Retiro de Cuaresma

A veces nos viene bien detenernos y mirar nuestra vida con algo de perspectiva. Por eso nos ayuda tanto desconectar y hacer silencio aunque sólo sea por un fin de semana. Este año miramos el desierto que representa la Cuaresma. Lo hacemos para dejarnos tiempo para la reflexión, para nosotros mismos. Dejando de lado las preocupaciones. Vamos al desierto porque allí no hay distracciones.

| P. Carlos Padilla P. Carlos Padilla

Retiro Liga de familias                         

 

“Velad conmigo”                           

Tiempo de Cuaresma

A veces nos viene bien detenernos y mirar nuestra vida con algo de perspectiva. Por eso nos ayuda tanto desconectar y hacer silencio aunque sólo sea por un fin de semana. Este año miramos el desierto que representa la Cuaresma. Lo hacemos para dejarnos tiempo para la reflexión, para nosotros mismos. Dejando de lado las preocupaciones. Vamos al desierto porque allí no hay distracciones. Aunque no resulta fácil vivir en el desierto, porque nos cuesta el silencio. Allí hay soledad, calor y frío extremos. La angustia de no conocer el querer de Dios. El silencio más duro que parece hacer inútil el deseo de oír su voz. El desierto del hambre y la sed, de los deseos insatisfechos, de las búsquedas algo confusas y persistentes, del abandono. Buscamos a Dios en la soledad, a veces sin encontrarlo. En la película «Moscati, el médico de los pobres», se muestra el camino de este hombre de Dios. Moscati, médico canonizado en 1987 por Juan Pablo II, dio su vida por su amor a los pobres. Destacó por su entrega desinteresada y sin límites a los más necesitados. De esta forma fue perdiendo todo en la vida hasta no tener nada. Dejó pasar de largo todo lo que aparentemente el hombre busca en este mundo en su búsqueda de la felicidad: la fama, el poder, el dinero, el amor, una familia propia. Sin embargo, toda la vida de Moscati había consistido en amar a los que sufrían, a los abandonados, a los que vivían en soledad. Lo buscaban para hallar consuelo, en su voz recobraban el aliento, en su presencia revivían. Y luego seguían su camino. Era el ejemplo hecho vida del Buen Samaritano. Por eso, al final, cuando le hacen ver que no posee nada después de tantas oportunidades perdidas, y le preguntan que si eso era todo lo que quería, él contesta: «Sí, porque en esta nada he encontrado mi todo». En la nada que no normalmente no desea el hombre, en esa nada que nos parece el abandono más duro y terrible, este hombre santo encontró el sentido de su vida. En la soledad se encontró con Dios. En su desierto personal encontró el amor más grande. Impresiona la vida de ese médico que siguió al Señor entre los pobres, sabiendo que no podría nunca sanar a todos los enfermos del mundo, pero entendiendo que se tenía que desgastar por los que lo necesitaban. Esa nada es la que tantas veces nos asusta. Es el miedo a perder el honor o la fama, los seres queridos y nuestras seguridades. Con frecuencia pretendemos saciar los deseos insatisfechos, llevar una vida ordenada, lograr todos los objetivos, alcanzar las altas cumbres del éxito. En esos momentos nos asusta la nada del fracaso, de las oportunidades perdidas, de la soledad y del olvido. Los muertos, cuando se van, son olvidados. Nos vemos fuertes y capaces. Nosotros queremos ser memoria permanente en los hombres a los que amamos. Y perdemos la paz y las fuerzas tratando de llenar nuestra vida, de tener todo lo necesario para construir, con miedo a perder, con miedo a la nada. Hoy venimos al desierto de la oración para encontrarnos con Dios, para sumergirnos en la nada de su presencia que colma nuestra insatisfacción. En nuestra nada quisiéramos alcanzarlo todo. En nuestra soledad, buscamos tocar el amor de Dios. Un amor personal y cercano que nos llene, que le dé sentido a nuestros pasos.

Al pensar en este médico santo pensaba en tantas cosas que nos sobran en nuestra vida. Vivimos aferrados al tiempo y al mundo. Queriendo retenerlo todo, poseerlo todo. La Cuaresma es un tiempo especial para cuestionar nuestra forma de vivir, de pensar, de amar. Es un tiempo para percibir el desorden del alma, tantas pasiones confusas en el corazón y tantas cadenas que nos quitan la paz y la alegría. En la vida buscamos siempre lograr nuestros objetivos y eso es normal, de hecho es sano. Lo que no es sano es vivir sin sueños. El otro día leía: «La única forma de progresar en la vida es creer en lo que quiero, ponerle fecha de caducidad a mis deseos y trabajar por conseguirlos. Todo depende de lo que tú creas». Y es verdad. Si vivimos sin sueños, sin deseos, sin planes, sin proyectos, nos secamos y el corazón se endurece. No es posible vivir sin soñar. No obstante, muchas veces nuestros sueños se convierten en obsesiones que nos llevan a traicionar nuestros principios y dejar de lado las prioridades que hemos marcado en el camino. Moscati dejó pasar oportunidades en su vida. El prestigio y la fama pasaron por su lado, y pudo pensar en algún momento que esa oportunidad era lo que Dios le pedía. Sin embargo, optó por un camino más pobre, más oculto, menos llamativo. Optó casi sin optar, o, mejor dicho, optando por otras cosas. Optó por los pobres porque eligió dar su vida por ellos por amor. Y así, dejó pasar la posibilidad de una vida acomodada con una familia propia. Y todo porque no podía dejar de oír el grito que en su alma le recordaba que había nacido para consolar y cuidar a los más necesitados. No lograba acallar de ninguna manera esa voz interior que le dejaba siempre inquieto, siempre en búsqueda, siempre atento a cualquier llamada que lo necesitaba. No buscaba su comodidad, ni su calma interior. No pensaba en su descanso, lejos del ruido y de todos los que molestaban. No optó por el desierto, sino por el bullicio de la vida derramada por amor. Se desgastó sin tiempo para sí mismo. Curó muchas enfermedades pero no supo cuidar su salud y la enfermedad lo acabó llevando a una temprana muerte. Siguió el mensaje de Jesús, como dice Benedicto XVI: «La obra de Dios que Jesús quiere cumplir: la misión divina de curar a quien está herido y medicar a quien está enfermo, de tomar sobre sí el pecado del mundo». Eso hizo con su vida, sanar a los enfermos, preocuparse de los necesitados, sin pensar tanto en sí mismo. Al pensar en este santo, pienso en tantos santos que, como él, no han vivido buscando sus deseos, sino tratando de hacer realidad lo que Dios quería. Esa forma de vivir permite entonces encontrarlo todo en la nada. En la soledad el amor de Dios y en el abandono la cercanía de un Dios que nunca nos abandona. Puede ser que muchas veces buscamos egoístamente nuestro bienestar, nuestra comodidad, nuestro tiempo respetado y valioso. Y cerramos los oídos, para no oír.

En la película «Los miserables» hay una pregunta que resuena con fuerza: ¿Quién soy yo? Es una pregunta reiterativa en nuestra vida. Tal vez comenzamos a formularla en nuestros años de adolescencia, cuando queremos saber quiénes somos y no tenemos claro nuestro futuro. Sigue siendo una pregunta constante cada vez que nos confrontamos con nuestra vida, especialmente cuando vivimos crisis importantes. Aparece siempre de nuevo cada vez que caemos y volvemos a levantarnos, cuando una y otra vez descubrimos que no nos conocemos y buscamos con urgencia el querer de Dios. ¿Quiénes somos en realidad? ¿Qué quiere Dios de nosotros, qué espera? Son dos preguntas diferentes que van unidas. El protagonista de la película, Jean Valjean, nació en una familia pobre y perdió a sus padres siendo niño; «Su juventud se agotó con un trabajo duro y mal pagado»[1]. Pasaba mucha necesidad e intentó robar un trozo de pan para dar de comer a su hermana y sus 7 hijos. Fue ajusticiado como ladrón. La pena fue aumentando después de varios intentos frustrados de fuga. Pasó diecinueve años en prisión hasta que al fin fue liberado. Cuando salió libre, sin embargo, quedó marcado como hombre peligroso para siempre. En un documento que siempre tendría que presentar quedaba clara su condición. Era un ladrón y él mismo se veía como un ladrón. Sin embargo, él sólo había robado por necesidad un trozo de pan y ese robo había cambiado su vida para siempre. ¿Podría ahora en libertad seguir un nuevo camino? Estaba marcado como maldito. Llevaba la marca de la condena en ese documento que lo declaraba peligroso. Todos lo rechazaban. No encuentra entonces misericordia. Se desespera lleno de odio. Odia al mundo. Hasta que una noche recibe una misericordia inesperada, la del obispo de Digne, que lo mira de forma diferente. Él lo trató como a un hermano y lo acogió en su casa cuando todos lo habían rechazado.

