos. El que cree en el Hijo tiene Vida eterna. El que se niega a creer en el Hijo no verá la Vida, sino que la ira de Dios pesa sobre él".

La acedia

Es también el momento de reflexionar sobre la acedia, vieja palabra que se refiere a la ceguera para el bien presente. Vivimos en un magnífico Universo. Su Creador, al terminar su obra, opinó "que esto era bueno". No nos animaríamos a contradecirlo, ¿no? Hasta ahora habíamos estado más concentrados en nosotros. En lo que sentíamos, en lo que nos gustaba, en lo que hacíamos o dejábamos de hacer. En lo que nosotros amábamos, u odiábamos. El mundo estaba allí y nosotros desde aquí tratando de modificarlo para adaptarlo a nuestros anhelos, nuestros gustos, o al menos juzgando que cosas eran buenas y cuales malas. Fundamentalmente, el mundo estaba para ser usado por nosotros.

 

Ahora es el momento para crecer en el amor al Universo, y a través de él, a su Creador. De las causas segundas a la Causa primera. "Ni el Rey Salomón se vistió con la belleza de los lirios del campo". Antes, los lujos del rey eran los que nos impresionaban. Ahora, aprendemos a admirar los lirios del campo.  Aprender a mirar todo con ojos nuevos. En una salita del edificio dedicado al Jardín de María, en Metternich, hay una frase del Padre J. Kentenich: "Debemos aprender a interpretar los signos; éste es el gran sentido de la vida".

 

El hilo rojo de la historia

Uno de los frutos de esta actitud de curiosidad recobrada es la de descubrir el hilo rojo de la historia. Hilos que en realidad son muchos y entretejen un tapiz y cuyo revés es el que nos es dado contemplar en esta vida y no así su anverso que nos está reservado para la otra. Será parte de la visión beatífica. Pero sí podemos por ahora entrever algunos trazos en la medida que observamos, aun en este reverso del tapiz, el entrecruzamiento de tales hilos.

 

Me admira y emociono cuando entro a seguir algunos recorridos con la ayuda de anécdotas de los mayores de mi familia. Algunas anotaciones en una vieja Biblia que a principios del siglo XIX la madre de un antepasado mío le entregó a su hijo cuando se largó a la aventura por estas tierras. Como se ha cruzado el hilo de mi historia personal con la de tantos amigos. Los de mis padres, los de mis hijos.

Ora et labora

Con espíritu de aventura, con curiosidad de niños en el País de las Maravillas, vamos descubriendo de nuevo las cosas viejas. Y vamos encontrando nuevas tareas en las que ponemos toda nuestra atención, todo nuestro interés. Buscarse un nuevo oficio, un nuevo hobby, un nuevo trabajo, remunerado o no. Pocas cosas más tristes que sentarse en una plaza a esperar que pase el día.

 

Los monjes de los conventos nos enseñan un método práctico para esta etapa. Realizar nuestro trabajo diario con disciplina, sin excesos que pongan en peligro nuestra salud, y sin abandonarnos a un ocio improductivo. Siempre, siempre hay algo por hacer. Aun para los impedidos físicamente. Aun el paralizado puede rezar por los otros. Nuestra generación ha sido testigo de la vida de Juan Pablo II, a quien con razón han comenzado a llamar El Grande. En el día de sus exequias, miles de jóvenes en Roma pedían y elevaban carteles "¡Santo subito!", Santo ya. Reconocían la santidad de ese hombre que recorrió su camino de la mano de María, según lo expresaba su lema Totus tuus. Y aun cuando la enfermedad iba venciendo su cuerpo y su dicción, siguió "trabajando" en enseñar de qué modo el sufrimiento, el calvario, es parte de la vida. De la vida auténtica, de la vida en abundancia.

 

Esta disciplina monasterial incluye también la oración. Agregar a la oración matinal y nocturna, los momentos diarios de oración. No es necesario llenarse de palabras. La Divina compañía no necesita largas oraciones. Basta recordar que vamos de su mano y dirigirse a ella con palabras sentidas. En mi caso, me ha sido de gran utilidad la liturgia de las horas del Hacia el Padre. Cuando recito cada estrofa de dicha liturgia me parece que fue escrita especialmente para mí y para ese momento.

 

Los guías

Nunca dejo de agradecer la cantidad de personas que me han servido de guías, y lo siguen haciendo, en este peregrinar. Los más notables figuran en lo que llamo mi Galería de héroes. Ellos están allí porque su vida entera encarna algún rasgo en especial: la audacia, la alegría, la fe en Dios, la generosidad, la profundidad de su pensamiento, la perseverancia, la humildad, la paciencia, la paternidad, la fidelidad. Pero además, en esta etapa nueva de la vida, voy aprendiendo a valorar los pequeños gestos, las pequeñas acciones, las cortas reflexiones de personas con las que me cruzo cada día. No pasa un día sin que alguien me deje una enseñanza.

 

ENVEJECER ES MADURAR

Volviendo ahora al título, habiendo perdido el miedo a la palabra envejecer, podemos mirarla nuevamente y cambiarla por madurez. El Padre Rafael Fernández dice en uno de sus libros "no es la cronología del desgaste, sino la maduración para la cosecha". Una etapa nueva, en la que el sosiego permite ir descubriendo las bendiciones de cada día y así participar del gran himno de alabanza que el Universo entona a su Creador.

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