MILAGROS DE CADA DÍA

    Una mirada distinta de las personas comunes y corrientes. Una invitación a observar cada acontecimiento de nuestras vidas como verdaderos milagros de la cotidianeidad    

| Mariana Grunefeld Mariana Grunefeld

 Ayer en la misa dominical me ubiqué bien atrás. Estando cuasi escondida me distraje observando a diferentes personas que conozco y que estaban sentados más adelante. Todos se veían muy atentos a la prédica, aunque a algunos les constaba controlar un poco más a sus hijos más chicos. Otros estaban sentados muy unidos como matrimonio y a algunos vi solos. Mientras me entretenía mirándolos escuché cómo el sacerdote hablaba de la canonización de Juan Pablo II, de Juan XXIII y de la beatificación de un sacerdote a través del milagro de un niño chileno. Milagros, pensé, pasan tantos milagros cada día. Volví a observar a mis conocidos.

 Los de más adelante eran una familia de ocho hijos se veía llena de vida. Las niñitas con sus pelos largos y los niños interrumpiendo a cada rato a sus padres secreteándoles al oído. De pronto divisé entre ellos a un niño rubio, y me acordé de su historia. Había nacido con un complicado síndrome que aún sus rasgos mostraban. Hubo que operarlo incontables veces. Ahora se lo veía feliz...también a sus padres. Terminó concelebrando en el altar y hasta me parece que recibimos de él la bendición final. Miré a la familia y me detuve en la espalda de una de las hijas, alta, flaca y bonita. Una típica adolescente pensé, pero ella tuvo un cáncer en primer año de universidad. Vinieron las quimios, quedó pelada, usó pañuelo en la cabeza, pero ahora con su eterno pelo negro y su cara sonrosada, nada parecía recordarlo.

 Mi vista se distrajo luego hacia una pareja que estaba dos bancas adelante mío. Impecablemente vestidos y tan bien parecidos. Nada indicaba que ella había sufrido una gran depresión años atrás de la que no quedaban ni rastros. Recordé que una de sus hijas había sufrido en el verano un grave accidente en lancha que la dejó en cama varios meses, que se le habían practicado delicadas cirugías, que por su precario estado se perdió el matrimonio de su hermano más querido y que había tenido que aprender a caminar y rearmarse de nuevo. Más allá ubiqué a un hombre joven apoyado en una columna. Estaba solo sin su señora e hijos. Seguramente había visto el partido de fútbol en la mañana dejando la misa para esta hora de la tarde. Su cara en paz, sus ojos claros tan atentos a la ceremonia, su sonrisa al mirarme y tratar de saludar a lo lejos, su cuidada figura, nada decía que a él se le había muerto su hija, la mayor, la regalona, la de sus desvelos, en un accidente impensado hace unos años atrás. Recuerdo cuando chica viajando al norte o pasando por Valparaíso con mis papás, mi mamá siempre comentaba sobre las casas colgando de los cerros o aisladas en medio de grandes soledades del desierto imaginando la vida de esa gente. Cómo irían a comprar el pan, en qué pasarían la tarde, cómo jugarían los niños. Y lo hacía porque ella suponía sus duras condiciones de vida, se le hacía heroico sobrevivir entre tanta adversidad. Yo me pegaba a la ventana del Peugeot rojo y me fascinaba seguir con la mirada esas casitas hasta que desaparecían como un punto en el horizonte. Ahora que han pasado los años me he dado cuenta que ese desierto solitario y adusto y esos cerros tan empinados viven con nosotros a donde estemos; que el dolor y esfuerzo por sacar adelante a una familia, a unos hijos es inmenso, quijotesco, milagroso.

 

 Si se hiciera el ejercicio en cada misa de asomarse a la ventana o a la puerta de la vida de cada uno, estoy segura de que encontraríamos cuántas historias, penas profundas, sacrificios, desvelos y encrucijadas. Y junto a ello quedaríamos con la boca abierta por el asombro frente a tantos milagros, empezando por esa capacidad humana de amar a toda costa, de entregarse hasta el último concho, de perdonar hasta que duela, de comenzar un sinfín de veces de nuevo, de confiar y hacer crecer la vida de cada hijo y de los que amamos. Y todo eso en gente que se sigue arrodillando, que reza un avemaría, y que agradece al Padre bueno por esta tierra y esta vida. Verdaderos milagros de fe, amor y esperanza. 

 

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