El obispo acogió a un hombre peligroso sin preguntarle en ningún momento por su pasado. Sin tratar de corregirle ni amonestarle. Sin pretender que cambiara su vida y su comportamiento. Así describe su hermana la actitud del obispo: «Pensaba que este hombre tenía tan presente su miseria en el espíritu, que debía hacerle creer, aunque fuera más que por un momento, que era un hombre como otro cualquiera. La piedad más grande, ¿no consiste, cuando un hombre tiene un sitio dolorido, en no tocar ese sitio?»[2]. Impresiona la misericordia de ese obispo que lo acogió en su casa sin tocar su herida, sin querer que cambiara de vida, cuando todavía no lo conocía. Hay abrazos que cambian el rumbo de nuestra vida. Nosotros acogemos y abrazamos pero muchas veces exigimos un cambio como contrapartida. La misericordia del obispo, por el contrario, no tiene medida y no exige: «Ésta no es mi casa, es la de Jesucristo. Esta puerta no pregunta al que entra por ella si tiene un nombre, sino si tiene algún dolor. Padecéis, tenéis sed y hambre, pues sed bienvenido. Aquí está en su casa el que precisa un asilo»[3]. Al obispo no le importaba el pasado de Jean Valjean. A nosotros siempre nos importa el pasado de las personas. Y muchas veces pretendemos amonestarlas y exigimos que cambien su forma de actuar cuando no nos parece la correcta. Nos importa si son de fiar o no lo son y rápidamente caemos en encasillarlas de acuerdo a sus títulos y capacidades. Hay personas que clasifican a los demás en una doble categoría, las que alguna vez les han fallado y las que no les han fallado nunca. Las que han fallado no son dignas de confianza. Las otras siempre están bajo la mira, por si un día fallan. Y siempre esperan de ellos fidelidad. Sin embargo, la misericordia del obispo nos desconcierta. Acogió al fugitivo sin preguntas. Nosotros no acogemos así. Desconfiamos de las intenciones. Encasillamos fácilmente y juzgamos. El robo del pan marcó la vida de ese hombre fugitivo. El abrazo del obispo volvió a marcar su vida para siempre. Hay acciones que marcan nuestra vida y la de los otros, para bien o para mal. Y a veces no les damos importancia a los gestos, palabras y momentos que pasan rápidamente. Son ocasiones perdidas o aprovechadas. ¿Quiénes somos? Es la pregunta que atraviesa esta obra y recorre nuestra vida. Somos lo que somos por lo que hicimos, por las decisiones tomadas, por el camino seguido. Pero, ¿quiénes somos delante de Dios? Somos hijos amados ante sus ojos, siempre amados, siempre esperados. Desnudos ante Él, sin nada que ofrecer, sin que nos pregunte, esperamos su abrazo. Con las manos vacías o llenas. Todo da igual. ¿Quiénes somos para Él? El corazón busca en Dios respuestas. Muchas veces sólo encuentra silencios.

Venimos al retiro, como cada vez que venimos al silencio, buscando respuestas. ¿Qué quiere de nosotros? ¿Qué espera? ¿Quiénes somos? Somos sus hijos. Somos los hijos amados de Dios. Quisiéramos descifrar nuestra historia desvelando quiénes somos. Me sorprende encontrar personas que, después de un largo camino recorrido, después de una larga vida, siguen sin saber quiénes son en realidad. Tienen títulos y creen entender su historia, pero no la comprenden. Han puesto las prioridades en el lugar equivocado, le han dado importancia a cosas sin valor. No saben entender los gritos del alma. No logran descifrar sus miedos y alegrías. Por eso hoy, en un grito lleno de esperanza, le preguntamos a Dios: ¿Quién soy yo? Soy el mismo por el que Cristo dio la vida por amor. Nuestros actos son importantes, pero no decisivos. Siempre podemos volver a comenzar. Es cierto que, como el trozo de pan robado por Jean Valjean, nuestras decisiones pueden marcar nuestra vida y hacer que todo sea triste. Ese hombre vivía en la oscuridad: «Estaba en las tinieblas. Puede decirse que odiaba todo lo que pudiera haber delante de él. Vivía en esta sombra, a tientas, como un ciego»[4]. Había recibido un castigo excesivo por un trozo de pan y maldecía a un mundo tan injusto. Sin embargo, no es cierto que estemos condenados a repetir una y otra vez nuestros actos de maldad. No estamos condenados a hacer siempre el mal. El policía que durante la película persigue a Jean Valjean para que pague su deuda, está convencido de lo contrario. Cree que si uno ha caído una vez, caerá siempre de nuevo. No hay misericordia que logre hacer cambiar el corazón del hombre que hace el mal. No hay perdón ni posibilidad de una nueva vida. O pecamos siempre o no pecamos nunca. El ladrón siempre vuelve a robar. No hay términos medios ni medias tintas. Sin embargo, en la respuesta a la pregunta existencial, no hay una sola respuesta: « ¿Puede el corazón hacerse deforme y contraer defectos y enfermedades incurables bajo la presión de una desgracia desproporcionada? ¿No hay en el alma humana una primera chispa, un elemento divino, incorruptible en este mundo, inmortal en el otro, que el bien puede desarrollar, encender, hacer brillar y que el mal no puede nunca apagar?»[5] La misericordia de Dios sí lo puede cambiar todo y encender esa chispa en el alma del hombre que se sentía perdido. Un abrazo, un perdón, pueden encender la luz en el alma y cambiar nuestra vida. Hace falta fe para creer en ello.

Jean Valjean, sin embargo, después de haber sido abrazado por el obispo, volvió a robar, volvió a caer. Había experimentado el amor de Dios en un abrazo pero no fue suficiente. Esa misma noche se fue de la casa del obispo sin despedirse y se llevó sus cubiertos de plata. Estaba demasiado herido, era demasiado pobre, para cambiar tan rápidamente. Tenía demasiado odio en el alma y volvió a robar. Parecía cierto entonces que no había salvación para él. Siempre volvería a robar, no había salida. A veces pensamos así nosotros. Miramos las caídas de los demás y no somos capaces de creer en un cambio. Y cuando caen de nuevo asentimos con suficiencia, como diciendo: «Yo tenía razón». Miramos también nuestra propia vida con sus heridas y tampoco vemos una salida airosa. Siempre volveremos a ser los mismos. No hay salida. No es posible la conversión, nunca cambiaremos. A la mañana siguiente, la policía detuvo al ladrón y lo robado y lo llevaron ante el obispo. Ocurrió entonces algo nuevo, tuvo lugar una segunda oportunidad. El obispo trató al ladrón como a un amigo, excusándolo y pidiendo que lo liberaran porque era su amigo y había sido él el que le había regalado la plata. Además le dijo a él que se había olvidado lo más valioso y le entregó dos candelabros de plata. Entonces lo dejó en libertad diciéndole: «Recuerda bien hermano, nada ocurre sin razón, Dios te ofrece un gran regalo ven y encuentra tu perdón. Por la sangre de los justos, por la muerte de Jesús, Dios te va a sacar del pozo, hoy tu alma ya es de Dios». Le dijo que su alma le pertenecía a Dios: «Hermano mío, vos no pertenecéis al mal sino al bien. Yo compro vuestra alma. Yo la libro de las negras ideas y del espíritu de perdición y la consagro a Dios»[6]. El perdón parece excesivo, supera la capacidad de recibir del que ha pecado y sólo ha recibido odio en la vida. No sólo recibe el perdón, sino que además se le entrega más de lo que ha robado, añade dos candelabros de plata. Es algo ilógico e incomprensible. ¿Somos nosotros capaces de mirar así al que nos ha herido con sus palabras o sus obras? Jean Valjean no logra entender esa misericordia injustificada. Cada caída suya en la vida trajo como consecuencia un castigo aún mayor. Nunca conoció el perdón. Por eso, una vez solo, se enfrenta a Dios. Y exclama en su corazón: «Soy un miserable». Comprende entonces, al recibir tanto amor y misericordia, que sí que puede haber otro camino para él, que sí que tiene una segunda oportunidad, que puede cambiar su destino si él así lo decide. Nosotros somos semejantes al protagonista, a este miserable lleno de dolor en su enfrentamiento con Dios: «Compró mi alma para Dios. Al mundo quiero hacer pagar el mismo precio que pagué. Sólo quiero vengar ese pan que robé. Para eso he vivido, es mi única fe. Mintió por mí, ¿por qué razón? Prefirió dejarme libre. Mi corazón es hoy mejor. ¿Habrá un camino para mí? Ya no sé ni dónde estoy. Siento vértigo al mirar mi pecado sin perdón. Hoy ha muerto Jean Valjean. Aquí termina su canción». Cuando recibimos misericordia, cuando experimentamos el perdón en nuestra vida y se abre la esperanza, nos sentimos sobrepasados: «Examinó su vida y le pareció horrorosa. Examinó su alma y le pareció horrible. Sin embargo, sobre su vida y su alma se extendía una suave claridad»[7]. Miramos nuestra debilidad y nos somos capaces de comprender el porqué de tanto amor. Dudamos, por nuestra debilidad, del perdón de Dios. Porque muchas veces no somos nosotros capaces de dar perdón a otros y exigimos justicia. Buscamos el pago por el mal causado. Y no una misericordia que no pida cuentas. No lo entendemos. Pero así actúa Dios en nuestra vida. Por eso surge de nuevo la esperanza ante la pregunta que siempre nos acompaña: ¿Quién soy yo? Sí, podemos cambiar, podemos volver a empezar, podemos hacer el bien. Somos amados de Dios. Eso basta.

Esta pregunta primera sobre nuestra identidad personal nos lleva a profundizar entonces en nuestra vida sin dejar pasar el tiempo sobre otras preguntas igual de importantes. Saber que somos hijos de Dios, que su misericordia supera nuestras expectativas, es lo más grande que nos puede suceder. Nos sabemos miserables, conocemos nuestro pecado y el mal que provocan nuestras acciones. Nos sabemos débiles e infieles. Pero la misericordia de Dios supera nuestra expectativa. El perdón de Dios nos levanta. Es la experiencia que cambia nuestra vida para siempre. Es cierto que, cuando descubrimos el amor de Dios, empezamos a comprender que valemos no por lo que hacemos o tenemos sino por nuestra condición de niños en las manos de Dios. Cuando nos experimentamos débiles recibimos la misericordia de Dios. Decía el P. Kentenich: «La bondad de Dios no podía oponer resistencia a la debilidad reconocida y aceptada de sus hijos»[8]. Es la misericordia de Dios que nos abraza cuando nos sentimos despreciables. Nos levanta en nuestra caída y nos dignifica. Es así que entonces comienza un nuevo camino. Por eso siempre de nuevo nos preguntamos: ¿Qué más podemos hacer por los hombres? ¿Dónde nos querrá llevar Dios a regalar su misericordia? ¿Estamos haciendo todo el bien que podemos hacer? ¿Quién espera nuestro abrazo, nuestro perdón? ¿Estamos amando con toda nuestra vida, con nuestros gestos y palabras a todos los hombres? El sabernos amados de Dios, elegidos por misericordia exige un cambio de vida. Es la conversión que la gracia provoca en nosotros. Sólo el amor transforma el corazón del hombre. Cuando amamos estamos cambiando el mundo al cambiar los corazones que experimentan nuestro amor. Un gesto de amor puede cambiar muchas vidas. El efecto en cadena provocado por el amor es incalculable.

Hace falta mucha fe para creer en los cambios, para mirar nuestra vida y creer que Dios puede hacer todo nuevo. Nuestra fe se enfría fácilmente cuando descuidamos lo importante en nuestra vida, cuando dejamos de mirar a Cristo, cuando no valoramos lo importante que es lograr que Dios haga sagrado y santo nuestro corazón inquieto. Leía el otro día algo fundamental: «Lo que en realidad tengo que hacer es descubrir en mí el espacio en el que Dios está presente, ese espacio al que no tienen acceso ni estos problemas ni estos sentimientos. Pues yo sé que todas las pasiones con las que tengo que luchar al final no tienen ningún poder sobre mí. En lugar de reprimirlas, lo que tengo que hacer es relativizarlas. Y entonces ya no me podrán condicionar. Pues sé que ahí, donde Dios me habita, nada tiene poder sobre mí. Y por tanto puedo ser suave y benigno conmigo mismo»[9]. Sin silencio, sin paz en el alma, sin desierto en el que descansar, sin experimentar la nada en algún momento del camino, no es posible encontrarnos con Dios. Él tiene que tener poder sobre nosotros. Más poder que el mundo para decidir nuestras prioridades, más poder para eliminar esas preocupaciones que tantas veces nos quitan la paz. Cuando pierde Dios su poder sobre nosotros es cuando se lo damos a otras personas, o a otras realidades en nuestra vida que nos parecen fundamentales, al mundo. Pero hace falta mucha fe para dejar que Dios tenga poder y gobierne nuestro caminar. Mucha libertad interior para dejar que él nos lleve. Hace falta un salto de fe muy grande para dejarnos conducir por Él. Este año vivimos el año de la fe y queremos pedir la verdadera conversión al comenzar la Cuaresma. «Jesús, auméntanos la fe», clamamos. Decía Benedicto XVI: «El Año de la fe es una invitación a una auténtica y renovada conversión al Señor, único Salvador del mundo. Dios, en el misterio de su muerte y resurrección, ha revelado en plenitud el Amor que salva y llama a los hombres a la conversión de vida. Gracias a la fe esta vida nueva plasma toda la existencia humana con la novedad radical de la resurrección. Los afectos, la mentalidad y el comportamiento del hombres se purifican y transforman lentamente»[10]. Es una invitación a mirar a Cristo, a poner en él la confianza perdida. Queremos mirarlo y entregarnos a él y así ser transformados en su gracia. La fe nos hace caminar con fortaleza en medio de la debilidad, en medio de la oscuridad y de las sombras del camino. Él está con nosotros, cada día, en cada momento. Y eso nos consuela, nos anima. Él no se baja nunca de la cruz. Nos sostiene desde el madero. Dice Benedicto XVI: «Los ojos de la fe son, por lo tanto, capaces de ver lo invisible y el corazón del creyente puede esperar más allá de toda esperanza, precisamente como Abrahán, de quien Pablo dice en la Carta a los Romanos que «creyó contra toda esperanza». Nosotros pretendemos creer contra toda esperanza. En un tiempo tan confuso y difícil, en medio de una crisis muy profunda, queremos descansar en Dios y confiar. Él es nuestra verdadera esperanza. Luz en el camino. Paz en el alma.

El lema de este retiro nos lleva a peregrinar hasta Getsemaní. Es necesario adentrarse en la oscuridad de esa noche para vivir con Jesús su camino al Calvario. En la soledad y en la sed que padece el alma de Jesús en el huerto de los olivos, nosotros vislumbramos el abismo de su amor. Nos introducimos en la noche entre olivos. La noche nos habla de soledad. La soledad es parte de nuestro equipaje, somos hombres solitarios en la noche del mundo. Podemos estar muy acompañados y llenar nuestro tiempo de encuentros y rostros. Pero, en lo más profundo del corazón, estamos solos, vivimos solos. Solos tomamos las grandes decisiones. Pensaba en la decisión que ha tomado Benedicto XVI hace unos días. Lo ha hecho en la soledad de su corazón, en silencio, abrazado a Dios. Sólo ha dado un salto de fe confiando en la voluntad de Dios sobre su vida. Solos nos enfrentamos a las grandes preguntas, a nuestro dolor, cuando ya nadie más parece comprendernos. Sólo vivimos con Jesús el mayor de los abandonos. En la soledad del Huerto pensamos en nuestra propia soledad. Esa soledad que nos inquieta. Tal vez nos da miedo enfrentarla, aceptar que existe en lo profundo del alma, saber que, tarde o temprano, va a volver a recordarnos que estamos solos. Allí, en la noche, junto a los olivos, acompañamos la soledad de Cristo. Hace poco me tocó vivir la muerte de un enfermo de cincuenta años, que había nacido con parálisis cerebral. Con esa limitación había aprendido a vivir. Tuvo que enfrentarse con el paso de los años a la reclusión en su casa en una silla de ruedas. Un amigo suyo escribía sobre él: «Esa paciencia aprendida le sirvió para pensar con calma, para rezar con calma, para meditar, para reconocer a Dios en la vida diaria y por último, para soportar los últimos años de gran limitación, de aislamiento social, de soledad». Pensaba, al mirar el huerto de los olivos, en la soledad que él tuvo que enfrentar a lo largo de muchos años. Ofreció su vida por Schoenstatt, por nuestra propia santidad, y muchos no le habéis conocido. Fue un enfermo desconocido, un testimonio de santidad oculto en medio de la noche. Nos da miedo quedarnos solos y dar la vida en el olvido. Nos da miedo el abandono. Podemos quejarnos de que no paramos, pero preferimos esa soledad acompañada que la soledad del abandono y del olvido. Este hombre enfermo vivió su soledad clavado en la cruz de Cristo. Nos dicen de él: «Si hay algo que nos ha enseñado es a vivir en Alianza de Amor con María y a subir a la cruz con Cristo para morir y resucitar con Él. Estanis aceptó la enfermedad como su forma de ser hombre, de ser cristiano, de ser amado por Dios y de amar a los demás». Vivió su enfermedad de la mano de María, sin quejas ni protestas. Sin esperar aplausos ni un reconocimiento por su entrega. Aceptó no ser un apóstol infatigable recorriendo el mundo, para ser un apóstol crucificado en su silla de ruedas, en el silencio de cada día, de cada tarde, de cada hora en soledad. Porque la soledad es rutina. «Los sanos no tienen tiempo. Los enfermos, en cambio, lo que sobre todo tienen es precisamente tiempo»[11]. El tiempo diario, cadencioso y lento. El tiempo aparentemente vacío. La soledad nos exige aprender a perseverar aunque no tengamos nada a nuestro lado que nos impulse a ello. Aunque parezca inútil vivir más tiempo. Aunque la calidad de nuestra vida no sea suficiente. Aunque pensemos que somos un estorbo para el mundo. Aunque no haya frutos aparentes y sólo el silencio como respuesta. Sólo la mano crucificada de Cristo tendida a nuestro lado. Esperando a que nos agarremos a ella con todas nuestras fuerzas, para no quedarnos solos. Sólo la entrega callada de nuestra vida, sin esperar fecundidad. Porque le pertenece a Dios.

Jesús busca la soledad del huerto para hablar con su Padre: «Entonces llegó Jesús con ellos a un lugar que se llama Getsemaní, y dijo a sus discípulos: Sentaos aquí, mientras yo voy más allá a orar». Jesús busca la soledad y busca el silencio. ¡Cuántas veces en su vida buscaría Jesús estar a solas con Dios! Los evangelistas sólo nos muestran algunos episodios. Y éste es  el único momento que relatan con más detalle. Aparentemente se trataba de algo habitual. Jesús iba a este lugar conocido a orar. Aquí podría descansar, como tantas otras veces, pero aquella noche ya nada era igual. La última cena los había dejado sumidos en mil contradicciones. Jesús acababa de entregarles su cuerpo y su sangre, acababa de previvir lo que dentro de unas horas iba a acontecer. Les había lavado los pies, porque el amor es entrega. Y sabía que se acercaba la hora. Por eso los discípulos tenían turbada el alma. No entendían, no sabían, no eran capaces de percibir lo que estaba a punto de ocurrir. Quizás como nosotros cuando nos empeñamos en seguir los pasos de Jesús y el rumbo que toma la vida nos desconcierta. No queremos abandonarnos del todo y nos cuesta decir lo que decía el P. Kentenich cuando estaba prisionero e iba a ser llevado al campo de concentración de Dachau: « ¿Y a quién le va mejor en el mundo que a mí? ¿Quién tiene un lugar más bello que el mío, a pesar de la prisión? Para mí el camino actual es sin duda el mejor; de otra manera Dios no me llevaría por él»[12]. Cuesta mirar a Dios y llorar ante Él. Cuesta aceptar con un corazón en paz lo que parece tan terrible. Queremos que la vida sea como está planificada en nuestro corazón, sin sombras ni sorpresas inesperadas. Pero siempre vuelve al alma la misma escena de esa noche: el pan partido, el vino de su sangre bendecido, esos pies que tenían que ser lavados, porque era la señal de los amigos. Claro que Pedro, y también los otros, como nosotros, seguro, estaban dispuestos a seguir a Jesús, a dar la vida por Él. Pero la noche turba el corazón y llega el temor.  La oscuridad y los miedos son inconfesables. ¿A qué tenemos miedo en nuestra vida? No lo sabemos. O tal vez sí que localizamos algunos miedos, pero cuesta confesarlos. Tememos el futuro, la pérdida de seres queridos en quienes descansamos, o la pérdida de una posición acomodada. Pero aún así, hay muchos otros miedos que no somos capaces de reconocer. Son miedos ocultos en lo profundo del alma que afloran súbitamente. Y por eso preguntamos a otros buscando respuestas: « ¿A qué crees que tengo miedo?» El mundo interior, siempre desconocido, nos desconcierta.

Jesús suda sangre y llora mientras sus amigos duermen. El dolor inmenso del abandono. Llorar en soledad es más duro. Al menos la compañía de aquellos a los que amamos mitiga el dolor: «Y tomando a Pedro y a los dos hijos de Zebedeo, comenzó a entristecerse y a angustiarse en gran manera. Entonces Él les dijo: - Mi alma está muy triste hasta la muerte; quedaos aquí, y velad conmigo. Y yendo un poco más adelante, se postró sobre su rostro, y oró diciendo: - Padre mío, si es posible, que pase de mí este cáliz, pero no se haga mi voluntad, sino la tuya. Y vino a sus discípulos y los halló durmiendo, y dijo a Pedro: - ¿Así que, no habéis podido velar conmigo una hora?» Llora en la soledad, llora abandonado. Ni siquiera una hora han podido velar. Nosotros no sabemos acompañar a los hombres en su dolor. En seguida olvidamos y la vida continúa, seguimos a lo nuestro. Y ya no recordamos al que llora en silencio, solo. No perseveramos junto a la cruz de aquellos a los que amamos. Nos dormimos. Nos resulta difícil acompañar en el dolor y tratamos siempre de dar respuestas, soluciones, en lugar de callarnos y acompañar despiertos el dolor ajeno. Nos quedamos dormidos, pasamos de largo, no nos arrodillamos a llorar con el que llora. Nos hacemos insensibles al dolor ajeno. Porque nos cuesta enfrentarnos a nuestro propio dolor. Dejamos de lado a los enfermos, porque no queremos ser nosotros también enfermos. Nos asusta el sufrimiento de los otros, porque tememos nuestro propio dolor. Por eso hoy Jesús llora por el hombre que no sabe acoger en su alma el dolor. Llora por la incomprensión de los hombres que no quieren cambiar su corazón y abrirse a la misericordia. Llora por los que no saben sufrir con el que sufre, porque su corazón se ha vuelto insensible y frío. Pero, ¿acaso es fácil cambiar el corazón? ¿Un corazón de carne que reemplace al de piedra súbitamente? No, no es tan fácil recibir el amor de Dios y tener que empezar a vivir de forma distinta. No es sencillo. Nos quedamos dormidos y la vida pasa ante nuestra vida sin que reaccionemos. ¿Cómo acompañamos a los que sufren? ¿Cómo sufrimos con los que padecen el dolor en soledad?

Jesús llora por el corazón de los hombres que querían su muerte porque no sabían acoger la misericordia. No siempre es bien acogido el amor. En la película «Los miserables», el policía que lleva años persiguiendo a aquel hombre que había infringido la ley, no es capaz de aceptar la misericordia y se quita la vida. La misericordia nos hace deudores. Y no nos gusta estar en deuda con nadie. Judas se niega a aceptar la mirada misericordiosa de Cristo y no quiere aceptar el perdón. La violencia de su corazón es muy fuerte y se rebela contra Dios. Evita así el encuentro con Jesús y renuncia a la vida, al amor. Porque no cree que pueda ser perdonado. Jesús llora. Llora por nosotros. Llora por nuestra incapacidad para romper las barreras. Llora porque no aceptamos la gratuidad. Preferimos pagar por todo. Para no estar en deuda con nadie. Así es nuestra ingratitud. Lo que no se paga nos parece costoso. Vivir en deuda puede resultar abrumador para el hombre. Porque para ser agradecidos tenemos que experimentarnos necesitados, menesterosos, vulnerables. Decía una enferma de cáncer: «He dedicado mi vida a ayudar a los demás, pero no he podido marcharme de este mundo sin dejarme ayudar por ellos. Dejarse ayudar supone un nivel espiritual muy superior al del simple ayudar. Porque si ayudar a los demás e s bueno, mejor es ser ocasión para que los demás nos ayuden. Sí, lo más difícil de este mundo es aprender a ser necesitado»[13]. Cuando experimentamos la ayuda de los demás, su misericordia, su perdón inmerecido, nos sentimos en deuda. Pero sólo si nos sentimos profundamente agradecidos, la vida comienza a ser distinta. Entonces cambia el corazón y se abre a la gracia.

Jesús, al final, de rodillas en el huerto de los olivos, entrega su vida. Él la da, nadie se la quita: «Velad y orad, para que no entréis en tentación; el espíritu a la verdad está dispuesto, pero la carne es débil. Otra vez fue, y oró por segunda vez, diciendo: - Padre mío, si no puede pasar de mí esta copa sin que yo la beba, hágase tu voluntad y no la mía». De rodillas, con el dolor profundo del alma rota, sudando sangre, entrega su libertad y su vida. Decía el P. Kentenich: «El Señor comenzó rezando su camino de dolor: - Nadie me quita la vida, yo mismo la doy porque yo lo quiero. Así lo hago yo también: nadie me quita la libertad, yo la doy libremente, esto es, porque yo lo quiero así, más exactamente, porque así lo desea Dios. Y mi alimento y mi tarea predilecta es hacer la voluntad de aquél que me ha enviado»[14]. Es el camino que tenemos por delante cuando nos empeñamos en seguir los pasos del crucificado. Entregamos la vida libremente. Asumimos vivir en su corazón y renunciar así a nuestros propios deseos. Entregamos la vida para ser libres: «Y vino, y otra vez los halló durmiendo, porque los ojos de ellos estaban cargados de sueño. Y dejándolos, se fue de nuevo, y oró por tercera vez, diciendo las mismas palabras. Entonces vino a sus discípulos y les dijo: - Dormid ya, y descansad; he aquí ha llegado la hora, y el Hijo del Hombre es entregado en manos de pecadores. Levantaos, vamos; ya se acerca el que me va a entregar». Llega la hora de Jesús, el momento de la verdad. Para eso ha venido. Ha venido para dar la vida en rescate por muchos. Ha venido para amar hasta el extremo. Y tanto amor implica tanto rechazo. Al comenzar esta cuaresma miramos a Jesús. Lo hacemos con la mirada de aquellos que no pudieron velar ni tan siquiera unas horas. Con la mirada de aquel que lo entrega en la noche, en el huerto. Miramos a Jesús que nos quiere y nosotros no sabemos responder con amor a tanto amor. Quisiéramos mirarlo con los ojos de María. Ella supo mirar a su hijo en esta noche. Con temor. Con un profundo amor. Sabiendo que se jugaba su hora. La hora de la fidelidad y de la entrega. La hora de la traición o el seguimiento. La hora en la que se disciernen los espíritus. Muchas veces negamos a Jesús. Muchas veces no lo acompañamos. Muchas otras ignoramos su petición: «Levantaos, vamos». Es el deseo de Jesús, que lo sigamos en la noche, que no dudemos, que no dejemos de dar la vida allí donde estemos, porque estamos en la hora. Esa hora en la que se decide todo. ¿No es cierto que vivimos con mucha superficialidad? ¿No es verdad que no nos tomamos en serio nuestro seguimiento a Cristo? Nos falta generosidad en la entrega. Decía el P. Kentenich desde la cárcel del Carmelo: «Lo que San Agustín llama la Inscriptio, lo explica San Ignacio con la oración: - Toma Señor, toda mi libertad, mi memoria, mi entendimiento, toda mi voluntad y todo mi corazón. Todo me lo has dado Tú, te lo devuelvo sin reservas, haz con ello lo que Tú quieras. Dame sólo una cosa, tu Gracia, tu amor y tu fecundidad. Tu Gracia para que me incline alegremente a tus deseos y tu querer y tu amor, para que en todo momento me crea amado, como la niña de tus ojos y para que me sepa y a veces me sienta amado como tal; tu fecundidad, para que en Ti, y en la amada Virgen María, llegue a ser fecundo para nuestra obra común. Entonces soy  suficientemente rico y no quiero nada más»[15]. Radicalidad en el seguimiento. Entrega de todas nuestras facultades para que Dios domine en nosotros, para que reine y se haga su voluntad y no la nuestra. Fidelidad en los momentos de oscuridad que atravesamos sin saber muy bien cuál es el camino. Nuestro amor se debilita y el corazón se engaña buscando otros amores. Queremos aprender a confiar y dejar así nuestra vida en sus manos. Descansamos.

El alma se rebela ante el mal, ante la injusticia, ante los robos y los abusos, ante la mentira. Ante ese misterio del mal que no entendemos queremos salir a la calle en rebeldía, queremos acabar con un mundo que nos recuerda hasta dónde puede llegar el mal. ¿Dónde está tu Dios? Nos dicen. Y nos negamos a aceptar un mundo corrupto, una sociedad enferma, hombres llenos de mentiras que viven engañando a todos. Un mundo de maldad y traición en el que está ausente la verdad. ¿Por qué permite todo esto el Señor? ¿Por qué no acaba con tanto mal? ¿Por qué deja sufrir a los niños? ¿Hay esperanza entre tanta oscuridad? El corazón no lo entiende y se rebela. «Misterium iniquitatis», el misterio del mal. Nunca lo comprenderemos. Nunca aceptaremos ese mal que quita la vida o permite el sufrimiento. Anhelamos la Pascua, la Resurrección, la vida. Pero Cristo, desde la cruz, sostiene al que sufre, nos sostiene heridos, casi muertos y nos muestra el camino. Sostiene nuestro dolor y nuestra soledad. Vela junto a nosotros que no sabemos velar. Nuestra cruz cobra un nuevo sentido en el madero de la cruz de Cristo. Allí somos salvados. Aunque sigamos sin entender los porqués y paraqués que a veces nos atormentan. Aunque no haya luz en esa noche del huerto. Aunque nada esté claro. Sólo nos queda entonces la oscuridad del misterio. Y, aunque no entendamos, aunque nos cueste aceptar la traición y la infidelidad, seguimos sus pasos. En esa noche oscura ocurre el milagro, porque, frente al misterio del mal, surge el misterio del bien. Siempre es así. Aunque ese misterio del bien no sea visto muchas veces. Aunque parezca más débil el bien que el mal y no destaque tanto. Ante la injusticia lo normal es reaccionar con otra injusticia y no con amor, no con un beso, no con el perdón. No es normal reaccionar como el obispo de «Los miserables». Ante la ofensa surge el rencor y el deseo de venganza, y no el abrazo de la paz. Falta paz en el alma. Sólo se puede abrazar este misterio del mal desde un amor más grande, desde ese amor crucificado. Sólo si el amor de Dios se hace fuerte en nuestro amor es posible amar en lo alto del madero. Un amor que es entrega y no egoísmo. Paz y no venganza. Libertad y no esclavitud. Un amor de Dios y no esas migajas de amor humano que se desparraman por el mundo. Nos sentimos desbordados ante tanto amor de Dios. Y cuando el corazón logra aceptar tanto amor acepta estar en deuda con la misericordia de Dios. Del mal surge el bien, surge el amor que se derrama en hombres santos, surge el deseo de darlo todo.

El lema elegido por Benedicto XVI para este tiempo de cuaresma está centrado en la fe que se despierta y crece con el amor recibido: «Hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él» (1 Jn 4,16). Dice Benedicto XVI: «La fe constituye la adhesión personal a la revelación del amor gratuito y apasionado que Dios tiene por nosotros y que se manifiesta plenamente en Jesucristo. El encuentro con Dios Amor no sólo comprende el corazón, sino también el entendimiento». No sólo nos adherimos con el corazón, también la razón entra en juego. Creemos con el corazón y entendemos las razones para creer: «El reconocimiento del Dios vivo es una vía hacia el amor, y el sí de nuestra voluntad a la suya abarca entendimiento, voluntad y sentimiento en el acto único del amor. Sin embargo, éste es un proceso que siempre está en camino: el amor nunca se da por concluido y completado»[16]. El amor enciende la fe en nuestro corazón y en nuestra mente. Primero viene la fe, como primero recibimos el Bautismo. Después crece el amor, y la eucaristía hace más fuerte nuestro amor diario. Es un proceso de vida como nos recuerda el Papa: «Es el conocimiento de Dios mediante la fe, que no es sólo intelectual, sino vital; es el conocimiento de Dios-Amor, gracias a su mismo amor. Después el amor de Dios nos hace ver, abre los ojos, permite conocer toda la realidad, más allá de las estrechas perspectivas del individualismo y del subjetivismo que desorientan las conciencias. El conocimiento de Dios es, por tanto, experiencia de fe, e implica, al mismo tiempo, un camino intelectual y moral: profundamente conmovido por la presencia del Espíritu de Jesús en nosotros, podemos superar los horizontes de nuestro egoísmo y nos abrimos a los verdaderos valores de la vida». La fe despierta por el amor de Dios. Y el amor crece en la fe que se hace fuerte. Esa fe se manifiesta en gestos de amor y entrega. El amor y la fe van íntimamente unidos. Nunca se pueden separar.

No obstante, nos resulta a veces difícil palpar el amor de Dios en nuestra vida. ¿Dónde nos ama Dios? ¿De qué forma lo hace? Es difícil tocar ese amor cada día cuando vivimos volcados sobre el mundo, desparramados en una vida que no tiene ni orden ni paz. No es fácil hacerlo cuando no somos hombres de fe viva. El amor de Dios despierta la fe y la fe en un Dios presente nos permite descubrir cada día las huellas de su amor. Pero, ¿cómo nos ama Dios en nuestra cruz, en las pérdidas, en la enfermedad que no somos capaces de superar? El amor misericordioso de Dios es muy concreto. Se manifiesta en nuestra vida cotidiana. En el amor familiar que recibimos y entregamos. Su amor hace posible nuestro amor. Decía Benedicto XVI: «Cuando dejamos espacio al amor de Dios, nos hace semejantes a él, partícipes de su misma caridad. Abrirnos a su amor significa dejar que él viva en nosotros y nos lleve a amar con él, en él y como él». Es un amor real que se manifiesta en el amor de los hombres que tantas veces palpamos. La fe crece desde el amor que recibe. El amor de Dios nos va transformando y nos capacita para amar con su amor. Es por eso que aprendemos a tener fe en las personas que nos aman, no en aquellas que nos desprecian y hieren. Aprendemos a confiar cuando confían en nosotros, cuando nos levantan después de la caída, cuando nos sostienen en medio del dolor, no cuando nos abandonan en el sufrimiento. Aprendemos a amar en la familia y recibimos la fe en el hogar. El amor recibido desde pequeños nos lleva a creer y confiar más. Y en ese amor humano vemos reflejado el amor de Dios. «Amar a una persona es contemplar el rostro de Dios» decía el protagonista de la película «Los miserables». Son las experiencias que guardamos en el alma, a veces las olvidamos, pero están vivas y nos capacitarán más tarde para seguir encontrando las huellas del amor de Dios en nuestra vida y así poder amar. Cuando nos fallen los hombres recordaremos ese amor incondicional de Dios, concreto y personal, ese amor misericordioso. Cuando experimentemos la soledad volveremos al huerto de los olivos para estar con Jesús. La fe que se despierta por el amor se convierte en una fe viva cuando continuamente Dios se convierte en razón de nuestra existencia. Él conduce nuestra vida y alimenta nuestro amor.

Nuestra fe se manifiesta en gestos de amor. Como dice Benedicto XVI: «La existencia cristiana consiste en un continuo subir al monte del encuentro con Dios para después volver a bajar, trayendo el amor y la fuerza que derivan de éste, a fin de servir a nuestros hermanos y hermanas con el mismo amor de Dios». Subimos al encuentro de Dios para tocar su amor, para recibir su fe, para palpar su presencia. Necesitamos vivir consagrados a Él para que se manifieste en nosotros la fuerza de su amor. Es incoherente una vida en Dios que no tenga como fruto el amor. El amor conyugal siempre se expresa en gestos concretos. Necesitamos anclar nuestro amor en Dios. Esos gestos de amor que damos y recibimos nos hablan de un amor espiritual, de un amor que nos lleva y se alimenta en Dios. Decía el P. Kentenich: «Todo lo que se nos permite en el matrimonio es expresión simbólica de la entrega espiritual. Así como se tocan las manos, así queremos tocarnos espiritualmente. Si despojo a estas cosas exteriores de su valor simbólico, pierden su dimensión espiritual, y me volveré sensual. Debemos aprender a no despojar de su valor espiritual a todas las expresiones de amor que nos brindamos»[17]. En el amor conyugal estáis llamados a palpar como esposos el amor de Dios. El amor que os hace una sola carne os conduce al amor divino. Dios se hace presente en esa entrega total. Dios quiere que seáis una sola carne. Pero cuando separamos lo carnal de lo espiritual, cuando falta esa unión de las almas, es más difícil que se dé la unión de los cuerpos. El amor de Dios se manifiesta en vuestra unión. Por eso, cuando separáis en vuestra vida ese amor conyugal de Dios, algo fallará. Tendremos que preguntarnos entonces si estamos profundamente unidos a Dios y si Dios reina en nuestro matrimonio. O tal vez nuestra relación a Él se ha quedado en una simple idea. El amor de Dios despierta el amor en nuestra vida. Si no es así todavía estamos lejos de su amor. Todavía se nos olvida y no palpamos su amor en aquellos que Dios ha puesto en nuestra vida para siempre.

 

La reciedumbre del ayuno

La Cuaresma es un regalo que nos hace Dios para volver a la verdad de nuestra fe, para eliminar mentiras y superficialidades, para profundizar en nuestro camino y cultivar nuestra vida espiritual. Lo hacemos con alegría, porque  no estamos en un tiempo triste. No nos preparamos con resignación a revivir la muerte de Cristo en medio de la noche. No, muy al contrario, el mensaje de Cuaresma es un mensaje de esperanza. Si sólo vemos el lado oscuro de la vida, nos pareceremos a aquellas personas que sólo ven barro a su alrededor, porque tienen los ojos llenos de barro. No podemos tener una visión triste y apagada de estos cuarenta días cuaresmales que Dios nos regala. Porque son un camino hacia la Resurrección. Este retiro es una ocasión para mirar nuestra vida con los ojos de Dios, con los ojos de María, con ojos limpios. Deseamos ver este tiempo como el tiempo en el que el anhelo de Dios va a crecer cada día. Decía S. Agustín: «Así Dios, difiriendo su promesa, ensancha el deseo, con el deseo ensancha el alma y, ensanchándola, la hace capaz de sus dones. Tal es nuestra vida, ejercitarnos en el deseo. Ahora bien, este santo deseo está en proporción directa a nuestro desasimiento de los deseos que suscita el amor del mundo». Son entonces cuarenta días en los que el cristiano se centra en el cultivo del deseo. Porque deseamos una vida más plena, más feliz, más llena de amor. Y el anhelo de una vida así, crece. Deseamos pertenecerle más a Dios, y por eso deseamos crecer en nuestra vida de oración. Deseamos amar mejor a nuestro cónyuge, a los hijos y familiares, y por eso necesitamos crecer más en la entrega. Deseamos vivir nuestro trabajo como un camino de santidad, y por eso el anhelo nos lleva a entregarnos cada día en lo que Dios nos pide. Está claro que necesitamos ensanchar el alma para que Dios pueda entrar y hacerse dueño de todo lo que todavía no le pertenece. De esta forma, cuando el deseo es el que orienta nuestra vida, ya nada es opaco, ni triste, ni lánguido. Al contrario, el deseo de Dios y plenitud nos hace vivir con alegría e ilusión y aprovechar cada momento, llenando de color cada paso que damos.

 

Queremos ahora, como hacemos cada año, pensar en los tres pilares fundamentales que la Iglesia nos regala para vivir este tiempo de Cuaresma: La Limosna, la oración y el Ayuno. Frente a la tentación del poder, la Iglesia nos invita a cultivar la oración para crecer en la humildad y en la dependencia de Dios, para que no nos creamos dueños de nuestra vida. La Cuaresma es una invitación a orar más, a profundizar en nuestro mundo interior. Si nos creemos todopoderosos, no necesitaremos ya su gracia como salvación y nos sentiremos capaces de todo sin Él. La dependencia se convierte así en el instrumento que Dios nos regala para ser de verdad niños ante Dios. Si no confiamos, no creceremos. Frente a la tentación del poseer, la Iglesia nos invita a la limosna, a la generosidad. Se trata de dar, no ya lo que nos sobra, sino aquello en lo que descansamos, de entregar el amor que hemos recibido, a tantos hombres que en su vida no experimentan el amor de Dios. Hay mucha tristeza y soledad en el mundo. Hace falta la limosna de nuestro amor. Por último, frente la tentación del placer, la Iglesia nos pide que seamos austeros y ayunemos. Para vivir con más libertad para Dios y ante los hombres. El ayuno es el arma que se nos regala para vencer la tentación que nos hace caer en el hedonismo, en la vida fácil, en la búsqueda constante del placer. En esta charla quiero profundizar en el cultivo del ayuno, que nos exige dejar de lado cosas que sólo nos dejan satisfechos y saciados, para volver nuestra mirada hacia el Señor buscando que Él colme nuestro deseo de infinito.

Al comentar que iba a profundizar en el tema del ayuno alguno me ha dicho: « ¡Qué bien! Así lo voy a entender». En realidad no es mi pretensión responder a todos los interrogantes que el ayuno despierta. Con frecuencia, cuando pensamos en ayuno, nos duele el corazón. Siempre que la Iglesia nos pide ayunar en lo concreto, y sólo lo hace dos días en el año: miércoles de ceniza y Viernes Santo, pensamos: «Justo ahora que es cuando más hambre tengo». O cuando nos pide que nos abstengamos de la carne durante los viernes de Cuaresma es cuando más nos apetece comernos un buen filete. La Iglesia busca signos que nos unan a todos los cristianos. La renuncia a la carne o el ayuno en esos dos días son sólo un mínimo en el que todos nos unimos. Pero la petición de ayunar es una llamada a la magnanimidad. Ayunamos para hacernos más libres. Ayunamos en nuestra vida, no sólo esos dos días, sino en general durante los tiempos especiales como el que vivimos, para que el corazón se abra más y más a la gracia. Ayunar es un medio, nunca un fin en sí mismo. Ayunamos para desapegarnos de lo que nos ata y subir más alto. Pero el ayuno que precisamos con más fuerza es el que describe el profeta Isaías: « ¿No es más bien el ayuno que yo escogí, desatar las ligaduras de impiedad, soltar las cargas de opresión, y dejar ir libres a los quebrantados, y que rompáis todo yugo? ¿No es que partas tu pan con el hambriento, y a los pobres errantes albergues en casa; que cuando veas al desnudo, lo cubras, y no te escondas de tu hermano? Entonces nacerá tu luz como el alba, y tu salvación se dejará ver pronto; e irá tu justicia delante de ti, y la gloria de Dios será tu retaguardia. Entonces invocarás, y te oirá el Señor; clamarás, y dirá él: Heme aquí. Si quitares de en medio de ti el yugo, el dedo amenazador, y el hablar vanidad; y si das tu pan al hambriento, y sacias el alma afligida, en las tinieblas nacerá tu luz, y tu oscuridad será como el mediodía. Dios te pastoreará siempre, y en las sequías saciará tu alma, y dará vigor a tus huesos; y serás como huerto de riego, y como manantial de aguas, cuyas aguas nunca faltan» Isaías 58Así es el ayuno que debemos practicar. Un ayuno que exige vivir practicando la misericordia. De nada sirve renunciar a muchas cosas sin nuestro amor es pobre. De nada sirve ser heroicos en la renuncia y el sacrificio si no sabemos comportarnos con bondad. Así brillará la luz cuando seamos misericordiosos, cuando partamos el pan.

Dios quiere que caminemos ligeros, con poco equipaje en el alma, por eso nos pide que ayunemos. Por eso hoy voy a hablar de la ascesis. Es verdad que hablar de Ascesis nos resulta un tanto extraño, porque nos parece un término antiguo y ya obsoleto, propio de los monjes. Es como si fuera contra el querer del alma que no quiere sufrir. Y toda renuncia implica siempre un cierto sufrimiento. Sin embargo, tal vez sea bueno al comenzar analizar la palabra en su desarrollo histórico desde la antigüedad: «Ascesis significa propiamente ejercicio. El verbo griego askein significa en primer lugar trabajar, fabricar con esmero por ejemplo, un utensilio o cualquier otra cosa; en segundo lugar significa ejercitar, por ejemplo, un arte o una virtud; aplicado al cuerpo humano significa ejercicio para conseguir una habilidad, por ejemplo, la habilidad propia del soldado o del atleta. Aplicado a la ética el ejercicio de una conducta virtuosa coherente con el ideal para lograr la firmeza frente a las tentaciones» (RAC, 749). Para los griegos ascesis era algo positivo. Se precisaba para conseguir ciertas habilidades»[18]. Sin ascesis, sin trabajo de nuestra alma, sin esfuerzo, no hay crecimiento verdadero. Hace falta disciplina para crecer. Hablaban en la antigüedad de ejercitar la virtud. Se trata de trabajar el material, la materia prima, la base que tenemos, para que el cuchillo esté afilado para el trabajo. Sin ese trabajo no es posible crecer: «En sentido figurado, ascesis significa originariamente que el hombre se entrena para ser hombre, que trata de conseguir las habilidades necesarias para una vida plena. Para los místicos ascesis significa ejercitarse en la experiencia de Dios. Mediante ciertos ejercicios preparamos y abrimos el hombre a Dios. La experiencia de Dios no se puede forzar. La ascesis sólo prepara al hombre para que experimente a Dios cuando se le revela. La ascesis supone una concepción positiva del hombre. Podemos formarnos a nosotros mismos. La ascesis no es negación, sino afirmación, configuración de la vida»[19]. La ascesis es entonces el mejor camino para dejar a Dios entrar en nuestra vida. Nos educa para alejar del corazón las tentaciones y distracciones que nos hacen buscar en el mundo la paz. La ascesis sólo prepara el corazón, porque el encuentro con Dios no se fuerza, es un don que se nos regala. Pero tenemos que estar abiertos y preparados para recibir su amor.

Esta visión positiva de la ascesis y de la disciplina es fundamental. Lo es para quitarle esa carga negativa que posee. Con el paso del tiempo, la palabra ascesis se tiñó de connotaciones negativas: «Con la filosofía popular estoico-cínica, la ascesis empezó a tener por primera vez una connotación negativa. Significaba ante todo «una renuncia a las comodidades y placeres frente a las seducciones de los instintos» (RAC, 749). Esta connotación negativa caracterizó también a la ascesis cristiana, que se entendió fundamentalmente como renuncia»[20]. Es verdad que la disciplina del atleta o del trabajador con su cuerpo y con su espíritu estaba unida al sacrificio y al esfuerzo. Sin embargo, la connotación negativa la puso la palabra «renuncia». A nadie le gusta renunciar a nada. Lo queremos poseer todo, sin renunciar a nada. Por eso nos cuesta el sacrificio y dejar de hacer esas cosas que nos gustan y nos producen placer. Por lo tanto una vida ascética resulta ser una vida exigente y dura, nada atractiva. El P. Kentenich decía: «Sólo necesito sustituir la palabra penitencia por otras que reproducen mejor su sentido. Estas palabras son: vencerse a sí mismo, mortificación y autoeducación»[21]. La meta de este trabajo es la formación de un hombre nuevo. De un hombre firme que sepa hacer frente en su vida a las dificultades, que sea sólido en sus principios y valiente en medio de la tormenta: «Las pasiones se mortifican preservándolas de los excesos y dirigiendo toda su energía hacia el bien»[22]. La autoeducación está en relación con esta ascesis. Si queremos crecer, si queremos que el alma esté dispuesta para el encuentro con Dios, tenemos que trabajar en la formación de un hombre nuevo: «Cada uno debe ser un artífice de su propia alma. No tenemos que descansar hasta que sepamos tocar esa alma y suene adecuadamente; hasta que sepamos hablarle en su lengua materna, hasta que podamos rescatarla con fuerza y sabiduría de sus extravíos»[23].Tenemos que ser maestros de la autoeducación, en el autoconocimiento, en nuestra conciencia de misión porque Dios nos necesita como sus instrumentos aptos.

Sabemos que no podemos dejarnos llevar sólo por nuestros deseos, porque ese camino no nos lleva a ningún sitio. Sabemos que las altas montañas no se escalan sin esfuerzo, sin sacrificio. Por eso hoy el ideal de santidad vuelve a brillar ante nuestros ojos. Decía el P. Kentenich: «Si pretendemos detener el torrente de inmoralidad que amenaza minar los fundamentos mismos del orden público, de la ética familiar, de la educación, de la fe y de la vida eclesial, hay un solo dique que promete salvación: nuestra santidad. Lo que nuestros tiempos necesitan ante todo son santos nuevos y convincentes que arrastren. Si no santos, hombres nuevos, hombres íntegros, cristiano, nuevos, cristianos auténticos, interiormente perfectos»[24]. Seguir sólo los deseos que brotan en el alma no es tan beneficioso: «Si digo sí a todos mis deseos, entonces cada día me sentiré más decepcionado y de peor humor. Me hago sufrir a mí mismo. Al estar descontento conmigo, me vuelvo más agresivo conmigo mismo y también con quienes me rodean»[25]. Y tenemos clara la consecuencia: «Es imposible que crezca la vida si no hay disciplina. En esto debemos situarnos en el justo medio, como es lógico. El indisciplinado no se porta bien consigo mismo, pero el superdisciplinado tampoco. Se trata de ejercitar una disciplina que nos proporcione la sensación de que somos artífices de nuestra propia vida, de la que vivimos nosotros y no que la viven por nosotros»[26]. Está claro entonces. Educar con sacrificio es más valioso que una educación en la que todo se consiente. Sacrificio significa hacer algo sagrado. Cuando nos sacrificamos lo hacemos por un bien mayor, porque Dios nos quiere libres. Le consagramos así nuestra vida, con sus renuncias y su entrega. Hacemos sagrada nuestra vida cuando la entregamos. Entonces sí tiene sentido el sufrimiento. Leía el otro día: «No es cierto que sufrir no tenga sentido; que con el sufrimiento no se pueda hacer nada. Se puede lo más: Entregarlo a Dios. Con el sufrimiento se puede nada menos que redimir el mundo»[27]. Al entregarle nuestro sufrimiento a Dios participamos de la redención del hombre. No es un sufrimiento indiferente, Dios lo recibe y nos abraza en el dolor. El sufrimiento que vivimos siempre, de una u otra forma, nos educa, nos hace recios y firmes, nos prepara para la vida y para la muerte. Queda claro entonces que nos educamos para ser personalidades recias, en un mundo que se deja llevar por la búsqueda obsesiva del placer y de la comodidad.

Está claro entonces que el ayuno y la renuncia son importantes. Sin embargo, tenemos la tentación de reducir su eficacia: renunciamos al chocolate, a la coca-cola, al alcohol y con eso nos conformamos. Renunciamos a los pequeños caprichos de cada día y nos alegramos al pensar que perderemos esos cuantos kilos que nos sobran. Pensamos que el mayor sacrificio es no comer y privarnos de nuestros gustos principales. Renunciamos con dolor a la carne cuando nos lo piden. Y nos alegramos si somos capaces de no comer más que pan y agua en un día. Está bien, es cierto, es bueno que nos privemos de este tipo de cosas, porque nos hacen más recios y libres estas renuncias. En realidad es fantástico renunciar a cosas que son buenas en sí mismas. La privación de lo que hacemos con gusto nos educa, nos hace más libres y disciplinados, más abiertos a la gracia. Decía el P. Kentenich: «No basta con renunciar a lo prohibido, a lo que inexorablemente debemos renunciar. A veces tenemos que renunciar a lo permitido. No somos hombres que vivimos sólo el momento, no somos mariposas de un día. El futuro no nos sonríe siempre con un cielo eternamente despejado. ¿Quién se verá libre de horas difíciles y aciagas? Y para ese tiempo necesitamos una abundancia, una reserva de fuerza de voluntad, de energía»[28]. Esas renuncias voluntarias, esos sacrificios aparentemente innecesarios, nos fortalecen en la voluntad, nos llenan de energía, nos dan fuerza y vida. Nos hacen recios y firmes en nuestras metas e ideales. Nos hacen fuertes para perseverar.

Pero así como es bueno renunciar a lo que es bueno, también es importante hilar más fino. Se trata de mirar, de rezar y ver con sinceridad dónde estamos apegados de forma desordenada, en qué aspectos de nuestra vida tenemos que ejercer con mayor claridad la renuncia y el ayuno. Es bueno meditar sobre las tentaciones que más nos cuesta resistir, mirar con sinceridad dónde nos pesa más el alma y dónde nos encontramos más enredados por la fuerza de nuestras pasiones desordenadas. ¿En qué somos esclavos? El P. Kentenich decía: «La gracia presupone la naturaleza. La gracia no destruye el apetito de la naturaleza, sino que lo toma en cuenta, lo apoya, lo eleva, fortalece su ímpetu»[29]. La gracia trabaja sobre lo que tenemos, sobre lo que somos. Por eso es importante conocernos y saber dónde tenemos que actuar. Sólo así estaremos cortando el hilo o la cadena que no nos deja volar en libertad. Sólo así estaremos dejando que este tiempo sea un tiempo de conversión en nuestra vida. Por eso queremos ayunar de juicios y críticas, para celebrar la belleza de Dios que se esconde en cada corazón; queremos ayunar de las tinieblas de la tristeza, para compartir con paz la alegría de vivir, sin quejas, sin protestas; queremos ayunar de la ira y la rabia, y celebrar cada día el abrazo que nos une a quienes amamos, el abrazo de la paz; queremos ayunar de preocupaciones que nos quitan la ilusión de vivir y no nos dejan afrontar el futuro, y celebrar con gozo que Dios conduce nuestra vida; queremos ayunar de prisas y agobios, de ruidos y gritos, y celebrar el silencio y la serenidad en las manos de María, para vivir con paz y paciencia cada día, para aprender a perder el tiempo con los hombres y con Dios; queremos ayunar de buscar siempre las diferencias con los demás, y celebrar que hay tantas cosas que nos unen, que nos asemejan, que nos llevan a luchar por los grandes ideales; queremos ayunar de rebeldías y desobediencias, y celebrar con docilidad la voluntad de nuestro Padre que nos quiere con locura. Ayunamos para celebrar, renunciamos para vivir en la abundancia que Cristo nos da.

En esta cuaresma miramos a María. Ella nos acompaña en el camino al Calvario. ¿Dónde se encontraba aquella noche del huerto de los olivos? Velando. Velaba y acompañaba a Cristo en su oración. No dormía. Sufría con Cristo, con su Hijo, porque había llegado la hora. María no se quedaría dormida como los discípulos porque estaba atenta, porque su amor estaba en guardia. Sabía que había llegado la hora: «Haced lo que Él os diga». Vuelven a resonar estas palabras en el alma. Hacemos lo que Cristo nos pide. Lo que Él quiere. Como hizo María. Pero Ella quiere que nos pongamos manos a la obra. Decía el P. Kentenich: «María nos conduce pero no nos lleva en brazos. No quiere educarnos en la pasividad porque el camino que nos señala con mano sabia es demasiado empinado y áspero. No, su labor consiste en despertar toda la caballerosidad y hombría que haya en nosotros y llevarla su pleno desarrollo. Ella nos ayudará  sortear la dificultad cuando a pesar de nuestra mejor voluntad nuestra fuerzas y ano alcancen más»[30]. María nos educa para que nosotros crezcamos en nuestra entrega recia y libre. Queremos revestirnos de Cristo y María lo hace en nosotros. Queremos que disminuya en nosotros el egoísmo y el espíritu mundano. Bajo la protección de María, con su ayuda, comenzamos esta cuaresma. Queremos ponernos en sus manos como instrumentos para la misión. Ella nos formará y nos hará hombres firmes. El hombre nuevo se gesta en manos de María. Nos ponemos en sus manos. Nos sentimos pobres y desvalidos. Ella nos va a educar. En el Santuario, en el Taller de María, nos formamos. La autoeducación tiene lugar en las manos de nuestra Madre.



[1] Víctor Hugo, “Los miserables”, 48

[2] Víctor Hugo, “Los miserables”, 46

[3] Víctor Hugo, “Los miserables”, 44

[4] Víctor Hugo, “Los miserables”, 52

[5] Víctor Hugo, “Los miserables”, 52

[6] Víctor Hugo, “Los miserables”, 59

[7] Víctor Hugo, “Los miserables”, 63

[8] J. Kentenich, “Niños ante Dios”, 307

[9] Anselm Grünn, “Portarse bien con uno mismo”, 77

[10] Benedicto XVI, “Porta Fidei”, 6

[11] Pablo D´Ors, “Sendino se muere”, 62

[12] J. Kentenich, “Cartas del Carmelo”

[13] Pablo D´Ors, “Sendino se muere”, 7

[14] J. Kentenich, “Cartas del Carmelo”

[15] J. Kentenich, “Cartas del Carmelo”, 1942

[16] Benedicto XVI, “Deus caritas est”, 17

[17] J. Kentenich, “Obra de familias”, 52

[18] Anselm Grünn, “Portarse bien con uno mismo”, 81

[19] Anselm Grünn, “Portarse bien con uno mismo”, 81

[20] Anselm Grünn, “Portarse bien con uno mismo”, 81

[21] J. Kentenich, “Héroes de fuego”, 86. J. Niehaus

[22] J. Kentenich, “Héroes de fuego”, 86. J. Niehaus

[23] J. Kentenich, “Héroes de fuego”, 87. J. Niehaus

[24] J. Kentenich, “Carta a los jefes de la Federación”, 1919

[25] Anselm Grünn, “Portarse bien con uno mismo”, 83

[26] Anselm Grünn, “Portarse bien con uno mismo”, 83

[27] Pablo D´Ors, “Sendino se muere”, 53

[28] J. Kentenich, “Héroes de fuego”, 88. J. Niehaus

[29] J. Kentenich, “Héroes de fuego”, 91. J. Niehaus

[30] J. Kentenich, “Héroes de fuego”, 132. J. Niehaus

 

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